Monthly Archive for January, 2014

2014-01-29

No puedo hacer de mi vida algo altamente poético. No estoy en un proceso de autodescubrimiento ni ha cambiado nada significativamente. Mi cuerpo está igual. Mi mente está igual. Tengo el mismo trabajo y no he hecho nuevos amigos. Bueno, de pronto uno, no estoy segura.

Ayer fui a tomar algo con un biólogo que conocí en los eventos de Parques Nacionales donde estuve trabajando el año pasado. No recuerdo cómo fue que nos pusimos a hablar, creo que fue cuando me prestó sus binoculares para ver a los flamencos en un lago en el desierto y de ahí resultó que a ambos nos gustaba viajar. Tenía una anécdota buenísima de su primer viaje a la India pero no la reproduciré acá porque fijo se encuentra este blog y se convence de que a mí lo único que me gusta es burlarme de la gente. El caso es que yo era la intérprete y tenía que estar pendiente de los ilustres visitantes extranjeros, así que no podía ponerme a discutir pasajes baratos ni accidentes gastronómicos en tierras lejanas por más que quisiera.

En noviembre del año pasado hubo un evento más y me lo volví a encontrar. Otra vez intentamos hablar. Otra vez no se pudo. Me despedí de él en medio de la confusión de todo el mundo tomándose fotos y dándose abrazos. Me pidió que le anotara mi número de celular en un pedacito de papel minúsculo y arrugado. Le dije que fijo lo iba a perder. Al parecer no lo hizo porque reapareció hace poco y terminamos sentados en un café del Park Way comiendo nachos con queso y hablando de cosas como esa vez que los mejores vulcanólogos del mundo se dieron cita en el Galeras y el volcán les explotó en la cara.

Y ya. Una postal de mi vida para su posterior repaso. No sé por qué la escribí pero aquí está.

Primeros acercamientos a los cerros de Bogotá

La primera vez que subí una montaña en Bogotá fue en 2008. Subí por las razones equivocadas: porque Himura lo había hecho antes con la estudiante de intercambio alemana que le gustaba y yo quería hacer todo lo que ellos habían hecho en mi ausencia en aras de convertirme en un ser más deseable para él. En ese entonces yo encontraba imposible el que alguien pudiera quererme a mí por ser yo y no alguien más dechado de virtudes —es decir, con más belleza, mayor disposición a la actividad física y mejores inclinaciones académicas—, así que sentí que tal vez por vía de imitación podría alcanzar algún grado de aceptabilidad. Sobra decir que el asunto empezó mal y terminó peor. Yo quería morirme en la subida gracias a mi nulo estado físico, él me regañaba, el agua de la cascada que finalmente alcanzamos me heló hasta el tuétano y él solo gruñó “tú te lo buscaste”.

Apenas regresé a Japón, al final de las vacaciones, me terminó. Obvio, cómo más iba a acabar esta historia.

Pienso en esto porque he vuelto a subir una montaña en Bogotá. En noviembre del año pasado me metí en una conversación ajena en Twitter y gracias a eso terminé visitando la Quebrada La Vieja con Alejandro Martín. Este no es el mismo cerro de antes (aquella vez fue el Pico del Águila) pero sentí que la ocasión podría servirme para reescribir el recuerdo amargo, así que me puse la misma ropa que llevé la vez anterior.

Himura y yo en 2008
2008

Yo en 2013
2013

No tengo idea de cómo mejoró mi resistencia de 2008 para acá, tal vez fue por virtud de haber atravesado arrozales en bicicleta durante cuatro años, pero el caso es que esta vez no quise morirme en la subida y más bien quedé encantada. Tanto así que ayer repetí el paseo con mi mejor amiga del colegio y una amiga de ella. Lo emocionante del asunto no se limita a haber hecho una especie de acto de psicomagia para exorcizar un mal recuerdo sino que me llevó a darme cuenta de que en poco más de cinco años he cambiado un montón, no solo en lo que a mi estado físico respecta. Ya no estoy pensando en llenar requisitos para agradarle a alguien porque el ser yo está bien, y si sé menos que otras personas o corro menos o deslumbro menos con mis atributos, eso también está bien.

Es raro pensar en los cerros de Bogotá como lugares que se pueden visitar y no un simple telón de fondo que cambia de color según el clima. La Quebrada La Vieja es un tesoro oculto al final de la calle 72 (¡la mismísima calle 72!) que se puede visitar temprano en las mañanas de lunes a sábado. Al adentrarse en el bosque, el ruido de la ciudad desaparece por completo y es reemplazado por sonidos de pájaros, agua y ramas meciéndose al viento. Cuesta creer que hay avenidas llenas de buses ahí al lado y que esto sigue siendo Bogotá. A medida que se avanza, el paisaje va cambiando de tal manera que uno se siente pasando mundos en un juego de correr y trepar. Mi parte favorita es un bosque de pinos donde las agujas caídas absorben el ruido de los pasos y el silencio da la impresión de no estar andando de verdad.

Ahora espero seguir volviendo a la montaña y conocer más montañas. Estoy segura de que hace unos años no habría dicho esto ni en sueños, por lo cual sigo sorprendida.

Cosas que olvidé mencionar de 2013

  • Me reencontré en Buenos Aires con Masayasu, mi amigo de Tsukuba
  • Me salió un lunar nuevo en la palma de la mano (durante varios días creí que era una mancha de tinta, ya que su aparición coincidió con los primeros días de clase en la Universidad de Hawaii)
  • Vi a Les Luthiers en vivo
  • Visité Fallingwater
  • Conocí la sede central de Twitter (y probé su exquisito café helado)
  • Vi flamencos aprendiendo a volar
  • Me corté un dedo con mi propio pelo
  • Me hice dejar de un vuelo a lo Before Sunset
  • Fui un personaje de cómic
  • Me metí a un gimnasio (con variados grados de disciplina)
  • Volví a un karaoke japonés después de muchos años (aunque no en Japón)
  • Conocí a uno de los intérpretes de los Juicios de Núremberg
  • Le compré a Cavorite un tajabananos
  • Recibí libros con bonitas dedicatorias
  • Me robaron la maleta (y luego me la devolvieron)
  • Me desmayé

2014 (The Life of the Party)

En casa de mi tío (hermano de mi mamá) hubo una gran fiesta para celebrar Año Nuevo. Poco después de medianoche, tras los saludos y abrazos de rigor y después de negarme a recibirle a la ex esposa del cuñado de mi tío una rebanada de pan que había que comerse para la prosperidad o algo así (cómo me voy a embutir un pan con esta llenura), me acomodé en un sofá del estudio y me quedé dormida mientras en el salón contiguo todos bailaban.

Al otro día mi abuela paterna nos dio ajiaco y pasta (nota mental: nunca repetir esta hazaña estomacal) y por fin nos reveló la receta de su ponqué, mantecada y buñuelos dulces. Una de las tareas este año es prepararlos bajo su supervisión para contar con su visto bueno y mantener la tradición. La otra tarea importante es hacer un dibujo cada día en un cuaderno de tapas rosadas que compré el 31 de diciembre antes de zamparme aquel helado de mil sabores con Cavorite.

Fue un día bonito; hizo mucho sol, mis padres y yo le dimos una vuelta al barrio de infancia de mi papá, atravesamos las humaredas de varios asados y les tomamos una foto a unas flores moradas bonitas que había en un antejardín de esos que ya no existen en los edificios nuevos.

No tengo un plan ambiciosísimo para este año, apenas seguir haciendo lo que me gusta pero con más frecuencia. El asunto se torna ligeramente más complicado cuando “lo que me gusta” comprende todo un abanico de actividades, pero no importa. Es lo que me hace feliz, y si ser feliz es así de fácil, entonces qué estoy esperando.