Archive for the 'los andes' Category

Mozartkugeln

Un día, cuando estudiaba en Los Andes, había un corrillo reunido alrededor de una compañera de mi clase de francés. Este recuerdo no tiene un contexto muy claro, así que es como uno de esos cortos institucionales donde hay un pequeño tumulto sin razón en el salón de clases o la oficina y la cámara se acerca para saber qué está pasando. Una de las personas en el grupo se asoma y dice algo relevante para el tema del video. En mi caso, el gran mensaje fue que yo había llegado demasiado tarde y la compañera acababa de regalar el último Mozartkugel que había traído de Austria. Yo no tenía ni idea de qué era un Mozartkugel pero me lo pintaron como el bombón más maravilloso y especial del universo. Me prometí que algún día lo probaría.

El semestre se acabó, dejé de estudiar francés y empecé a estudiar chino, dejé de estudiar chino y seguí estudiando japonés, me fui a Japón, estudié alemán, retomé el francés (“retomé” es un decir; me metí a la clase de pura facilista y no estudié nada), aprendí un tris de italiano, y lo más cercano que vi a un Mozartkugel era el licor de chocolate Mozart que vendían en el Yamaya (la tienda de productos importados) y nunca compré porque siempre me dije al ver las botellas que mejor la próxima vez, y luego la próxima, y así.

El sueño de los Mozartkugeln tenía que desvanecerse tarde o temprano, especialmente con la aparición progresiva de nuevos (y muy tangibles) manjares. Pero de repente, todo este tiempo después, reemergió de la nada. Hoy me reuní con Laura y Kelly, dos amigas con quienes he corrido de aquí para allá en festivales de cómic. Laura había regresado de un viaje a Europa y nos contó que nos tenía regalitos. Hubo cómics y cuadernitos para hacer cómics, pero en la mesa también aparecieron… ¡Mozartkugeln!

No aguanté ni un minuto para comerme el mío. ¡Ya había esperado más de una década! Estaba tan rico como esperaba, tan rico como me habían dicho las compañeras de francés. Con razón tanta conmoción aquella tarde.

Lecciones de vida de una roommate temporal

Seguramente ahora escribo muy mal. Todo es cuestión de práctica y yo no he practicado desde hace millones de años. Siempre me da sueño cuando intento escribir. Es la reacción de mi cuerpo ante lo difícil. Hace poco tuve un trabajo de un tema duro y estaba tan nerviosa que no podía del sueño. Pero llevo doce años con este blog y no puedo abandonarlo así como así. No después de doce años. No tiene sentido.

Alguna vez mi ex novio me dijo, para insultarme, que yo no era más que una simple escritora de blog. Muchos años después pienso que eso es precisamente lo que quisiera ser. No aspiro a sacar ningún libro. Soy el ser menos literario del mundo. Sin embargo, me gusta documentar mi vida.

Ya me dio sueño. Aquí es donde se marca la diferencia entre el hacer y el no hacer. Llevo mucho tiempo prefiriendo lo segundo. Esta vez me sobrepondré. No dormiré hasta no terminar.

En estos días he estado compartiendo una habitación de hotel con Gloria, quien fuera compañera mía de la universidad hace muchísimo tiempo. Gloria y yo éramos estudiantes de literatura y ahora ella es periodista/escritora y yo soy intérprete/dibujante. Me voy a dar el lujo de hacerme llamar dibujante porque probablemente ya es hora. Le hicimos el quite a una fiesta y nos quedamos charlando un largo rato. Hablamos de Nueva York, de Tsukuba, de La Tigresa del Oriente y de cómo la constancia la llevó al éxito en un ámbito en el que carecía por completo de talento. También hablamos de cómo hay que tomar la firme decisión de tomarse en serio las cosas que uno hace. Si uno escribe, y quiere escribir, tiene que escribir de verdad. Constante y metódicamente. La diferencia entre la gente que lo logra y uno es que esa gente está haciendo y uno no.

Es una decisión difícil, hacer de verdad. Decidir dejar de ser un “bum” como Rocky, empezar un proyecto y culminarlo. Me siento un poco loser de no haber hecho nada. (Digo esto después de haber enviado por primera vez un cómic a una convocatoria, así que soy la reina del autopalo y mejor me callo.)

También es inspirador y de gran ayuda tener acceso a ciertas esferas (anoto todo esto para que no se me olvide). No me doy cuenta pero estoy acá en un festival de cómic codeándome con gente que admiro mucho. En otro país no podría ni imaginarme llegar a algo así. Estoy en la escena y hasta ahora he desaprovechado mi presencia.

Me pregunto si el destino me puso en este cuarto con Gloria para que yo aprendiera un par de lecciones de vida y retomara el blog de una vez por todas y planeara ahora sí de verdad hacer un fanzine. Estoy que me duermo pero quedo muy inquieta. ¿Qué es lo que quiero hacer de verdad?

(Obvio que lo sé, obvio que lo sé, obvio que lo sé.)

La impresora láser

Una vez en el colegio me tocó trabajar en grupo con N. y, por lo tanto, tuve que ir a su casa. El apartamento de N. quedaba en una loma, allá donde están los edificios finolis cuyos apartamentos ocupan todo un piso y uno sale directamente del ascensor al vestíbulo, sin pasillos de por medio.

El apartamento de N. tenía las paredes verdes y los apliques dorados, como dictaban las normas de decoración bogotana de ese entonces. No recuerdo mucho más, salvo que imprimimos el trabajo en papel Kimberly y para el título empleamos la fuente de las portadas ochenteras de la revista Ideas. También recuerdo una cosa más, la más importante: al terminar de escribir, N. puso el papel gris moteado sobre una gran mole cúbica ubicada en una esquina del estudio. La mole se comió el papel y al instante lo devolvió calientico y cubierto de letras nítidas y negrísimas. Era una impresora láser y lo que hacía era magia pura.

No sé si esto ocurrió antes o después de adquirir nuestra primera impresora: una Canon bubble jet monocroma cuyo prospecto de compra me mantuvo con afán durante mi primer y único viaje a Manizales, poco después de mi cumpleaños número 11. Las calles tipo montaña rusa estaban muy bien y el nevado prometido no se veía nunca, pero yo quería volver ya a Bogotá para tener impresora y jugar a plasmar en papel las locuras que hacía en Creative Writer. Debo decir que para ser de inyección de tinta, la BJ-200ex era una máquina excelente. El otro día estuve sacando trabajos viejos del colegio y me sorprendí de la calidad de impresión de ese aparato. Además venía con un diskette con varias fuentes que no dudé en implementar en todas mis tareas.

Desde entonces he vivido fascinada con las impresoras láser. Sin embargo, llegar a tener una era absolutamente impensable. Mis papás nos trajeron impresoras a color después —nunca tan buenas como la Canon monocroma—, pero de impresoras láser ni se hablaba. Era ridículo querer algo tan empresarialmente costoso. Entonces usaba las que podía a mi alrededor. En Iowa, la universidad me dio un número de páginas para imprimir gratis, y como decidí no quedarme allá para terminar la carrera, aproveché para hacerme hojas adornadas a todo color con mi nombre en el encabezado y bordecitos bajados de esa novedosa maravilla dosmilera que era Clipart Online. En Los Andes prefería hacer fila y pagar en la sala de computadores del edificio B que volver a presentar un trabajo todo rojo por culpa de los caprichos de la impresora a color de la casa.

Nuestra impresora más reciente, una multifuncional cuyo escáner sacaba todo en degradé porque el bombillo solo alumbraba de un lado, me sacó una noche el letrero de “no hay tinta” poco después de habérsela cambiado. Me propuse no olvidar que necesitaba tinta nueva pronto y empecé a ir a un café Internet del barrio con reggaeton a todo volumen para imprimir cosas. Un día me devolvieron la memoria USB con un archivo nuevo llamado sex_algo_nosequé.lnk, y otro día me mandaron a usar yo misma un computador tan rebosante de malware que me tomó más de 15 minutos abrir un simple archivo PDF y mandarlo a la impresora. Láser. Me quisieron cobrar ese tiempo. Quería cobrárselo más bien yo a ellos porque quién me devuelve ese pedazo de mi vida. No volví al café Internet. Tampoco le volví a poner tinta a la multifuncional.

Entonces llegamos al fin de semana pasado. Estaba con mi papá en un almacén de electrónicos y vi una impresora láser con un precio perfectamente asequible para un ámbito no empresarial. Era monocroma, como mi primer amor. De repente se me ocurrió que ahora soy adulta y gano plata y puedo tener todo lo que quiera. Entonces me la compré, y de paso me compré también un escáner aparte.

Volví a la casa, la puse en el piso en la mitad de mi cuarto, ahí donde pudiera hacer más estorbo, y la instalé. Le mandé unos archivos aburridos pero urgentes. Salieron al instante, calienticos, nítidos y negrísimos. El sueño de toda una vida hecho realidad.

Arqueología de los papeles II: El misterio de la carrera equivocada

Se ha manifestado insistentemente un folleto en las cajas que estoy desocupando: “Lenguajes y estudios socioculturales”. Recordemos que antes de irme a Japón yo era la más miserable de las estudiantes de literatura en la Universidad de Los Andes. OK, estoy exagerando. Sé que estoy exagerando. Quiero creer que estoy exagerando, pero recuerdo que cada fin de semestre llegaba un momento en que me ponía a llorar de desesperación por estar haciendo trabajos sobre algo que no me interesaba en absoluto. Mi mamá decía que era la saturación típica de los finales, cuando uno ya solo quiere salir a vacaciones, pero poco a poco se fue haciendo evidente que no se trataba solo de eso. Digo “poco a poco” pese a que recuerdo que, en la primerísima semana de universidad, la única clase que me llamó la atención fue lingüística. Desde el puro principio yo sabía que estaba en el lugar equivocado.

Me estuve sintiendo mal un buen rato mientras me detenía en cada fotocopia y examen que iba botando. Por qué no seguí mi verdadera vocación (“La fonética”), por qué avancé tanto en una carrera que no me interesaba y en la que muchas veces me sentí adivinando las respuestas (“¿Cómo se concibe el tiempo en ‘El contemplado’?”), de dónde saqué la idea de que algún día sería escritora (“Hamartia”). No ayudó el hecho de encontrar algunos borradores de cuentos desastrosos en el camino. Y pensar que este blog todavía tiene el descaro de existir.

La racha de autopalo ocurrió a pesar de que acababa de ver unos formularios que indicaban que, para cuando solicité la beca de Japón, yo ya me encontraba en proceso de iniciar la doble carrera con lenguajes y estudios socioculturales. ¡O sea que no me estaba condenando a la desdicha total por siempre! No obstante, queda la incógnita de por qué elegí el mismo camino que me hacía infeliz cuando tuve la oportunidad de volver a empezar. Creo que en esa época pensaba que mi carrera era lo único que sabía hacer y que me serviría para convertirme en una gran traductora de textos en japonés. Eso no sucedió al fin, pero estudiar literatura en Tsukuba fue una experiencia completamente distinta a la de Bogotá y en cuanto a lo académico fui muy pero muy feliz.

(Incidentalmente, los muebles de mi apartamento se los compré a la traductora de Haruki Murakami al rumano.)

Cuando pienso en las cosas que me gustaban de Los Andes, siempre me remito a mis clases de japonés, francés, chino y latín. Seguro la habría pasado fenomenal en lenguajes y estudios socioculturales, pero si es solo cuestión de aprender idiomas, puedo hacer eso en cualquier momento y en cualquier lugar. Es más, debería dedicarme a eso ahora.

Encuentro de dos yos en una biblioteca

—Su última afiliación se venció en 2006.

Todos esos años habían pasado desde la última vez que estuve en la Biblioteca Luis Ángel Arango. El paso del tiempo era de cierto modo obvio: salvo por la entrada y la salida, yo no reconocía absolutamente nada en el edificio. La zona de afiliación quedaba en otro lado, los computadores eran distintos, había un café al final del primer piso. Sin embargo, durante mi breve estancia en el recinto fueron aflorando otros detalles que me confirmaron que este año era este año y no otro año, que ahí estaba esta yo y no la yo de antes. Y que entre las dos había un abismo enorme.

Mi papá me afilió a la BLAA para evitar el enorme gasto en libros que me traería el estudiar literatura. Me compró el libro de introducción a la teoría literaria, que fue el primero que me pidieron, y hasta ahí llegó. Mi pobreza de estudiante me obligaba a aceptar el hecho de que en cuatro años leería mucho, pero ningún libro sería mío. La única excepción es una copia defectuosa de la edición de la RAE de Don Quijote de La Mancha que compré con mis ahorros en preparación para una clase dedicada exclusivamente a este libro, clase que no llegué a tomar porque en vacaciones llamé al Icetex y me dijeron que había pasado la primera ronda del proceso de selección para una beca del Ministerio de Educación japonés.

(Nota al margen: detesto mi Don Quijote desde el día que lo compré porque tiene una arruga en el lomo. Me parece un descuido de mi parte haber elegido un libro con un desperfecto tan obvio, aunque también pudo haber sido un accidente posterior a la compra. Ahora que lo pienso, pobre libro. Merece cariño con su cicatriz y todo.)

La BLAA me vio llegar una tarde con un hombre alto y calvo que me había regalado medio melocotón tras encontrarme leyendo a Maquiavelo en una banca. El sujeto, un estudiante de física de otra universidad, había aparecido para poner a tambalear el orden de mi vida: la relación a distancia que venía manteniendo hasta ese momento se me antojó insulsa de repente en comparación con sus anécdotas anacrónicas. Entonces lo dejé tomarme de la mano en un café, lo dejé mirarme como me miraba, le reproché el haberlo arruinado todo. La biblioteca se convertiría en uno de nuestros destinos habituales en las tantas caminatas por el centro que constituirían la cotidianidad de nuestro amor.

Pero esta vez, este año, no estaba con él. Ya ni recuerdo cómo se siente besar a alguien más alto que yo. El pasado se hizo tangible en esa ausencia, en el subir una rampa de un salón a otro sin parar a leer el tablero de quejas y sugerencias. Entre ese él y la yo de ahora había mares de distancia, pero la biblioteca no los había alcanzado a ver. Aquí se entendía como un corte abrupto, una cinta rota y vuelta a pegar con escenas faltantes.

Tras hacer efectiva mi nueva afiliación, pasé por una mesa de libros en descuento. No sabía bien cómo llegar al otro extremo de la edificación para salir, así que me detuve un momento antes de buscar un letrero de ayuda. La yo de antes se limitaba a pasar saliva frente a las carátulas de Anthony Browne, consciente de que la mesada no daba para tantos lujos y los incentivos para volver a dibujar tendrían que esperar. Esta vez intenté mirar los libros con la misma cautela de antaño, pero esa ya no era yo. Quiero este y este y este y este y este otro. Y dibujar no se pone en duda. Bolsa en mano, recordé de repente cómo llegar a la puerta de salida. Ya me ubicaba perfectamente en mi viejo mapa interno del edificio, aunque sabía que ni este ni yo éramos los mismos. Fue como trazar las mismas líneas de un esbozo antiguo para dar con figuras completamente nuevas.

Me fui de la biblioteca pensando en lo que vendría ahora. Más viajes al centro, aunque sin caminatas románticas. Más lecturas, ojalá, pero todas radicalmente distintas de las obligaciones que me habían llevado allí años atrás. Compré una bolsa de bolitas de tamarindo en la tienda donde siempre solía parar y seguí mi camino.

Cosas que empecé a aprender y no seguí

francés (es un archivo dañado en mi memoria)
alemán (me gradué de Tsukuba y hasta ahí llegó)
chino (lo odié)
portugués (perdí el interés)
latín (me fui de Los Andes y hasta ahí llegó)
italiano (Tsukuba solo tenía nivel básico y lo tomé justo antes de graduarme)

crochet (no le puse mucha atención a mi abuela cuando me enseñó)
bordado (falta de paciencia; es como dibujar pero se demora mucho)

fotografía (llegué a Bogotá y se me acabó la inspiración)
pintura al óleo (el problema de dibujar rápido es que lo quiero todo listo ya)
caligrafía japonesa (fobia social)
sumi-e (el curso se acabó y hasta ahí llegué)

tiple (no sé qué se hizo el tiple de mi abuela)
bajo (en realidad quería ser cantante en la banda del colegio)
charango (me incomodó porque es como un ukulele al que le sobran cuerdas)

patinaje (huí apenas pasamos de los juegos al entrenamiento serio)
balonmano (huí apenas llegó el invierno a Tsukuba)

bailes de salón (fobia social)

QBASIC (apareció Internet)

Caldo de ministro

Alfabravo me dice que me acuerde de Forrester y deje de perder tiempo no escribiendo. Se supone que uno debe escribir sobre cualquier cosa para que tarde o temprano salga algo chévere. Yo he hablado de esto muchísimas veces en este blog pero no sobra repetirlo porque nunca aprendo la lección. Pero bueno, no importa porque no soy Jamal Wallace y si alguien me retara con un montón de citas literarias les respondería con mirada de llama, así como de “ni sé ni me importa”. Yo solo me sé las melodías de las canciones (porque tampoco las letras), y así es como termino tarareando el tema de Magnum, P.I., que es mi favorito entre todas las series habidas y por haber.

En realidad quería hablar de la pelea que tuve anoche con Cavorite, pero tampoco tengo mucho que decir al respecto salvo que tal vez no sea buena idea hablar del caldo de ministro cuando la otra persona intenta comerse un minestrone. Pero yo qué hago si suenan parecido; tenía que traer el tema a colación. “Has menoscabado uno de los pilares de mi vida”, osé decirle al pobre comensal, reclamando mi derecho a la libre expresión de porquerías. Además, si hay gente que come de eso es porque no es una porquería universal. Yo he comido escorpión, por ejemplo, y es muy rico.

Por otro lado, ojo a esto:

Origin of MINESTRONE

Italian, augmentative of minestra, from minestrare to serve, dish up, from Latin ministrare, from minister servant — more at minister

First Known Use: 1871

Me gustaría que hubiera una conexión etimológica real entre una sopa de pasta y verduras y una de testículos y pene de toro, pero minestrone no significa más que “sopota”. Sin embargo, ministro viene de minister (“sirviente”), y este a su vez de minus, que es menos. ¿Es el caldo de ministro una sopa de órganos que sirven? ¿Es una sopa de cosas minúsculas? ¿Es una sopa modesta para el gran poder viril que representa? Mi contacto con la lingüística ha sido escaso y poco ortodoxo, así que no me hagan caso porque quise saber pero en últimas no supe nada.

Lo cierto es que ambas son sopas pesadas y muy nutritivas, pero con una de ellas seguramente preferiría pasar hambre. No quiero decir con esto que rechazo del todo la ingestión de gónadas, empero, puesto que en Tsukiji comí uni crudito con arroz lo más de sabroso y resultó que eso es exactamente lo que están imaginando. Uno nunca sabe, tal vez Cavorite tenga razón y sea mejor comer en vez de hablar.

Tenemos miedo

Tenemos miedo de escribir. Tenemos miedo frente a una ventana pintada de rascacielos, sobre un arrozal enlodado, detrás de un escritorio tapizado de pendientes. Tenemos miedo porque a dos pasos de distancia alguien lo hace mejor, o por lo menos sí tiene algo que decir. En ellos hay pasos dados y proyectos en desarrollo y tertulias entre creadores en cultivo y estoy-en-el-mejor-momento-de-mi-vida. Mientras tanto yo —cada yo de este nosotros— tengo que luchar contra la libertad de buscar cualquier cosa entre el mar inmenso que se me ha dado. No quiero-no puedo-no quiero.

Alguna vez estuve en un círculo de creación literaria. Bueno, eso suena muy pomposo. Éramos solo cuatro (¿cuatro?) amigas de la universidad que nos poníamos tareas cada viernes y las leíamos a la hora de almuerzo. Como ninguno de mis intentos logró captar la atención de la Premio Nacional de Poesía que era una de las participantes —y creo que de nadie en general—, decidí que lo mío no era escribir y relegué al blog mis impulsos de contar cosas. No mucho tiempo atrás me había resignado a que lo mío tampoco era dibujar, así que para el final de mis días en Los Andes yo me había reducido a un manojo de inseguridades con ínfulas de japanofilia. Mi última y secreta esperanza era obtener la aprobación de un mítico personaje de Internet, pero sin textos que ofrecer eso no iba a ocurrir jamás. Corrijo: sin textos que ofrecer eso no va a ocurrir jamás.

No sé a qué iba con esta historia. Ah, sí: el miedo. El miedo a escribir es mucho más común de lo que pensaba —yo que me creía la única cobarde, o al menos la más cobarde de todas (aunque esto último sí puede ser verdad)—. Sin embargo, ya empiezo a sentirme bastante ridícula cargando con este temor. Esto no necesariamente quiere decir que esté tomando la decisión de hacer algo al respecto; es decir, llevo dos posts desvariando alrededor del tema, el equivalente escrito de las reflexiones de los futbolistas en Supercampeones antes de patear el balón. Lo único que sé, por lo pronto (y no sé si con alivio), es que somos varios los que miramos a lado y lado y vemos que por allá todo es bueno y aquí qué, aquí qué.

Cuatro de mayo

Qué bonito es el campus/fortín de Los Andes. Huele a matas y tiene una vista espectacular de la ciudad. Siempre lo extrañé mientras estuve en Tsukuba, aún con la plena conciencia de que en sus aulas no fui exactamente feliz.

Recorro uno de sus tantos caminos y siento como si hubiera soñado alguna vez que estuve ahí, corriendo del Au al R para no llegar tarde a clase de francés. Fue justo en esa clase que descubrí que no podría convertirme en una de esas personas que funcionan a punta de tinto.

“Nunca te vi”, me dice una recién conocida egresada de la facultad que abandoné. Lo sé, lo sé. Nadie puede dar fe de mi existencia en esos días —¡no sé cómo hizo Gazapos para encontrarme!—. Tuve que irme al otro lado del mundo, a los acantilados sobre la Nada, para poder dibujar algo sobre el espejo.

Forlorn

No me gusta la idea de irme de aquí, pero algunas cosas tienen que cambiar. No solo porque todos los ciclos se cumplen, sino porque hay condiciones en las que no es sano permanecer todo el tiempo. Sé que he sobrevivido, que he sido fuerte y que he aprendido a ver la belleza en medio de las ruinas, pero a veces me doy cuenta de que en realidad tengo las uñas clavadas al borde de un abismo. Soy como el monje del cuento que nos contaba Ariza Sensei en clase:

Un monje va caminando por ahí y de pronto se topa con un par de tigres. Corre y corre pero en su angustia tropieza y cae por un risco, con tan buena suerte de alcanzar a aferrarse a una raíz suelta. Pasado el susto inicial, respira profundo y evalúa su situación: está colgado de una raíz que probablemente no lo sostenga por siempre, tal vez apoyado pobremente sobre algún par de rocas. Seguramente se cansará tarde o temprano. Arriba lo esperan los tigres; abajo, un precipicio del cual aún no llega el eco de las piedras que él ha hecho rodar. Entonces se da cuenta de que justo a su lado crece hay un jirón verde del que penden unas bayas maduras. Las prueba. Están ricas.

Creo que acabo de perder el hilo por pensar en el monje y las bayas y el Sensei contándonos el cuento en un salón del edificio O en Los Andes. Hace poco compré una cantidad descomunal de fresas y me las he venido comiendo con leche condensada, tal como me enseñó Minori. Estábamos sentados en el comedor de mi casa en Bogotá sumergiendo fresas en ese azúcar viscoso. Al principio creía que era parte de sus gustos excéntricos, pero luego aprendí que en Japón la temporada de fresas —es decir, ahora en invierno— es temporada de fresas con leche condensada. En realidad una de las grandes lecciones que me dejó Japón es que Minori no tenía gustos propios, sino que todo hacía parte del Paquete Estándar de Personalidad Japonesa que venía en su disco duro. Hablando de leche condensada, en Vietnam siempre se endulza el café con leche condensada. Creo que es el café más rico que me he tomado en la vida. La leche condensada allá es no es muy dulce, por lo que uno puede echar un montón y queda el mejor café con leche de la historia de la humanidad. Por el contrario, el café vietnamita de Crepes and Waffles en Colombia es una bomba neural con sabor a falta de amor por la vida.

¿En qué iba? Ah, sí, en que empiezo a pensar que todo lo estoy haciendo mal si lo mejor que se me ocurrió para solucionar el problema de la soledad fue meterme a una iglesia bautista. O no sé. A mí me funcionó, al menos. No en el sentido religioso, sino en, por ejemplo, saber que un niño de tres años me recuerda y me llama a jugar con él y me llama Lola-chan y cuando ve cierto esfero de colores le menciona a su mamá que yo se lo regalé a ella hace poco más de un año. Supongo que esa idea debería servirme de consuelo cada vez que tengo la sensación de que no estoy en la cabeza de nadie nadie nadie nadie. No obstante, no dejo de preguntarme si mi existencia se limita a lo que está consignado en este blog. No a los sucesos que suscitan cada texto sino al texto en sí. Me pregunto si fuera de aquí existe algún trazo de mí.

[ We Won’t Run — Sarah Blasko ]