Archive for the 'kanashimi' Category

At a Party (Briefly): Revenge of the Chili Cheese Fries

¿Recuerdan que estuve en una fiesta el sábado? ¿Y recuerdan que pedí unos chili cheese fries y estaba arrepentida de hacerlo? Pues bien, no sabía qué tan arrepentida podía llegar a estar hasta que abrí los ojos al otro día. Terminé de leer un libro que no me gustó con cierta sensación desagradable en el estómago. De repente me encontré rebotando de la cama al baño y del baño a la cama. Al principio pensé que sería uno de esos episodios de diarrea matutina tan comunes en el colon irritable. Oh, no, ya hubiera querido yo. Tomé algo de líquido y vomité con tanta fuerza que se me reventaron los vasos sanguíneos y ahora parece que tuviera un sarpullido en toda la cara.

A mediodía intenté sostener una charla larga con Cavorite pero me tocó colgar porque no podía del dolor de estómago. Dormí. No sé qué soñé. El dolor se entremezclaba con el sueño. El fiero sol de la tarde me calentaba los pies sobre la cama. Abrí los ojos y me fijé en el azul del cielo tan brillante. Vi el azul apagarse. Al anochecer prendí la luz e intenté distraerme con videos estúpidos sobre “Los 10 mejores actores en imitar otros acentos” y “Los 10 actores con los detalles físicos inusuales más memorables”. Pero el dolor persistió. Persistió a tal punto que cerré el computador y confié en que alguien pasaría a revisar cómo estaba y apagaría la luz, porque yo no podía pararme a hacerlo.

Nadie pasó.

Debían ser las cuatro y algo de la mañana cuando me desperté y me di cuenta de que la luz seguía prendida. Entristecida pero ya un poco más aliviada, me levanté, apagué y volví a dormir otro rato.

Hoy he subsistido a punta de galletas y limonada. Las galletas me hacen doler un poco pero no tanto como lo harían otras comidas. Mi papá volvió del trabajo y preguntó por Misaki, completamente ajeno a mis penurias recientes. Me llamaron de un almacén porque me cobraron mal una compra que hice el día de la fiesta y esperaban que yo fuera a corregir el pago hoy; terminé gritándoles porque estoy rodeada de gente y nadie, nadie se ha hecho ninguna pregunta con respecto al hecho de que yo haya estado encerrada ayer todo el día retorciéndome de dolor y hoy casi no haya probado bocado. No he prendido la luz por temor a no poder apagarla después y que nadie lo haga por mí.

No desearía ser una de esas estrellas de las redes sociales por las que todo el mundo pregunta, pero creo que me gustaría que a alguien le diera al menos un asomo de curiosidad el estado actual de mi existencia. Al menos en Tsukuba la soledad era obvia.

Papá Julito

Papá Julito no estaba hecho de carne y hueso, o al menos no primordialmente. Estaba hecho de palabras. Esto le dio una gran ventaja cuando le falló el cuerpo, pues entonces descubrimos que se había multiplicado en todos nosotros.

Mi abuelo materno tenía tantas historias para contar que hasta el último instante lo oí murmurando algo sobre un señor muy bajito que tenía un caballo mucho más grande que él y que era respetado en todo el pueblo. Papá Julito trazaba un puente que se extendía a través del tiempo hasta el puerto de Beirut, de donde había zarpado su abuelo en misión de negocios, y pasaba por un caserío de Córdoba llamado Tres Piedras. En el mundo que cargaba consigo había, entre un sinnúmero de cosas, una casa con un telégrafo, el olor del chicharrón recién hecho en las mañanas, frases en árabe y la canción que anunciaba el principio de las funciones de un cinema de pueblo.

La última vez que nos vimos me preguntó si otra vez saldría para Pittsburgh. Asentí. “Que no se le vaya a volver vicio”, bromeó con el hilito de voz que le quedaba. No es esa lucecita apagándose la que recuerdo más, empero, sino un haz poderosísimo que una tarde me retó a un concurso de risa y yo perdí del susto de pensar que con esa carcajada arrolladora le iba a dar un infarto.

Quién sabe adónde irán a parar los cuentos que no nos alcanzó a referir, las cosas que nos dijo y olvidamos, lo que fui incapaz de anotar por miedo a la tristeza que me embargaría si llegara a releer sin tenerlo al lado. No obstante, creo que el puñado de frases que alcanzamos a retener es suficiente para no ver su desaparición como una ausencia total. Es cierto que ahora faltan algunos elementos importantes, que ya no podemos sentir sus manos arrugadas y frías ni pedirle un beso en la frente, pero no es sino que nos pongamos a hablar para que se manifieste de inmediato entre nosotros.

“Vea usted”, decía él que decía yo que decía él.

3.11

Durante todo el tiempo que viví en Japón me pregunté constantemente qué haría si el Gran Terremoto del que tanto advertían me cogiera en un lugar concurridísimo. El peor escenario era la estación de Shinjuku, indudablemente. Sin embargo, estas reflexiones nunca se tradujeron en la consideración de la amenaza como algo real. Uno no espera, de verdad no espera que las cosas sucedan de esa manera.

“El Japón que conoces ya no existe”, me escribió Hazuki en una carta que recibí para mi cumpleaños el año pasado. Creo que alcancé a notar el cambio cuando por fin pude volver a Tokio después del terremoto. Todo, desde la misma estación de Tokio, estaba a media luz y en silencio. Era como si Tsukuba se hubiera expandido y se hubiera tragado la región entera. Ese es el Japón que abandoné y que sigue ahí, según parece. El “según parece” es la parte que me duele. Desde el 11 de marzo de 2011 no he sabido nada de primera mano.

A veces me siento culpable por no haber estado en Tsukuba en ese momento y tampoco haberlo estado mucho tiempo después. Puedo jurar que lo mío no fue huida, pero se parece mucho a todos esos casos de extranjeros que acamparon en Narita para largarse en el primer avión que los llevara. O no sé si se parece. Se parece en que no pude entregar el apartamento como debería y dejé un montón de cosas botadas. Se parece en que no he vuelto a pisar suelo japonés y eso aún me entristece. Siento como si al haber estado en Nagasaki hoy hace un año y tener mi tiquete de regreso a Colombia reservado para el 31 de marzo me hubiera deshecho deliberadamente de la responsabilidad de una catástrofe que nadie pudo haber previsto ni controlado. Como si mi fortuna me hubiera quitado el derecho al miedo, a la incertidumbre e inmensa soledad que de hecho sentí.

No puedo hablar de la tragedia en sí porque no estuve ahí. Ha pasado un año y sigo sin entender nada.

Papá Rafico

El año antepasado descubrí que mi abuelo paterno aún leía ciencia ficción. No recuerdo qué libro era el que encontré en su mesa de noche un día de visita, pero me sorprendí al verlo. Fue grato pensar que los libros que había tomado prestados de su biblioteca durante unas vacaciones de adolescencia no eran un tesoro olvidado de viejas épocas. Mi abuela también tenía uno por su lado, creo, además de las Selecciones del Reader’s Digest de siempre. O las Selecciones estaban en aquel mueble detrás de la Reclinomatic, ya no sé.

La Reclinomatic en la que Papá Rafico estaba sentado la última vez que lo vi no era la misma cuyo espaldar yo empujaba cuando chiquita para caer mientras se extendía como si de un gran balancín se tratara. No sé cuándo hicieron el cambio. Mis recuerdos de la casa de mi abuelo se han solidificado en un gran bloque en el que todo ocurre al tiempo. Se concentran todos en mi infancia con un saco azul y lila y dos trenzas, en la pared aguamarina de la sala que ya no lo es, en la sucesión de perros que ladraban cuando uno timbraba, en una calavera de caimán secándose en la última esquina del patio. Y estoy yo creciendo en esa casa y viendo cómo en el perchero del vestíbulo ya no guindan mi ruana de lana sino que cuelgo yo mi chaqueta. Entonces nos quedamos todos parados allí y esperamos a que mi abuelo baje a saludarnos. Baja las escaleras cada vez más lentamente.

El año pasado pasé una tarde viendo dibujos animados con él. Vimos Phineas y Herb, que yo no conocía, luego un documental sobre videos de deportes extremos y, finalmente, Los padrinos mágicos. Salvo por el televisor, el cuarto estaba en silencio. A veces él dormitaba, a veces lo hacía mi abuela en la cama. De repente me acomodé un poco y la silla crujió. “Qué pasa, ¿no le gusta?” preguntó mi abuelo. Cómo no me iba a gustar, si estaba siendo testigo una vez más de lo que más me gustaba de él. Cuántos años tenía y aún amaba los dibujos animados. Esa es la única frase que recuerdo de aquel encuentro. Ni siquiera estoy segura de estar citándola bien, pero ahí me veo, sentada con él. Despidiéndome. Tomándole la mano y asegurándole que esto —lo que me mantiene tan lejos— ya se va a acabar.

Realmente faltaba poco.

Pero —pienso después de tomar aliento— estuvo muy bien esa tarde. Esa y todas las otras tardes, y su voz diciéndome “hija” y los besos que le daba a mi abuela y esa vez que dio un par de pasos de bolero a solas en el pasillo cuando estaba arreglando el jeep. La casa. La finca. Los libros. Su foto en uniforme. Los aviones. El color de piel de mi papá. Los recuerdos de su vida en mi vida, que son la presencia de él en todas partes.

2010 (Reprise)

El año del ukulele. El año de los dibujitos. El año de la bisutería. El año de Sia. El año de Tsukuba – Guam – Kioto – Nara – Tokio – Ginebra – Lyon – Montreux – Aigle – Lausanne – París – Amsterdam – Lisse – Seúl – Bogotá – La Dorada – Pandi – Buenos Aires – Nueva York – Naoshima. El año de la tesis. El año de la mudanza de los blogs. El año del hikikomorismo.

Un año que prometía ser el más feliz de mi vida pero al final resultó un timo total. Uno en el que aprendí que si bien el amor todo lo puede y todos lo buscan, el mío es una cosa estorbosa de poder nulo.

Un año compuesto de millones de instantes. Las conversaciones cantadas con Cavorite. La noticia del matrimonio de Minori. Mi abuelo en cuidados intensivos hablándome de aritmética. Los desayunos con Yurika en el parque. El mejor helado del mundo en cama con mi hermana. Hazuki en mi casa, en ruana. María Lucía y Ueo a la vera del río. Una flor roja en el pelo de Amber. El peor cólico del mundo en una banca rodeada de venados, al lado de j. El milagro navideño del pollo frito de combini con Azuma. Mer y Santiago tiñendo de felicidad el subway. El CERN. El KEK. La JAXA. “Vous êtes jolie”. Cada uno de los cuatro mil sánduches que elaboramos o compramos con Cavorite. El pescado más gracioso del planeta en compañía de Yin y Azuma. “Wonderwall” a dúo para un público ribereño. El reencuentro con Alicia. El museo Chichu, la antesala del cielo. Un vuelo NYC-Tokio pasado por agua. Aquella persona que quise tanto conocer y no pude. La gran película de acción que fue la entrega de la tesis. Los traboules. Las postales. Los lápices de colores. Las torres de libros.

Ahora estoy enferma y no puedo levantarme a darle un final decente a este año de telenovela, pero bueh. De todas maneras el final final, el definitivo, inexorable e impajaritable, vendrá en marzo. Este es solo un cambio de fecha en el frío del invierno. Bah, bah, bah y recontra bah.

相手の心

Nunca voy a entender. No importa cuánto lea e investigue y reflexione, jamás voy a entender. Es apenas obvio. Y aún así no dejo de intentar porque qué más puedo hacer. Estar. Estoy. Me pregunto si he logrado hacérselo saber, si sirve de algo, si por siquiera un instante ha servido de algo.

[ Seven Seconds— Youssou N’Dour & Neneh Cherry ]

The Magnificent Game of Love and Courage

En distintos lugares del mundo y con un desfase de alrededor de dos meses, un hombre de 85 años y un niño de 3 días se aferran con lo poco que les queda o hasta ahora tienen a este mundo. Atravesando las paredes y los océanos hay hilos invisibles que los atan a los pensamientos de tantos otros seres que hacen lo posible por seguir caminando sin distraerse. Recuerdos e ilusiones. Las historias que quedaron sin ser contadas. Las canciones que no se enseñaron. Un problema de matemáticas. Un libro de cuentos. A una de estas dos personas la conocí y pasé con ella mucho pero muchísimo tiempo. A la otra me moría por conocerla y pasar con ella mucho pero muchísimo tiempo. O lo razonable. Pero no sé qué es lo razonable para alguien que de antemano uno quiere tanto.

No puedo decir que alguno de ellos haya perdido la lucha o que el otro tarde o temprano lo hará, por más que se hayan encontrado en extremos opuestos de una línea del tiempo. Ambos han ganado. La vida que han tenido les ha valido para cambiar su entorno de manera radical. Y no hablo de ganar elecciones parlamentarias ni nada de eso. Hablo de la capacidad extraordinaria que han tenido estos héroes, nuestros héroes, para transformarnos por dentro, para darnos una felicidad que nos dure lo suficiente como para emprender la lucha nosotros mismos también. Si ponemos atención nos daremos cuenta de que lo que ha ocurrido allá afuera, alrededor de esa gran batalla interna, ha sido una acumulación desbordante de amor. Todos nos hemos reunido en torno a ellos; les hemos dado partes de nosotros a como diera lugar con la esperanza impotente de ayudarlos a pelear más y mejor.

Al final del proceso ellos se van (no sabemos aún por qué), pero ese amor queda. Queda para que lo compartamos y para que nos ilumine cuando nos sintamos solos e irredentos. Ahora sabemos —aunque lo hemos aprendido de la manera más dolorosa posible— que no es justo rendirnos en nuestra relativa completud cuando ellos, sin siquiera dientes ni uñas para luchar, lo hicieron de manera tan pero tan valiente.

[ Pigeon — Jump, Little Children ]