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The Sounds of Silence

Hace dos años, durante un largo viaje por tierra a través del desierto, Cavorite y yo paramos en algún punto del Valle de la Muerte para tomar un par de sorbos del café que llevábamos. Había caído la noche y frente a nuestro carro alquilado había un letrero que explicaba algo sobre el paisaje que teníamos ante nuestros ojos, un paisaje que bien podía no existir porque no podíamos ver absolutamente nada. Después del tentempié apagamos todas las luces y esperamos a que nuestras pupilas dilatadas hicieran la magia de abrir el velo negro que nos recubría y revelar la presencia de la Vía Láctea en el cénit.

Mientras mirábamos hacia arriba, maravillados, me percaté de algo de repente y le pedí a Cavorite que aguzara el oído:

Silencio.

Creo que esa fue la primera vez en mi vida que pude apreciar el silencio absoluto.

La oportunidad se presentó de nuevo unos días más tarde, en Monument Valley. Nos topamos con unas turistas japonesas que venían de un sendero que daba vuelta a una roca; lo tomamos y, pocos metros después, se desplegó ante nosotros el valle verde y terracota sumido en la más intensa quietud. Nuevamente le pedí a Cavorite que aguzara el oído y allí nos quedamos un rato, absorbiendo el vacío.

El viernes pasado recordé estas dos escenas al despertar en Bogotá y notar que de las calles vecinas, otrora rebosantes de pitos furiosos, no venía ningún ruido. Me quedé en la cama escuchando este singular acontecimiento, rememorando y preguntándome si la gente a mi alrededor también lo habría notado. Me los imaginaba aguzando el oído como nosotros en el desierto, admirando este milagro de la ciudad.

Sin embargo, al cabo de un rato tuve que poner música para sacarme de mi estado contemplativo y empezar las labores del día. Al fin y al cabo, este no es el desierto.

Cantina y guaro

Estoy en Medellín. No tengo mucho que hacer por acá, pero anoche me salió plan y tomé un Uber para ir. El conductor me preguntó si me iba de rumba.

—No, voy a visitar a unos amigos.
—¿Y no se van de rumba?
—No, no me gusta la rumba.
—¿No sabe bailar?
—No me gusta bailar. Tomé clases y descubrí que no me gusta.
—¿Entonces qué le gusta?
—Me gusta charlar.
—Ah, ¿entonces le gusta el plan cantina y guaro?

¿Qué responde uno ahí?

—Jajaja.

Uno jura que los tipos se van a callar si uno se limita a decir “jajaja” pero NO. El señor empezó a contarme sobre lo mucho que le gusta ir a cantinas a tomar guaro y cómo yo debería tomar guaro con los amigos que iba a visitar. “Jajaja”, volví a responder.

Luego pasó a preguntarme sobre mi situación sentimental. Le expliqué brevemente (no sé ni para qué) y procedió a interrogarme/reprocharme cómo rayos se logra mantener algo así. Obviamente hablaba del aspecto físico de la situación.

—Uno se acostumbra—respondí—, y además es algo temporal.

Respuesta inválida.

Este es el segundo conductor de Uber en Medellín en dos días que me pregunta si tengo novio y luego no puede dar crédito a sus oídos cuando le digo que vivo lejos de la persona que quiero. Hablan de “necesidades”, como si de la vejiga y el intestino se tratara.

Desafortunadamente todavía quedaba un trecho por recorrer y el señor tenía que seguir parloteando. Pasó a mi vestimenta. Que qué hacía mostrando pierna con este frío. Yo estaba en bermudas, así que eso de “mostrar pierna” era altamente discutible. Y en todo caso qué diablos le había de importar.

—Vengo de BOGOTÁ. Aquí está haciendo CALOR.

De repente entendí a los gringos que llegan a Bogotá y andan por La Candelaria en shorts y sandalias mientras que a su lado pasan niños chiquitos con la sudadera del jardín infantil rellena de mil capas de camisetas y la cabeza cubierta con un pasamontañas. Todo es cuestión de perspectiva.

Llegamos al centro de Medellín y el señor del Uber me preguntó si podía dejarme una cuadra antes de mi destino para poder encaminarse más rápido a su siguiente carrera. Qué dicha ahorrarme unos metros de su amable compañía, señor; claro, no hay problema, muchas gracias, hasta nunca.

Un poeta en Cafam de La Floresta

Uno de mis eventos favoritos cuando estaba en el colegio era la Feria Escolar Cafam. Cafam de La Floresta, que normalmente tenía una sección de papelería relativamente pequeña, llenaba por un par de semanas su plazoleta central de útiles y cuadernos para los estudiantes que se disponían a volver a clase. Recuerdo especialmente una de esas ferias, en la que la gran novedad eran los esferos Bic de colores diferentes al rojo, azul y negro. Mi mamá nos los compró todos a mi hermana y a mí: azul claro, verde claro, rosado y morado. No eran transparentes sino blancos con diseños como de rayos —¿o venas?— del color de la tinta.

Cafam de La Floresta es un lugar muy importante en la historia de mi vida. Era el supermercado al que iban mis abuelos maternos, con quienes pasé buena parte de mis primeros años. Lo he visto cambiar. Como lo remodelaron a medias hace años, hay rincones en los que puedo ver lo que había cuando yo era chiquita superpuesto a la realidad actual.

No tengo muy claro cómo ocurrió lo que voy a contar, pero sucedió cuando yo era adolescente. Recuerdo que en una de nuestras visitas a Cafam resultamos hablando con un viejito que estaba promocionando su libro de poemas. No lo anunciaba abiertamente, más bien era cuestión de acercarse a algún incauto como nosotros y conversar. En esa época yo escribía poesía, la publicaba en mi página web y hasta la mandaba a Caracol Estéreo para que la leyera “El Gato”, el locutor del programa nocturno. Movidos por mi parecido a él como escritora en ciernes, compramos el libro, se lo llevamos al señor viejito, y él me hizo una dedicatoria deseando que mis poemas salieran publicados muy pronto. (Nunca salieron y eso está muy bien.)

Han pasado muchos años y el libro sigue en mi biblioteca, intacto. Nunca llegué a leerlo porque la carátula me daba una especie de vergüenza ajena quinceañera que nunca terminó de desaparecer. Sin embargo, hoy me lo encontré mientras organizaba el cuarto y me pregunté qué habría sido de aquel poeta. Seguramente ya murió, pero ¿quién era? ¿Qué hacía además de publicar libros e impulsarlos en Cafam de La Floresta?

Lo único que encontré en Google fue una escuela de música con su nombre en un pueblito de Boyacá. Me animé entonces a abrir por fin el libro en busca de alguna reseña del autor: la escuela queda en su pueblo natal. Luis Gabriel Uscátegui Parra, nativo de Gámeza, Boyacá, dedicó toda su vida a la docencia de ingeniería. Solo cuando se retiró fue que se puso a escribir sus libros, que era lo que realmente deseaba hacer desde pequeño.

En un último intento de búsqueda, encontré una de sus obras mencionada en el breve catálogo de una biblioteca comunitaria que salía en una edición del boletín informativo de la Junta de Acción Comunal del barrio Los Andes en Bogotá. Menciono este detalle porque el barrio Los Andes queda justo detrás de Cafam de La Floresta. No sé si sea apenas una coincidencia o si el señor Uscátegui era vecino del barrio y la gente a su alrededor resultó con copias de sus libros, como yo.

Sigo sin leerlo, pero de repente le tengo más aprecio. Quién sabe si yo, hacia el final de mi vida, también me anime por fin a escribir.

Las vacaciones de mi maleta

A México solo he ido una vez en la vida, en 2014. Fue un paseo genial. Vimos una exposición de Yayoi Kusama en el museo Rufino Tamayo, desayunamos combinaciones de huevo con lo que se nos pudiera ocurrir y lo que jamás hubiéramos imaginado, le pagamos a un señor en la Plaza Garibaldi para que nos cantara unos boleros y me enfermé del estómago como nunca. Las fotos dan cuenta del progresivo hundimiento de mis ojos. Y luego me caí en un hueco en una calle oscura y quedé hecha un Cristo. Pero insisto, fue un paseo genial.

Creo que mi maleta quedó con buenos recuerdos de aquel viaje porque al regreso de mi última visita a Estados Unidos, donde tuve que hacer escala en Ciudad de México, esta no llegó a Bogotá. No la culpo: yo también quisiera volver a México a pesar de todo. Me la imagino sucumbiendo al aroma que expiden las ollas en los puestos callejeros —algo impensable para mi intestino delicado— y echándole ají a todo lo que se le atraviese. Sin embargo, tampoco la envidio del todo: Cavorite y yo estuvimos ahorita en Los Ángeles y eso es, en cierto modo, casi como estar en México directamente. De hecho, vimos una exposición en el LACMA sobre cómo se refleja en el diseño y la arquitectura el estrecho vínculo entre México y California. Durante nuestra estadía comimos tacos, sopes, tlayuda oaxaqueña y pollo con mole negro y tomamos champurrado con pan dulce. También tomamos atol de elote, pero eso es salvadoreño. Sabe igualito al peto que venden en la plaza de mercado de Anolaima.

La maleta llegó a mi casa poco después que yo, apenas al otro día. Fue un alivio, pero me habría puesto aún más contenta si me hubiera traído ajíes de souvenir.

El wok

De las cosas que tenía en Tsukuba y tuve que dejar ya no me hace falta ninguna. Ninguna, excepto el wok. El wok, marca T-Fal, edición limitada con un patrón de hibiscos impreso en toda la superficie exterior, fue una de mis últimas adquisiciones antes de abandonar Japón definitivamente. Sin embargo, ahora que lo pienso, en cierto modo marcaba también un comienzo truncado: por fin estaba empezando a aceptar mi apartamento como un hogar permanente, un espacio en el que merecía darme gusto. Hasta entonces el máximo lujo que me permitía era el cereal alemán que compraba en la tienda de importados. Eso y los viajes, obviamente.

Hoy llegó un paquete a mi nuevo apartamento: un nuevo wok. Misma marca. Mismo color. Mejor material. Un modelo más avanzado, en todo caso. Pero no tiene flores ni ningún tipo de dibujos. Esperaba ponerme más feliz al verlo, pero no. Lo dejé al lado del lavaplatos y me fui al computador a buscar fotos del otro.

Llevo años esperando el retorno del modelo de hibiscos o la aparición de uno mejor, no sé exactamente por qué. Podría haberlo comprado de nuevo por Internet y mandado traer apenas llegué a Colombia —solo lo vendían en Japón—, pero lo pospuse por la clásica falta de dinero del recién aterrizado. Cuando finalmente tuve un trabajo que me dio lo suficiente como para procurarme ese tipo de lujos nostálgicos, la línea entera de sartenes se había agotado. Después salieron otras ediciones especiales, pero una era de Winnie Pooh y la otra de Mickey Mouse. El año pasado hubo una con una Torre Eiffel fea, unos globitos voladores en los colores de la bandera francesa y la palabra “Merci!” flotando en el cielo con un corazón en la i.

Mirando las fotos que me tomé a finales de 2010 con mi wok de hibiscos, me pregunté por qué me gustaba tanto, por qué lo añoro aún. Mi memoria se expandió entonces a otros recuerdos de mi apartamento en Tsukuba, y a otros anhelos. Yo quería una aspiradora Electrolux anaranjada, pero nunca cambié la de ¥2000 con la que tocaba repasar y repasar para poder levantar algo del piso. Tenía un solo plato, negro con hojas blancas, comprado en una tienda de cien yenes en Fuchu, Tokio. Un solo bol, beige con pepitas cafés diminutas. Un solo platico chiquito y hondo que no supe para qué servía originalmente pero venía en el mismo juego del bol y terminó siendo mi platico de agua para pintar.

Tenía visillos de ramitas de bambú y cortinas rosadas del Jusco, el supermercado del centro. Pienso en esto específicamente porque ahora tengo una persiana súper bonita que hace resplandecer el apartamento cuando le da el sol. ¿Por qué me aferro a lo que tuve antes, a mi vida de antes? Tengo la impresión de que extraño aquella floreciente sensación de arraigo, de empezar a construir un hogar a mi gusto y no decorado al estilo de las limitaciones del estudiante. Reconozco, al mencionarlo, que esto es absolutamente ridículo porque ahora tengo un nuevo espacio propio, uno con mejores cosas si así lo quiero. Pero lo tengo que querer de verdad. Tengo miedo de volver a pensar en esto como algo temporal, como lo hice en tres años de vida en mi apartamento japonés, y no darle forma sino hasta que sea demasiado tarde. Extraño mi viejo hogar y en ese extrañar desperdicio el nuevo.

El sol de la tarde brilla sobre el santuario de Monserrate. No he tenido que moverme de la cama para verlo.

Sesenta y cinco turnos

El banco está a reventar. Frente a las cajas hay un número muy optimista de sillas en torno de las cuales hay un montón de gente parada, resignada, extrañamente paciente. El sistema de papelitos numerados acabó el año pasado con las filas intimidantes y ya uno no sabe en qué lío se está metiendo sino hasta que se da cuenta de que está a sesenta y cinco turnos de hacer un pago urgente.

Yo estoy a sesenta y cinco turnos de hacer una transacción cuyo plazo se acaba hoy. Existe la posibilidad de que me manden algo del trabajo para entregar lo más pronto posible pero lo rechazo porque he perdido toda noción de mi futuro cercano. Alcanzo a ir a otro banco y hacer una averiguación. Regreso: nada ha cambiado. A mi lado una pareja de costeños mayores se plantea la posibilidad de que los números vayan de diez en diez, porque la discrepancia entre el que está impreso en el papel que tienen en la mano y el que sale en la pantalla simplemente no puede ser. Pero es. Deciden irse a otra sucursal. Casi al mismo tiempo queda un puesto libre para sentarme. En realidad no es uno sino medio puesto, ya que en cada hilera hay tres sillas amplias pero en una decidieron apretujarse cuatro y nadie restableció el orden normal cuando el cuarto ocupante se fue. Por un momento se me ocurre que podría más bien pasar el tiempo en el supermercado, pero un puesto en el banco es algo que cuesta conquistar y no hay que abandonarlo así como así. Me acomodo y saco un libro de Isaac Asimov que cargo para este tipo de circunstancias.

Entre las personas de pie aparece un señor con un casco rojo. Su pinta casual hace que sea difícil determinar si de repente tuvo que dejar su trabajo a medias o si el casco es un fashion statement. Si la opción número dos es la correcta, debo decir que lo lleva muy bien.

A veces entran personas que habían decidido irse a hacer otras cosas mientras les toca su turno. En algunos casos llegan justo en el momento preciso y caminan con paso seguro de la puerta a la caja que les corresponde. Otras veces frenan en seco y miran con decepción su papel, luego la pantalla, luego el papel otra vez. Ya es demasiado tarde y no les queda energía para pedir otro turno y repetir la operación en busca de mejor suerte.

Detrás mío hay un papá con su hija. La niña habla animadamente de una infinidad de temas sin transición alguna entre uno y otro. El papá la escucha y corrige su pronunciación, paciente pero firme. Tran. Tran. S. S. Trans. Trans. Transportar. Tranksportar.

La lectura me transporta (¿tranksporta?) a mi adolescencia, a las vacaciones en la finca de mi abuelo sin más opciones de entretenimiento que un par de libros de Asimov y un montón de Selecciones del Reader’s Digest. Me quedaba horas en la hamaca leyendo. Ahora me pregunto qué hacía mi hermana mientras yo leía. Cuando nos acompañaba mi primo el tipógrafo, la lectura pasaba a un segundo plano y los tres nos dedicábamos a buscar caminos y recorrerlos para ver adónde nos llevaban mientras jugábamos a que éramos científicos exploradores. Detesto haber perdido el contacto de mi primo el tipógrafo.

De repente estoy a cinco turnos de que me llamen y ya no me puedo concentrar en el libro. Muchos portadores de papelitos han claudicado ya y el banco ha quedado casi vacío. Ahora la voz computarizada que anuncia nuestros números los va saltando rápidamente al notar los cajeros que aquellos clientes ya no llegarán. Toca poner mucha atención y brincar apenas digan “H155” como si de un bingo se tratara, no sea que me confundan con otro turno perdido.

Cavorite dice que ser adulto es hacer vueltas porque ya nadie las va a hacer por uno. Salgo del banco como si nada, como si no hubiera pasado quién sabe cuánto tiempo esperando para hacer una operación brevísima, y me dirijo al supermercado. De allí emerjo poco después arrastrando una caja gigante de cereal. La definición de Cavorite es muy cierta, pero desde hace unos años yo tengo una adicional: ser adulto es ganar plata para luego tener la libertad de comprarse con ella todo un kilo de Corn Flakes.

El picnic del amor universal

Estos han sido días duros. El país ha destilado más odio de lo acostumbrado, o tal vez este estaba reprimido y explotó en un chorro a presión. La “gente de bien”, supuestamente velando por “nuestros niños”, les envió un mensaje muy claro a esos niños precisamente: cuando crezcan, si llegan a darse cuenta de que les gusta alguien del mismo sexo, bien se pueden ir suicidando y así acabar con el infierno en el que convertiremos sus vidas. Cuánto quisiera estar exagerando al decir esto.

Estaba meditabunda y triste, con el pobre consuelo de que en mi familia ninguno piensa así, cuando me llegó una invitación a un evento que prometía subir un poquito los ánimos de todos: el Picnic Amor Universal. Durante un par de horas, muchas personas compartiríamos un espacio (y mucha comida) y, por más cursi que suene, nos querríamos. Yo necesitaba un rayito de esperanza en medio de esta tormenta, así que decidí ir.

Había que llevar comida no solo para uno, obviamente. Me daba cosa llevar algo comprado sabiendo que los demás estaban metidos en la cocina haciendo tortas y empanadas. Además, no hay nada como las elaboraciones culinarias propias para demostrar amor. Le di muchas largas al asunto, pero finalmente hice galletas de chocolate con paçoca triturada justo antes de salir al Parque Nacional.

Lo que se vivió en la tarde de ayer (hermosa y soleada, además) fue importantísimo. Fue una gran unidad de seres humanos en coexistencia, contentos, sin miedo alguno al rechazo. Si algo positivo se puede sacar de esta semana tan terrible, es que nos forzó a todos los que nos oponemos al odio a dejar de andar por ahí desperdigados, distraídos y callados, convencidos de que vivimos en un momento para el que aún falta mucho. Nos obligó a salir y decir muy fuerte “esto no tiene que ser así”, y demostrar por qué.

Quiero que manifestaciones como esta se sigan repitiendo, y que sigamos unidos en el amor universal para enfrentar la oscuridad. Suena un poco como a los Ositos Cariñositos, pero miren todo lo que lograban ellos cuando se juntaban y emitían un rayo arcoíris.

Olavia the Social Butterfly?

Últimamente han desaparecido personas de mi timeline de Twitter. Ahora, cada vez que entro, solo me salen noticias de la BBC y el Asahi Shimbun (que nunca leo con detenimiento) y tips culinarios de Epicurious (que nunca pongo en práctica). Ya me explicaron que tiene que ver con el nuevo algoritmo, pero persiste la sensación de que todo el mundo se fue.

Entonces me pregunto: ¿quién es “todo el mundo”? ¿A quién no estoy leyendo que leía antes? Esto está vacío, pero ¿a quién debería extrañar?

No hay respuesta. Eso es preocupante, porque entonces, ¿con quién es que tanto hablaba que me hacía querer estar tan pendiente de esa red? ¿Qué clase de relaciones superficiales o falsas estaba forjando que cuando desaparecen ni me doy cuenta? Es más, al parecer ni siquiera soy consciente del transcurrir de mi vida social real. En estos días, dos personas diferentes en dos ocasiones diferentes me dijeron que tenían la impresión de que yo tenía muchos amigos porque yo siempre aparezco en fotos con gente o hablando con gente en las redes. Es raro, porque yo tiendo a pensar que en Bogotá me la paso sola y encerrada. (Digo que pienso que en Bogotá me la paso sola y encerrada pero ayer fui a cenar con unos amigos y hoy fui a almorzar con Gloria.) ¿Será cierto? ¿Será que mi sensación de soledad es apenas producto de trabajar detrás de un computador o metida en una cabina mucho más tiempo del que me gustaría?

Tal vez podría llamar/escribirles a todas las personas que considero amigas mías y ver si es una labor muy dispendiosa. Si lo es, aquellas dos personas tienen razón. En cuanto a Twitter, supongo que está bueno dejar de verlo como un espacio de encuentro (¿¡pero con quién!?). A ver si así me concentro más en otras cosas, como por ejemplo este blog.

La impresora láser

Una vez en el colegio me tocó trabajar en grupo con N. y, por lo tanto, tuve que ir a su casa. El apartamento de N. quedaba en una loma, allá donde están los edificios finolis cuyos apartamentos ocupan todo un piso y uno sale directamente del ascensor al vestíbulo, sin pasillos de por medio.

El apartamento de N. tenía las paredes verdes y los apliques dorados, como dictaban las normas de decoración bogotana de ese entonces. No recuerdo mucho más, salvo que imprimimos el trabajo en papel Kimberly y para el título empleamos la fuente de las portadas ochenteras de la revista Ideas. También recuerdo una cosa más, la más importante: al terminar de escribir, N. puso el papel gris moteado sobre una gran mole cúbica ubicada en una esquina del estudio. La mole se comió el papel y al instante lo devolvió calientico y cubierto de letras nítidas y negrísimas. Era una impresora láser y lo que hacía era magia pura.

No sé si esto ocurrió antes o después de adquirir nuestra primera impresora: una Canon bubble jet monocroma cuyo prospecto de compra me mantuvo con afán durante mi primer y único viaje a Manizales, poco después de mi cumpleaños número 11. Las calles tipo montaña rusa estaban muy bien y el nevado prometido no se veía nunca, pero yo quería volver ya a Bogotá para tener impresora y jugar a plasmar en papel las locuras que hacía en Creative Writer. Debo decir que para ser de inyección de tinta, la BJ-200ex era una máquina excelente. El otro día estuve sacando trabajos viejos del colegio y me sorprendí de la calidad de impresión de ese aparato. Además venía con un diskette con varias fuentes que no dudé en implementar en todas mis tareas.

Desde entonces he vivido fascinada con las impresoras láser. Sin embargo, llegar a tener una era absolutamente impensable. Mis papás nos trajeron impresoras a color después —nunca tan buenas como la Canon monocroma—, pero de impresoras láser ni se hablaba. Era ridículo querer algo tan empresarialmente costoso. Entonces usaba las que podía a mi alrededor. En Iowa, la universidad me dio un número de páginas para imprimir gratis, y como decidí no quedarme allá para terminar la carrera, aproveché para hacerme hojas adornadas a todo color con mi nombre en el encabezado y bordecitos bajados de esa novedosa maravilla dosmilera que era Clipart Online. En Los Andes prefería hacer fila y pagar en la sala de computadores del edificio B que volver a presentar un trabajo todo rojo por culpa de los caprichos de la impresora a color de la casa.

Nuestra impresora más reciente, una multifuncional cuyo escáner sacaba todo en degradé porque el bombillo solo alumbraba de un lado, me sacó una noche el letrero de “no hay tinta” poco después de habérsela cambiado. Me propuse no olvidar que necesitaba tinta nueva pronto y empecé a ir a un café Internet del barrio con reggaeton a todo volumen para imprimir cosas. Un día me devolvieron la memoria USB con un archivo nuevo llamado sex_algo_nosequé.lnk, y otro día me mandaron a usar yo misma un computador tan rebosante de malware que me tomó más de 15 minutos abrir un simple archivo PDF y mandarlo a la impresora. Láser. Me quisieron cobrar ese tiempo. Quería cobrárselo más bien yo a ellos porque quién me devuelve ese pedazo de mi vida. No volví al café Internet. Tampoco le volví a poner tinta a la multifuncional.

Entonces llegamos al fin de semana pasado. Estaba con mi papá en un almacén de electrónicos y vi una impresora láser con un precio perfectamente asequible para un ámbito no empresarial. Era monocroma, como mi primer amor. De repente se me ocurrió que ahora soy adulta y gano plata y puedo tener todo lo que quiera. Entonces me la compré, y de paso me compré también un escáner aparte.

Volví a la casa, la puse en el piso en la mitad de mi cuarto, ahí donde pudiera hacer más estorbo, y la instalé. Le mandé unos archivos aburridos pero urgentes. Salieron al instante, calienticos, nítidos y negrísimos. El sueño de toda una vida hecho realidad.

2015 (Sopor)

Hoy las piscinas públicas de La Dorada están a reventar. De resto, casi todo está cerrado.

Nosotros no vamos a la piscina a pesar del agobiante calor. Comemos paletas, tomamos siestas, nos encerramos en los cuartos más frescos, pero ni siquiera tenemos vestido de baño como para unirnos al plan general.

Mi primo de ocho años decide desechar la idea de visitar a un amigo y se queda en la casa con el resto de la familia. Durante el almuerzo-cena jugamos a imaginarnos televisores que estallan con tal fuerza que acaban con el universo y con el mismo estallido crean nuevos universos, y bebidas con gas más feas que el té con gas. (Después Cavorite me recuerda que el kombucha es té con gas y a mí me gusta mucho.)

Mi tío dice que no es muy común que un adulto le dé toda su atención a un niño durante tanto tiempo como lo he venido haciendo hoy con mi primo. Supongo que lo hago en parte porque es mi primo y me cae muy bien y en parte porque imaginar cosas locas es genial pero los adultos no andan muy en la onda de eso, así que hay que aprovechar cuando uno tiene un niño al lado.

En cuanto al año que empieza, ya habrá tiempo de entrar en él en forma. Primero hay que huir de este calor para que nos dejen de pesar tanto los párpados.