Dos sueños (cuatro de enero de 2024)

Anoche soñé con una carta escrita en letra ilegible. Había llegado demasiado tarde: trataba de temas que habían caducado hacía mucho tiempo en mi corazón. Miraba al mensajero con pesar.

Después soñé con un colega que me visitaba en mi casa y jugábamos a ser pepinos un poco descompuestos, blanditos y explayados por el piso.

Al despertar le conté a Cavorite que últimamente estoy durmiendo increíblemente bien. Mi reloj dice que no estoy acumulando tanto tiempo de sueño profundo, pero no le creo nada.

Año nuevo, computador nuevo

Dos de enero de 2024. No me equivoqué escribiendo el año; empezamos bien.

Estoy estrenando computador. El que venía usando hasta ahora duró bastante, pero, como todo, finalmente caducó. La verdad es que ese computador siempre fue defectuoso, pero yo andaba tan ocupada que nunca me atreví a mandarlo revisar por miedo a perder trabajo. Al cabo de máximo dos años de comprado y una actualización de la OS dejó de encenderse automáticamente al abrirlo, y no mucho tiempo después empezó a reiniciarse cuando se le agotaba la batería. No podía yo dejarlo desatendido sin su enchufe porque corría el riesgo de perder cualquier proceso en curso. En retrospectiva, no entiendo cómo me acostumbré a tamaña incomodidad y dejé pasar tanto tiempo así. Al menos fue el computador y no una mala relación.

Ya en su senectud, el computador empezó a exhibir otros achaques más desestabilizadores, como las teclas tercas: unas sacaban caracteres repetidos, y otras se negaban a funcionar sin algo de fuerza o maña. El problema empezó de a pocos, con algo de suciedad bajo el teclado que se arreglaba fácilmente, pero se volvió crónico después de un accidente con agua que casi me deja sin la barra luminosa multiusos que caracterizaba este modelo. Y aún así yo seguía espoleando a esta pobre bestia acabada. No quiero hacer el cálculo de cuánto tiempo perdí en total borrando palabras mal escritas. Llegué a confiar sobremanera en el autocorrector. Era un poco como manejar un carro en neutro para evitar gastar la poca gasolina que queda.

La gota que rebosó la copa, por fin, ya para colmo, fue la pantalla: creo que como consecuencia de un accidente años atrás (un violento jalón de cables con desplome al piso del que aparentemente había salido bien librado), el computador quedó con algo medio suelto al interior, alguna conexión floja entre la pantalla y el resto del aparato. A mediados del año pasado, otra caída, con el computador cerrado y a mucha menor distancia, pero por descuido descarado, selló el destino de la máquina: solo se veían imágenes si el teclado y la pantalla formaban un ángulo de 70º o menos. Tocó comprar de inmediato una pantalla externa y ahí sí empezó a cocerse (a fuego lento) la urgencia del cambio.

La historia termina idealmente con una compra rápida, una corta espera y el feliz arribo de una caja, ¡pero no! Aquí también hubo que sufrir. Le venía echando el ojo a un modelo en particular, pero de la noche a la mañana lo descontinuaron y anunciaron el lanzamiento de uno mejor. Decidí dar un salto al vacío y pedirlo por adelantado justo antes de viajar a Colombia, cual fanática de la marca (más que todo por la urgencia de trabajar con una pantalla funcional lejos de casa). El aparato nunca llegó; los del envío me dijeron que simplemente no apareció en el camión de entrega. Me tocó irme, seguir viviendo con la pantalla gacha y esperar para pedir un reemplazo.

Y bueno, todo esto para contar que, hace dos días, al retornar de un paseo, encontré por fin frente a mi puerta la caja y la solución tan anhelada y pospuesta, y hoy eché a andar su contenido. Y este teclado es tan suave que escribir toda esta perorata es un placer.

Primero de noviembre (resumen matutino)

El aire frío de la ventana me sacó de un sueño intranquilo. No puedo decir que me despertó del todo, pero recuerdo el alivio de saberme en esa cama —de todas las camas posibles—, de encontrar fácilmente el pedazo faltante de cobija y proseguir con el descanso anidada en ella. Más tarde intenté recordar el sueño, pero fue inútil.

En este capítulo de mi vida, mis noches transcurren en una cama compartida. Siempre nos ponemos contentos de abrir los ojos y encontrar al otro al lado. La espera eterna que caracterizaba mi vida terminó de modo abrupto hace un tiempo.

A veces se proyecta la luz anaranjada del amanecer, potentísima, sobre uno de los muros de la habitación. Por la ventana se ven fachadas pintadas de efímero rosado. Aclara demasiado tarde. Es imposible levantarse así. Pero Cavorite siempre encuentra la entereza para salir antes que el sol y buscar el mejor ángulo de todos para ver la ciudad despertarse, más allá del puente, sobre las montañas. Mientras tanto, yo vacilo entre leer un rato o sentarme frente a mi computador agonizante y tratar de sacarle un poquito de jugo a mi cabeza, como si de un pedazo de limón seco y barbudo se tratara. Hoy ganó la segunda opción.

Después de la breve separación sigue el desayuno, minuciosamente planeado y ejecutado, y fuente de grandes alegrías, pero eso será tema para otro amanecer mientras espero a que Cavorite vuelva con su nariz helada del otro lado de la bahía.

Si quieres un futuro mejor, ¡te esperamos! en el Centro Andino

Este es un buen momento para escribir. No importa lo que diga hoy. No sé por qué sigo operando bajo la creencia errónea de que debo tener algo sustancial que decir para ganarme el derecho a hacer un post. Las redes sociales dejan secuelas difíciles de superar.

Pero no, pensándolo bien no creo que sea exactamente eso. Es más bien el sentido distorsionado del esfuerzo mental y el tiempo que toma escribir más de dos frases. Esto también es legado de las redes sociales. Quiero decir algo, ya no tengo Twitter para evacuarlo instantáneamente; por ende, ya no lo diré. Y así, mi vida sigue sin documentar. Contrario a lo que llegué a creer, Twitter no era un buen diario.

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Cuando era chiquita, en la radio sonaba el jingle de un centro de estudios técnicos del cual no tengo nada especial que decir salvo que se quedó en mi memoria para siempre. “Centro Andino”, cantaba un dueto, y luego otra voz enumeraba uno por uno los programas ofrecidos, así:
—¡Centro Andino!
—Programación de computadores.
—¡Centro Andino!
Y así sucesivamente hasta rematar con: “Si quieres un futuro mejor, ¡te esperamos! en el Centro Andino”.

La mente está llena de cosas así.

Sueños recientes de viejos amores

Anoche soñé con alguien que quise hace mucho tiempo y con quien ya no estoy en contacto. Yo estaba trabajando en una mesa, en lo que parecía ser un café, y él aparecía de repente y se sentaba frente a mí a charlar, así tan campante. Hablaba de su familia y de su trabajo; se dedicaba a algo relacionado con el cacao. Yo estaba furiosa y le respondía de manera cortante a todo lo que me decía. ¿Cómo podía venir así, de la nada? ¿Cómo se atrevía a hablarme como si siempre hubiéramos sido un par de amigos y nada más? De todas formas, sin dejar de ser cortante, le daba una recomendación de algo que también tenía que ver con cacao.

De fondo en el recinto sonaba “Centro da saudade” de Carlinhos Brown.

En lo que parece ser un capítulo aparte del mismo sueño, se desconfiguraba el layout de este blog y todo se veía un poco pixelado y en colores pastel. Yo no recordaba cómo arreglar el código fuente.

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A veces sueño con mi ex. En mis sueños él es amable y podemos conversar. En la vida real eso nunca fue posible porque él creía que yo no lo había superado y entendía mis acercamientos en pos de una relación cordial como señal de que yo quería que volviéramos.

La semana pasada soñé que él me hablaba de la soledad a nuestra edad. Me decía que a estas alturas de la vida todos, de una u otra manera, nos habíamos quedado solos, y me daba a entender que creía que yo estaba divorciada. Yo le aclaraba que noooo, yo seguía casada. Mi tono era como de a mí no me venga a meter en su mismo costal de melancolía, que yo, lejos de usted, soy feliz.

Me desperté con cierta sensación de satisfacción.

Venta de pinceles (o por fin una buena influencia de la publicidad)

Hoy más que nunca he sentido el poder de influencia de la publicidad en las redes sociales sobre mí. Afortunadamente no ha sido para convencerme de teorías de conspiración.

Como empecé a seguir en Instagram a un par de ilustradores, al algoritmo se le ocurrió enviarme un señuelo relacionado con materiales de dibujo: pinceles para recrear efectos de cómic viejo en Procreate —no pude evitar acordarme por un momento de las ilustraciones de Manuel Gómez Burns—. Mordí el anzuelo. Desde entonces, no hago sino ver publicidad de pinceles y más pinceles, cada uno más fascinante que el anterior. Yo, que llevo todo el año sin dibujar, y ahora me muero por conseguirme aunque sea un pincel de esos para ponerme a jugar, estoy que grito “¡gracias!” no sé a quién por esta dosis de presión inesperada que podría encaminarme de vuelta a otro de mis grandes hobbies. Este mes ha sido mágico en lo que respecta a redescubrir mis pasatiempos: se van rompiendo hechizos y yo me siento cada vez más yo en lo que quiero hacer en mi tiempo libre.

Ahora la gracia es pasar del impulso a la práctica.

Un meteoro rosa

Ayer estaba sentada frente al computador, tratando infructuosamente de buscar ideas para escribir, y en algún momento elevé la mirada hacia el cielo, como cualquier persona obligada a pensar un poquito más de lo normal.

Justo donde posé la vista, encontré una estela.

Era una pincelada de un rosa muy vivo que contrastaba hermosamente con el azul cerúleo lechoso sobre el que se iba pintando lentamente. Me quedé mirándola, creyendo que se trataba de un avión bien ubicado al atardecer. El rosa se fue tornando rojo fulgurante cuando me di cuenta de que la parte frontal de la estela estaba ardiendo. Eso no era un avión. Era un meteoro.

Cuando la visión desapareció detrás de unos edificios cercanos, entré a Twitter a ver si alguien más había visto lo mismo que yo. Dos o tres personas más describían un fenómeno igual a la misma hora, pero se encontraban en la Costa Este de Estados Unidos.

Esto es lo que voy a extrañar de Twitter.

Un posible destello de lucidez

Jajajaja, yo dizque “hola a todos, ya volví” y dejé pasar todo un año antes de volver a sentarme frente a esta pantalla. A veces pienso que lo mío es un trastorno de déficit de atención, pero seguramente el problema real son las redes sociales. Pero bueno, ese problema como que ya se nos está acabando forzosamente.

Llevo meses con una idea dándome vueltas en la cabeza: prácticamente todas mis amistades que han pasado de Internet a la vida real se han dado gracias a este blog. Y lo que es más, han perdurado pese a mi inactividad prolongada en el mismo. A Twitter no puedo atribuirle las mismas propiedades ni de lejos. Entonces, ¿qué hago/hacía yo ahí? Antes la respuesta era clarísima: buscaba un sucedáneo de compañía, algo así como poner la radio para enmascarar el silencio cotidiano y, de paso, tener ciertos chispazos de interacción. A eso habría que sumarle, obviamente, la simple compulsión de la adicción a la dopamina: qué hay de nuevo, qué hay de nuevo, qué hay de nuevo.

Sin embargo, el tono de las voces en ese ruido de fondo ha cambiado; ahora es mucho más agresivo y menos introspectivo. El tema del día es la pelea del día. Intenté silenciar la algarabía y limitar mi exposición a las reyertas por mucho tiempo, pero el problema se desbordó y mi muro pobremente construido empezó a exhibir fisuras. Estaba más o menos acostumbrada a la indignación por hechos externos, las noticias sobre las que necesariamente había que emitir una opinión, pero de repente noté que todo se había condensado aún más en una sola madeja muy compacta fuera de la cual ningún conflicto tenía importancia alguna. Sin embargo, ese no es el punto. El punto es lo alejada que me descubrí de todo eso. Vi a gran parte de mis conocidos hablar del mismo hecho al mismo tiempo, tomar partido en la misma pelea, y entonces vi con absoluta claridad que nada de eso tenía que ver conmigo de ninguna manera. ¿Qué estoy esperando acaso, que algún día vuelvan a hablar de su vida como antaño y yo les responda e intercambiemos anécdotas y afiancemos nuestros lazos de amistad? Eso ya no va a ocurrir en ese mundo.

Voy a detenerme aquí un momento para dar una explicación no pedida: esta reflexión no es producto de ninguna epifanía. No he alcanzado la iluminación, no he evolucionado. Lo que parece ser un instante de repentina claridad no es sino un atisbo de cielo azul en el ojo del huracán de la implosión de las redes sociales que me gustaban. Instagram, por nombrar una más, es un bazar lleno de videos forzados que yo no quiero ver y se nota que sus creadores tampoco los quieren hacer. Y de resto qué, ¿me voy a pasar a TikTok? ¿Tan desesperada estoy por buscar en qué despilfarrar el tiempo? Yo no debería estar dándole relevancia a nada de esto, pero se trata del vicio que me sacó de este espacio amado por años, y del que aún no me declaro curada.

Hace un par de semanas nos reunimos con una amiga de The Open List, y en medio de nuestra conversación ella dio una descripción tan bonita y elocuente de lo que fue para nosotros esa juventud de escribir y encontrarnos cual estrellas solitarias que emiten pulsaciones hacia la nada y de pronto se descubren parte de una galaxia, de leernos intensamente unos a otros con curiosidad y cariño, que mi inquietud de hace meses se avivó. Qué rayos hago lejos de mi blog.

Entonces heme aquí, gastando el tiempo en lo que no debo de todos modos, como toda la vida, haciendo esto en vez de cumplir mis obligaciones. Si voy a hablar sola, que sea en mi espacio y no en un pozo negro.

Ruido de llaves, crujir de puertas

Llevo un montón de tiempo evadiendo este blog, convencida de que no tengo nada que decir. Sin embargo, esta mañana tuve la clara sensación de querer escribir. Todavía no tengo nada que decir, pero, ¿eso cuándo ha importado? Por fin lo entiendo.

Esperaba volver al editor del blog como quien llega a un cuarto abandonado, intacto pero desaturado bajo el gris del polvo acumulado. La realidad, empero, es otra: soy una persona vieja que vuelve a un lugar favorito de su juventud a revivir recuerdos y se encuentra con que todo ha cambiado y ya nada le evoca nada. Suele ocurrir. Ahora no sé cómo usar esto pero qué le vamos a hacer. Ya estamos aquí; no vamos a huir.

Ahora, ¿en qué quedamos la última vez que escribí aquí? Ah, sí. Era 2020. Supongo que debí haber documentado el encierro de 2020-2021, pero el ánimo no estaba como para inmortalizar eso. Lo único que vale la pena mencionar al respecto, por ahora, es que sufrí tremendamente por la falta de verde en mi vida, así que armé una enorme colección de plantas de interior. Ahora soy una especie de jardinera que usa las matas como pretexto para procrastinar.

Hay más cosas que contar, obviamente, pero no agotemos todo de una vez. Quitémonos la chaqueta y pongámonos cómodos. Estamos en casa.

Abarrotes

Ayer vi a mi papá escribir la palabra “abarrotes” como encabezado de una lista.

Qué gran palabra, abarrotes.

No he podido dejar de pensar en ella, y en ella en la letra de mi papá.