Monthly Archive for November, 2012

Back in San Francisco, Day 3: Chinatown/Haight-Ashbury

1.

El 4 de septiembre de 1977, el restaurante Golden Dragon, en Washington Street, fue escenario de una masacre fruto de la guerra de pandillas chinas. Los Joe Boys intentaron asesinar a un miembro de los Wah Ching en venganza por la muerte de uno de los suyos. De los cinco muertos resultantes, dos eran turistas. También hubo once heridos, ninguno de los cuales pertenecía a ninguna pandilla.

Treinta y cinco años después, dos turistas colombianos que no se animarían a entrar a Pozzetto se dieron un festín en el D&A Cafe de Washington Street, sin saber que muchos cambios de nombre antes ese era… el Golden Dragon.

***

2.

Los hippies viajan en manadas. Me hacen pensar en los hámsters salvajes de Infinite Jest, no sé por qué. Pasa un rebaño en la calle que no está desierta pero se siente así. Rato después, pasa otro. No se detienen como los homeless del resto de la ciudad (que son muchísimos, para mi sorpresa); solo pasan.

Quise pensar que este era un fenómeno nuevo, que los valores del Peace & Love habían degenerado en esto tan sin forma. Sin embargo, George Harrison cuenta que fue a Haight-Ashbury en 1967 creyendo que iba a encontrar un edén artístico de despertares espirituales y lo que halló fue una versión aún peor de lo que vimos nosotros. En esa época, la recua de vagos en las drogas era todo un banco de peces perdidos ocupando las calles por completo. Lo que nos tocó a nosotros fue apenas el final del oleaje, la mera espuma, pero en realidad ese mar nunca fue del todo paradisíaco.

Ya conociendo eso, me volqué a las tiendas a buscar un sombrero.

Back in San Francisco, Day 2: Japantown

En Las esferas del dragón, el maestro Roshi le entrega a Gokú una pesada caparazón de tortuga para que entrene con ella a cuestas todos los días. El método sugiere que uno se acostumbra tanto al peso extra que, cuando finalmente se libera de él, adquiere una ligereza que lo lleva a uno a saltar altísimo y correr como el rayo.

Así me sentí yo cuando me quité el morral que llevé a Japantown.

Tenía que dejar a Cavorite en un edificio art deco rosado hermosísimo sobre Market Street. Después quedaba libre para hacer cualquier cosa hasta recibir la señal de reencuentro. Armada con un mapa, un paraguas y un morral —el kit para trabajar en algún café— cogí por cualquier calle y seguí derecho, derecho, a ver qué. Modifiqué el curso un par de veces, paré por un sándwich de salmón con aguacate y un batido de coco con aguacate —palta, palta, palta— en un sitio con un letrero grande que decía “free wifi” —donde con cierta perplejidad me dijeron que no había conexión a Internet cuando pedí la clave, como si el letrero no existiera y yo estuviera loca—, y subí subí subí y bajé bajé bajé.

Art deco en San Francisco.

En el descenso de la loma el paisaje se empezó a poner raro: faroles de piedra en los jardines, letreros en japonés, un estanque en el centro de un conjunto de edificios, un templo. Era como haber pasado un portal interdimensional y encontrarme en un nuevo mundo que era pero no era familiar. Un barrio inclinado de Tokio but not quite. Durante un rato me sentí explorando un planeta desconocido donde curiosamente entendía la escritura y del que recordaba cosas sin haber estado allí antes. El nivel de extrañeza aumentaba al no haber nadie en la plazoleta central donde se erguía una especie de pagoda con cara de sombrilla múltiple. Un planeta abandonado, además. Entonces encontré la palabra 平和 (heiwa, “paz”) en un muro detrás de la pagoda, y ahí sí tuve un recuerdo de verdad.

La primera vez que fui a San Francisco yo no tenía más referencia de Japón que un jovencito mechudo de Maebashi y su modo de ser y actuar. Tiempo después aprendí que no todos los japoneses eran como él —menos mal—, pero por lo pronto él era mi pedacito de archipiélago. Este pedacito se convertía en toda una experiencia de confines del Pacífico en escenarios tales como el kaitenzushi en Chicago donde gritaban “irasshaimase!” cuando uno entraba, el supermercado Mitsuwa, el jardín japonés de St. Louis o, lógicamente, Japantown. Lo hice parar tras la pagoda, frente al letrero que no podía leer, y le tomé una foto. Mi japonés en pseudo-Japón: lo más cercano que jamás estaría a the real deal.

Pero ya sabemos que no fue así.

Entré a un centro comercial con mi morral al hombro y empecé a ver kimonos, paquetes de plástico color pastel y utensilios de cocina. Quisiera decir que el paisaje concordaba con el que había visto nueve años atrás, pero no: esta vez lo entendía. Todo tenía un lugar en mi memoria, pero en otro escenario. Quise hablarle en japonés a la cajera de la librería Kinokuniya como si del Kinokuniya de Shinjuku se tratara, mas no fui capaz. Luego, en la papelería Maidō, me creí una estudiante de la Universidad de Tsukuba que probaba esferos de colores en el Maruzen frente al auditorio. Prolongar el sueño me costaría caro. No obstante, no pude resistirme a pagar por quedarme con algunas de sus piezas.

Cuando ya estaba por salir del centro comercial, me encontré un puestecillo donde una anciana vendía onigiris recién hechos. Al ver la escena, sentí que tenía que hablar japonés necesariamente, como si la señora ligeramente encorvada y las bolitas de arroz estuvieran tan ancladas al ensueño en el que me había envuelto que no pudieran contaminarse con un pedido en inglés. Entonces hablé, milagrosamente sin miedo. Quise quedarme en ese limbo por siempre, pero parte de la felicidad radicaba en tener a quién volver. El camino era largo. Las puertas se abrieron y me dejaron intempestivamente en el agua.

Lentamente, bajo la lluvia, volví al edificio art deco rosado y esperé a Cavorite al calor del café con leche más feo de la galaxia. Apareció. Recibió una llamada. Esperé otro rato. Ahora había que celebrar el final del día. De nuevo a Japantown. Me quité el morral y usé mis brazos livianísimos para entregarle un par de onigiris de mis sabores favoritos y ayudarle a destaparlos.

Back in San Francisco, Day 1: Castro

La última vez que vine a San Francisco, hace nueve años y medio, empecé a hacer un diario de viaje muy detallado que no terminé. De hecho, solo escribí el día 1. Es más, ni siquiera era tan detallado, sino que se deshacía en florituras y me cansé de intentar describir de manera fantástica el que había sido, hasta entonces, el mejor viaje de mi vida. O me pudo la desidia, yo qué sé. En fin. Esta semana San Francisco me volvió a llamar por casualidad, más bien de afán, y yo decidí que esta vez sí haría un diario de viaje completo. Entonces empecemos.

Nuestro primer destino en la ciudad fue Castro. Con Castro yo tenía una deuda enorme porque en mi anterior visita mi compañero de viaje y yo éramos unos ignorantes totales de esos que se juran muy ‘normales’ y esa otra gente huyuyuy. Uno ni siquiera sabe qué piensa de verdad al respecto porque no sabe nada pero igual huy, mire a ese señor con falda y a esas barbies con dildos, huy. En esa época yo creía además que era frígida, así que estamos hablando de un total desconocimiento de la sexualidad humana. Cuando haya máquinas reproductoras de la realidad de otros tiempos procuraré que la gente no me vea ahí.

Pero bueno, afortunadamente en nueve años pasan muchas cosas, como que uno cuestione su lugar en la escala de Kinsey (y se muera de miedo), le dedique un buen rato a los estudios de género y haga amigos entrañables que resulten saliendo de toda clase de clósets. Entonces, otra vez, Castro.

Es muy emocionante salir del metro al Harvey Milk Plaza y ver no solo el GLBT History Museum sino cada vitrina de aquellas calles como testimonio de victoria en una lucha que aún se halla muy lejos de su fin. Vimos pasar hombres mayores por ahí, los vimos sentados en los cafés y los bares, y nos preguntamos qué historias tendrían para contar. Me dio tristeza pensar que en Bogotá me toca escoger entre callar este tema o arriesgarme a recibir comentarios horribles de la gente ‘normal’, tan facultada como está para decidir quién merece dignidad y quién no. Y encima están los malditos chistes de la radio, la radio esa que suena en todos los taxis y todos los buses y que le dice a la gente que está bien burlarse de las mujeres y de los hombres que parecen mujeres porque les gustan otros hombres. No puedo creer —pensé mientras caminaba por ahí— que haya tantas personas dispuestas a arruinarles la vida a otras por quererse o por intentar cuadrar lo que sienten con lo que ven en el espejo. Es culpa de la maldita ignorancia y la necesidad de ser ‘normal’ a toda costa. Lo sé por todo el tiempo que pasé tratando de negar que a mí me gustaban también las mujeres.

Nos fuimos alejando hacia Dolores Park. Pensé en mis amigos, en los puntos del planeta donde no han podido estar tranquilos por ser como son. Quise escribirles a todos y decirles que hubiera deseado estar con ellos aquí en Castro.

Falta la palta

El dueño de la casa donde me estoy quedando, un artista sesentón, frita unos huevos, parte una palta en la mitad y voilà, la cena. Admirable. Un país donde todo sea susceptible de ser arreglado con palta es un país en el que quiero vivir. Y si a eso agregamos la presencia de empanadas, pan con queso crema, ají, queso crema con ají, sopaipilla con ají, paté de ave-pimentón y ese invento divino que es el kuchen, yo estoy bien pero bien a gusto. Y todo eso lo bajamos con una buena dosis de mote con huesillo. Ah, Chile, qué bien me tratas.

Lo indefendible

Ayer debí haber dicho: Esta es una discusión inútil. No tiene caso debatir sobre lo que hacemos por gusto, llámese pasatiempo, hobby, afición, pasión o “el aire que respiro”. Da lo mismo si empezamos a hacerlo desde chiquitos o a los 65 años; si da plata, felicidad, satisfacción o una vía de escape de algo desagradable que reside en el fondo de la mente. A nadie le importa si todo nos aburre rapidísimo o si el mundo es un buffet infinito de saberes y habilidades por explorar. Es absurdo cuestionar el lugar que tiene cada actividad en la vida del otro.

Pero no dije nada y me quedé con la sensación de haber perdido el tiempo defendiendo la validez de algo tan indefendible como el color favorito. Bah, re bah.