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Kill Your (Culinary) Idols

Durante el primer fin de semana de mi más reciente estancia en San Francisco, Cavorite y yo organizamos un paseo a San José para conocer un supermercado japonés, Mitsuwa. Invitamos a Naoki, compañero japonés de la maestría de Cavorite en Pittsburgh, y ahora amigo de los dos.

Mitsuwa tiene sedes en California, Nueva Jersey e Illinois. La de Illinois la conocía yo porque Minori me llevaba allá cuando vivíamos en una esquina de Iowa. Inevitablemente, en algún momento terminé hablando de él. Mientras esperábamos por nuestro almuerzo en un restaurante les conté que lo único que extrañaba de él era su cocina, y que antes de que a Cavorite lo agarrara la fiebre culinaria yo anhelaba estar nuevamente con alguien que cocinara. Minori —corre un video imaginario ambientado en una casa rural japonesa de luz tenue— se la pasaba en la cocina con su mamá desde que era chiquito, y empezó a cocinar a los diez años. A veces me mostraba su libro de recetas, del cual yo no entendía ni un ápice. Naoki preguntó qué preparaba. (Aquí la cinta se corta abruptamente.) Yo solo recordaba el korokke (croquetas de papa), el karē raisu (arroz con curry) y el kurīmu shichū (estofado cremoso).

—Pero el karē y el shichū son cocina básica, ¿no?— dijo Naoki.

Palidecí ante la revelación. Yo misma puedo hacer karē y shichū sin problemas. El último rezago de admiración que me quedaba por mi primer novio serio se acababa de esfumar.

—Aunque el korokke es complicado—, fue el consuelo que me ofreció al verme así.

Tantas canciones y películas dedicadas a exaltar las virtudes del primer amor, a añorarlo profundamente, y resulta que todo es una colección de recuerdos distorsionados de una mente inmadura. Afortunadamente no hubo mucho tiempo para reflexionar al respecto porque llegaron nuestros platos —chirashi para ellos, unadon para mí— y pasamos a asuntos mucho más importantes.

Camas heladas

Hace frío.

En realidad hace sol, pero su única función es iluminar y engañar a la gente, haciéndole creer que este es un día espléndido. Va uno a ver y no. En este momento la temperatura es la misma aquí y en Anchorage, Alaska.

Anoche me metí a la cama a eso de las diez de la noche. Me abracé y me hice un ovillo mientras intentaba conciliar el sueño. Un rato después apareció Cavorite. Quise acercarme a él en busca de calor corporal pero tenía las manos escandalosamente heladas. Salté al extremo del colchón como si me hubiera pasado corriente. Me puse a temblar. Entonces trajo una cobija extra y por fin pude hacerme otra vez un ovillo, esta vez recostada contra él, cerrar los ojos y quedar fundida.

Acabo de caer en cuenta de que hace unos trece años estuve en una situación parecida.

El apartamento de Minori en Dubuque, Iowa, tenía un sistema de calefacción sumamente débil. La casa donde se suponía que yo vivía era bien calientita, pero quién quiere estar tostadito y cómodo en soledad cuando se pueden pasar penurias en compañía. El edificio donde vivía Minori se estaba hundiendo hacia un lado. Si uno ponía una botella quieta en el piso, esta empezaba a rodar (hicimos el experimento). Se podía sentir el mareo de estar ligeramente de cabeza si uno se acostaba del lado que no era.

El invierno llegó rapidísimo a Iowa y los radiadores del apartamento se encendieron, pero no había mucha diferencia entre eso y nada. Por la noche yo me ponía una pijama de manzanitas que me había regalado mi abuela, me tendía de costado y empezaba a patear frenéticamente para que la fricción calentara las sábanas. No era posible quedar dormida de primerazo. No entiendo por qué nunca le buscamos una solución al asunto, con lo fácil que era. Creo que ese año no le busqué solución a nada. Volví a Bogotá con diez kilos de más.

El apartamento en San Francisco también tiene radiador, pero no sabemos cómo funciona (si es que lo hace). Al menos las noches aquí solo alcanzan los 9ºC en vez de -23ºC, pero temo que mi resistencia al frío ha empeorado. Quisiera rematar con algo bien cursi sobre el amor y los abrazos y el calor, pero lo único que puedo declarar es que necesito una pijama más gruesa.

La impresora láser

Una vez en el colegio me tocó trabajar en grupo con N. y, por lo tanto, tuve que ir a su casa. El apartamento de N. quedaba en una loma, allá donde están los edificios finolis cuyos apartamentos ocupan todo un piso y uno sale directamente del ascensor al vestíbulo, sin pasillos de por medio.

El apartamento de N. tenía las paredes verdes y los apliques dorados, como dictaban las normas de decoración bogotana de ese entonces. No recuerdo mucho más, salvo que imprimimos el trabajo en papel Kimberly y para el título empleamos la fuente de las portadas ochenteras de la revista Ideas. También recuerdo una cosa más, la más importante: al terminar de escribir, N. puso el papel gris moteado sobre una gran mole cúbica ubicada en una esquina del estudio. La mole se comió el papel y al instante lo devolvió calientico y cubierto de letras nítidas y negrísimas. Era una impresora láser y lo que hacía era magia pura.

No sé si esto ocurrió antes o después de adquirir nuestra primera impresora: una Canon bubble jet monocroma cuyo prospecto de compra me mantuvo con afán durante mi primer y único viaje a Manizales, poco después de mi cumpleaños número 11. Las calles tipo montaña rusa estaban muy bien y el nevado prometido no se veía nunca, pero yo quería volver ya a Bogotá para tener impresora y jugar a plasmar en papel las locuras que hacía en Creative Writer. Debo decir que para ser de inyección de tinta, la BJ-200ex era una máquina excelente. El otro día estuve sacando trabajos viejos del colegio y me sorprendí de la calidad de impresión de ese aparato. Además venía con un diskette con varias fuentes que no dudé en implementar en todas mis tareas.

Desde entonces he vivido fascinada con las impresoras láser. Sin embargo, llegar a tener una era absolutamente impensable. Mis papás nos trajeron impresoras a color después —nunca tan buenas como la Canon monocroma—, pero de impresoras láser ni se hablaba. Era ridículo querer algo tan empresarialmente costoso. Entonces usaba las que podía a mi alrededor. En Iowa, la universidad me dio un número de páginas para imprimir gratis, y como decidí no quedarme allá para terminar la carrera, aproveché para hacerme hojas adornadas a todo color con mi nombre en el encabezado y bordecitos bajados de esa novedosa maravilla dosmilera que era Clipart Online. En Los Andes prefería hacer fila y pagar en la sala de computadores del edificio B que volver a presentar un trabajo todo rojo por culpa de los caprichos de la impresora a color de la casa.

Nuestra impresora más reciente, una multifuncional cuyo escáner sacaba todo en degradé porque el bombillo solo alumbraba de un lado, me sacó una noche el letrero de “no hay tinta” poco después de habérsela cambiado. Me propuse no olvidar que necesitaba tinta nueva pronto y empecé a ir a un café Internet del barrio con reggaeton a todo volumen para imprimir cosas. Un día me devolvieron la memoria USB con un archivo nuevo llamado sex_algo_nosequé.lnk, y otro día me mandaron a usar yo misma un computador tan rebosante de malware que me tomó más de 15 minutos abrir un simple archivo PDF y mandarlo a la impresora. Láser. Me quisieron cobrar ese tiempo. Quería cobrárselo más bien yo a ellos porque quién me devuelve ese pedazo de mi vida. No volví al café Internet. Tampoco le volví a poner tinta a la multifuncional.

Entonces llegamos al fin de semana pasado. Estaba con mi papá en un almacén de electrónicos y vi una impresora láser con un precio perfectamente asequible para un ámbito no empresarial. Era monocroma, como mi primer amor. De repente se me ocurrió que ahora soy adulta y gano plata y puedo tener todo lo que quiera. Entonces me la compré, y de paso me compré también un escáner aparte.

Volví a la casa, la puse en el piso en la mitad de mi cuarto, ahí donde pudiera hacer más estorbo, y la instalé. Le mandé unos archivos aburridos pero urgentes. Salieron al instante, calienticos, nítidos y negrísimos. El sueño de toda una vida hecho realidad.

Arqueología de los papeles

En mi cuarto hay unas cajas arrumadas por ahí. A veces pienso en ellas, me digo que debería deshacerlas porque ya ni sé qué hay adentro y necesito el espacio para poner mi maleta nueva. O bueno, hasta hoy las había.

En algún momento de esta tarde, impulsada no sé exactamente por qué, decidí abrir las cajas y deshacerme de ellas de una buena vez. Pero oh, espera, no tan aprisa. Creo que un titular de carnada de clics sería apropiado para el instante inmediatamente anterior a la apertura de la primera caja: “Esta persona abrió unas viejas cajas de cartón arrumadas en su cuarto. Lo que encontró en ellas cambió su percepción de las mudanzas para siempre”.

La tarea era aparentemente inofensiva: una caja, debajo otra y debajo otra y debajo otra. Pero a medida que avanzaba me di cuenta de que cada una era más capa geológica que cubo de cartón. Hasta tesoros había: encontré nada menos que un disco duro portátil que juré haber perdido en la mudanza Tsukuba-Bogotá. Fue un momento muy Indiana Jones, pero sin ratas ni serpientes ni esqueletos. Excavo y saco guacas.

Ahora voy en que debo llegar antes del 21 de agosto de 2002 a Dubuque, Iowa para asistir a un campamento de integración de estudiantes internacionales. Ahí voy a conocer a un japonés pelilargo al que luego me voy a volver a encontrar en un asado y le voy a pedir que me lleve de vuelta al dormitorio porque quien me había traído se fue sin mí. Y ese va a ser mi novio. A ese novio, que ahora está casado (con alguien que no soy yo) y vive en Tokio, le acabo de escribir para preguntarle si quiere una foto de su grado que recién apareció en un sobre.

Siento que este es un proceso opuesto al del regreso de Japón: en vez de forzarme a aceptar la inexistencia de mis cosas —así algunas aparezcan luego inexplicablemente—, estoy cada vez más abrumada por la manera como prácticamente todo lo que llegué a tener en Dubuque está acá, once años después. Esto también significa que las cosas de Japón, perdidas o no, pasarán al olvido tarde o temprano. Ese es un buen consuelo.

 

Quand le ciel bas est lourd

No quiero llegar triste a mi cumpleaños. El año pasado lo hice, pero tuve el aliciente inmediato del curso en Honolulu. Extraño Honolulu. Es una lástima que la Universidad de Hawaii no tenga maestría en interpretación porque me iría derechito allá y buscaría quedarme en la isla de Oahu por siempre. O por un buen rato, al menos. Llevo tres años y medio en Bogotá y el cielo gris me está pesando.

Hoy es el cumpleaños de una amiga que tenía en Dubuque. No hablo con ella desde hace mil millones de años. Podría decir con toda seguridad que ya no es mi amiga, pero ahí está en Facebook. De mi paso por Iowa no me queda ningún amigo. Ocasionalmente recibo algún mensaje breve de Minori, mi ex de esa época. Hace poco me dejó un comentario con motivo de la victoria de Colombia sobre Japón. Él vive en Tokio con su esposa y no sé cómo se ve ahora porque nunca publica fotos —hace tiempo me encontré por accidente una foto de él con la entonces novia, le conté y casi me manda matar de la paranoia por su privacidad—.

De Tsukuba sí me quedan amigos. Alicia me cuenta que tiene tres días de descanso al mes en la empresa de tercerización de servicios hospitalarios donde trabaja. Está exhausta. Hazuki vive en el dormitorio de su compañía, que no sé si será la misma relacionada con teatro que me había mencionado en una carta cuando recién volví a Colombia. Vi la dirección en Google Street View: parece ser un lugar bonito. Yurika renunció a su empleo en abril y se fue a Chiang Mai con el novio. Masayasu debe estar terminando ya su doctorado. Me escribió antes del partido Colombia-Japón.

(Creo que sin querer los nombré en orden de adaptabilidad a la vida japonesa, del más conforme al más inconforme —a Masayasu no lo aceptaron en ningún trabajo y en la última entrevista laboral le sugirieron tomar la vía académica, la vía de los no-aptos para la vida en sociedad—.)

Quisiera ir a Japón en tour de visitas pero no he hecho sino tomar desvíos. Siempre se atraviesa un viaje más imperioso. Pero ya llegará el momento. Supongo que si no estoy buscando el regreso con tanta vehemencia es porque aún no lo necesito, o ya no lo necesito tanto como creía. O no sé. Japón sigue siendo para mí el novio de la relación conflictiva, el que uno extraña pese a que con él no hubo sino peleas. Ese que uno esperaba que fuera the one pero éramos de temperamentos distintos y cómo así que no funcionó, no puede ser, si era tan buen partido. Y ahora estoy con uno peor, entonces termino idealizando algo que tuvo sus buenos momentos pero no era para toda la vida. ¿Podremos ser amigos al menos?

El cielo de Bogotá deja entrever un par de parches azul oscuro con desgana. La sensación de agobio continúa. Nunca pensé que Baudelaire pudiera llegar a hablar por mí. Y de qué manera.

おにぎり

Si he de recordar a Minori, lo primero que se me viene a la cabeza es una mesa cubierta de rayas proyectadas por la persiana, dos sillas, un bol lleno de cereal ensopado con fresas deshidratadas y dos cucharas peleando por la última fresa como si de un puck de hockey se tratara. Después viene un par de cojines frente a un televisor. Estamos viendo Black-Jack. Comemos cream stew con mucho queso encima y bebemos jugo de uva. Durante mi estadía en Dubuque, IA, él era mi vida. Y después su ausencia fue mi vida.

El apartamento de Minori quedaba en un edificio medio hundido. Todo lo que se caía rodaba, y si uno se acostaba hacia cierto lado se mareaba, como si estuviera de cabeza. Pasábamos los días subiendo y bajando aquella cuesta interna y también la grande que conducía a la universidad, alcanzando cosas de la nevera, abrazándonos para compensar las fallas de la calefacción. Minori tenía el pelo largo y negro y las cejas más hermosas que yo hubiera visto jamás. Minori, con nombre de niña, parecía una niña. Un vendedor en San Francisco me preguntó al inicio de la primavera por qué sería que los feos lograban encontrar parejas tan bonitas. Yo pensaba que se refería a mí al hablar de los feos.

En Dubuque, donde no había nada que hacer salvo engordar, nosotros nos entregábamos a infinitos roadtrips alternados con mercados en Wal-Mart o en el supermercado japonés de Chicago. Siempre comprábamos el mismo pan plano de hierbas, siempre el mismo jugo de uva, siempre un costal rosado de arroz. El camino —cualquier camino— estaba lleno de animales muertos para contar. Henos ahí en su carro negro cantando canciones de John Lennon y The Mamas and the Papas —35: la cola intacta al final del puré negro delata su antigua condición de mapache—. Henos ahí comiendo helado en Madison, WI, andando en sandalias y creyéndonos hippies. I can’t win, but here I am, awfully glad to be unhappy. Ahora está en la cocina haciendo onigiris para mis onces con el arroz sobrante de la cena. En sus manos salta una masa granulosa envuelta en plástico, convirtiéndose lentamente en un triángulo como los que salían en los programas de la NHK. Ya no recuerdo cómo me miraba. Creo que ya no recuerdo cómo me miraba nadie.

Odiaba el pueblo pero adoraba la domesticidad compartida que me ofrecía él, así viniera acompañada de cierta dosis de sumisión. Cuando por fin me estaba acostumbrando a la nieve perpetua alguien apagó la opción de desaturación del paisaje y me tocó volver a Bogotá. Mi vida siguió en el horror de haber perdido todos mis pasatiempos y dudosos talentos mientras que la de él se llenó de amigos indios y fiestas y trago. Lo extrañaba locamente. Quería terminar mi detestable carrera a toda velocidad e irme a recorrer todas las carreteras del mundo con él. Aprendí japonés y él español, pero los nuevos puentes lingüísticos parecían cruzar todo tipo de abismos menos el nuestro. La ruptura se demoró en llegar.

Mucho tiempo después volví a verlo en Tokio, y luego en Tsukuba y luego en Nueva York. Su pelo ya no era negro ni largo y sus cejas habían desaparecido. Minori, con nombre de niña, parecía una señora. Se horrorizó al encontrar un ejemplar de The Feminine Mystique sobre la mesa. Me dijo que me había vuelto feminista por ser fea, y que las feministas feas como yo se quedan solas y tristes por el resto de la vida. Tal vez sea cierto, yo qué voy a saber. Con declaraciones así quién no se entristece y quién no prefiere quedarse solo. Me echó de su apartamento que ya no se inclinaba hacia ninguna parte a las dos de la mañana. Me negué a pararme del sofá. Le dije que me diera cinco horas —hasta que ya no hubiera riesgo de que me violaran en la calle— y me largaría definitivamente. Y eso hice. De todas formas nos despedimos bien y supongo que le agradecí por todo. En esos días también me había hecho onigiris.

[ I Know — Fiona Apple ]

また連絡するね

Una tarde de verano en 2002, un tímido joven japonés se detuvo en un pasillo frente a una colombiana ligeramente menos tímida recién llegada a Dubuque, Iowa. Departieron un rato.
—Después te llamo—, dijo él en inglés a modo de despedida.
—¿Cómo planeas llamarme si no tienes mi número?
El joven quedó algo perplejo ante la audacia de su interlocutora. Parecía una invitación, pero no había manera de asegurarlo. Excepto, tal vez, si cumplía la promesa.

Los días pasaron y los paisajes cambiaron. Hubo encuentros y desencuentros. La nieve cayó y se derritió y volvió a caer. Los aviones surcaron los océanos en vaivén. Así transcurrieron casi siete años.

Una mañana, el teléfono rompió el silencio en un minúsculo y desordenado apartamento en Tsukuba, Ibaraki. Una extranjera levantó el auricular.
—¿Estás despierta?—dijo una voz en japonés desde el otro lado de la línea.
La mujer rió, somnolienta. Parecía el eco de una antigua invitación, pero no había manera de asegurarlo: ella nunca había recordado una promesa durante tanto tiempo.

[ Qui sommes nous? — Olivia Ruiz ]

Damnatio memoriae

La memoria, esa traicionera caja de sorpresas.

Hace unas horas regresé del supermercado con una bolsa de frambuesas congeladas. Aburrida de las mandarinas, había decidido darles una oportunidad, en parte con nostalgia derivada de un recuerdo muy específico de mi vida en Dubuque: la única vez que, harta de los bananos que ocupaban la mitad de la sección de frutas en Wal-Mart, compré una cajita de frambuesas (carísimas) y me las comí con fruición. En fin. Las frambuesas estaban ahí para hacerles compañía a las mandarinas en las que venía pensando desde hacía rato, ya que habían pasado varios días desde que su compra y lo más probable es que ya hubiera alguna tomando visos entre verduzcos y blanquecinos, toda esponjosa y llena de vida, tomando posesión de la nevera.

Las mandarinas ocupaban mi mente un rato cada día, pero nunca lo suficiente como para levantarme e ir por ellas al cajón de la nevera donde acompañaban a la panela en polvo. Con un libro de Orhan Pamuk ante a mis ojos le di vueltas a la idea de tomar un par e ir comiendo casquitos poco a poco, pero al fin me sumergí del todo en la lectura y el proyecto quedó en el olvido. Frente al computador pensaba en lo bueno que sería comerme un par, pero luego tomaba unos sorbos de limonada y el asunto quedaba archivado. El viernes, cuando Adeline me invitó a desayunar a su cuarto y me ofreció una mandarina, recordé brevemente mi botín intacto en peligro.

Pues bien, hace unos minutos abrí la nevera para acabar con el problema de una vez por todas y devorar las mandarinas que quedaran sanas. Sin embargo, mi resolución se vio detenida por un pequeño inconveniente:

Las mandarinas no estaban allí.

Busqué en el congelador, entre las bolsas vacías y cerca de la basura. Nada. Me temo que el problema es peor de lo que parece: no sólo las mandarinas no están en la nevera ni en ningún otro rincón de mi cuarto emitiendo hedores delatores del descuido, sino que nunca han estado. Las mandarinas no existen.

¡He creado un recuerdo ficticio!

Y ahora, ¿cómo voy a creer en mí, en mi propia historia? Cuando sea vieja me rodearé de niños para contarles anécdotas de una juventud que no pasó, llenas de sucesos que jamás tuvieron lugar. Hoy son frutas; mañana serán personas, luego viajes, libros leídos y gustos musicales.

O de pronto el asunto es todavía más grave. Tal vez esto no esté pasando; tal vez en realidad yo estoy sentada en una mecedora en Puerto Salgar, Cundinamarca, tomando preparada*, espantando jejenes e inventándome la vida de alguien que por coincidencia resultó viviendo un país lejano. Sólo que de repente tuve que pararme y decirle a un niño que se bajara del palo de mango si no quería descalabrarse. Una vez de regreso en la mecedora, el hilo de la historia se había perdido, y en la nevera ya no había mandarinas.

*preparada: tamarindo Postobón con limón. Bebida popular en el Magdalena Medio.

[ Hide and Seek — Imogen Heap ]