Empecé a ver un programa de televisión japonés. La cámara recorrió las calles de Shinjuku de noche. Sé que he estado ahí. De repente, tuve que pausarlo. Una punzada: tuve la sensación de que Tokio nunca fue mía. Mi —cada vez más breve, comparativamente— vida en Japón fue una vida en el campo. Tokio era el sitio de visitar los fines de semana. Y en un punto, ni siquiera eso.
Recuerdo mi apartamento en Tsukuba, el cielorraso en mi habitación, con la lámpara. Alguna vez, ya de regreso en Colombia, dibujé esa superficie de madera interrumpida en la mitad por una cuadrícula en relieve de la que pendía un benjamín. La imagen se había perfeccionado en mi memoria de tantas horas que había pasado acostada boca arriba porque el ánimo no me daba para más. Para qué ir a Tokio, pensaba. Qué gracia tiene.
Sin embargo, si en la pantalla hubieran aparecido arrozales en vez de luces y cables, ¿me sentiría mejor? Lo dudo. Tampoco el campo era mío. Mío era el camino que recorría en la bicicleta para ver paisajes que me hacían feliz. Mío era un bosque en medio del barrio que talaron poco antes de graduarme, como para darme a entender que ya todo se estaba acabando y era hora de irme. Mío era un radiotelescopio que ya no existe más.
Pero yo sé por qué es la nostalgia y el desarraigo. Temo por el idioma que se me cae a pedazos. Temo por las amistades que desaparecerán si dejo que el idioma se termine de derrumbar. Temo que se acabe un vínculo que hace tanto tiempo parecía ser el único y verdadero.
Sé que estoy inmortalizando una sensación pasajera, y que es tonto pensar lo que estoy pensando. Sé que cuando vuelva de visita a Japón volveré a Shinjuku y me sentiré a gusto entre la multitud hormigueante, caminando rápido, con un rumbo fijo incluso al divagar.
Tengo que estudiar, empero. Sería una pérdida tan triste dejar de entender. Supongo que el programa de televisión ayudará.