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Daruma de bicicleta

Anoche leí un artículo sobre el trauma generado por los accidentes de bicicleta versus aquel causado por los accidentes ocasionados al correr. La gente tiende a jurar que no volverá a subirse al lomo de ese monstruo con ruedas así el tiempo de recuperación por lesiones ciclísticas sea breve comparado con el de las lesiones de un pie mal puesto en la pista.

No llevo mucho tiempo montando bicicleta. Tres años, no más (¡uash, ya tres años!). Me he caído varias veces y tengo un par de cicatrices en las rodillas para probarlo. Bueno, también tengo una cicatriz de cuando me atropelló una bicicleta, pero esa es otra historia y creo que la he contado millones de veces. Mis percances ciclísticos han sido más bien vergonzosos, a decir verdad. Enumeraré los más memorables:

  1. Me fui de lado entrando en una rampa, intenté agarrarme de una pared, quedé abrazándola, la bicicleta siguió cuesta abajo, me arrastró, la camisa se me desabotonó y me raspé todo el pecho.
  2. Otra rampa en bajada; esta vez quedé abrazando unos arbustos. No hubo nudismo accidental. El resultado, aquí.
  3. Se me enredó un pedal en un bolardo, di una especie de bote en el aire, el pie que iba sobre el pedal quedó agarrado a la altura del bolardo y se dobló feo. El dedo gordo de dicho pie se volvió una masa amorfa morada. Era tan horrible que no le tomé foto.
  4. Una estudiante descuidada sin frenos me estrelló. Mi teléfono salió volando. Empezó a timbrar apenas tocó tierra. Aún tirada en el pavimento, contesté.
  5. Como habrán podido adivinar ya, el campus de mi universidad es una gran pista de bicicross con subidas y bajadas a granel. ¿Qué pasa cuando dos personas vienen de dos cimas contiguas? Se encuentran en el valle y se convierten en un amasijo de metal y piernas difícil de desengarzar. Es como besarse pero con varillas de por medio y sin saber con quién.
  6. Iba más bien rápido cerca de la bifurcación de un camino. Apareció de la nada una de esas típicas estudiantes sin frenos. La esquivé pero no alcancé a coger el otro brazo de la Y. La llanta golpeó el murito que separaba ambas ramas. Sentí que salía volando como los malos de Los Magníficos. No tengo idea de cómo caí, pero llevo varios días con con las piernas todas pintadas de colores.
  7. Al otro día del accidente #6 llegué a la facultad pensando en lo gracioso que sería volver a caerme de la bici. Un minuto después frené mal, me fui a bajar, la bicicleta siguió, me arrastró, terminé de pintarme las piernas.

Pese a todo esto —mi mamá debe estar al borde del infarto leyendo estas fantásticas historias de supervivencia—, nunca se me ha pasado por la cabeza dejar de montar bicicleta. Me gusta muchísimo ir por ahí rodando, escuchando música bajo la mirada vigilante del radiotelescopio, con el paisaje abriéndose hacia el infinito detrás de las viejas casas rurales. Cavorite dice que soy un peligro sobre ruedas, pero en Tsukuba montar bici es cuestión de supervivencia (lo siento, ciclistas de Amsterdam). No obstante, me preocupa que en Bogotá se me acabe la dicha ciclística gracias a las distancias, el estado de las vías y el clima (por no mencionar la inseguridad).

Eso sí, no me pregunten sobre traumas de conducción automovilística. De eso no se habla.

Addendum: Lowfill Sensei, si me lees, mil y mil gracias de nuevo por haberme enseñado a montar bici.

Foux du FaFa

¡Aquí viene! ¡Huyan! ¡Aaaaaaaaaargh!
(foto de Cavorite)

[ Miracle and Magician — Wendy Carlos ]

Ileri Yol

Aquellos familiarizados con Dünyayı Kurtaran Adam (excelso filme también conocido como Turkish Star Wars) recordarán la escena de entrenamiento en la que los gallardos protagonistas no hacen sino manotear rocas hasta sacarse sangre. Siguiendo de cerca el proceso de Murat y Ali se encuentra un niñito, quien imita a sus ídolos con entusiasmados saltitos y puños al aire que el buen Murat (interpretado por el inolvidable Cüneyt Arkın) corrige en un gesto de “no desfallezcas, chico; cómete tus verduras y algún día serás como yo”.

Hace aproximadamente dos años aprendí a montar bicicleta en el parque de mi barrio en Bogotá. Mi mentor fue nada menos que Lowfill, el héroe ciclístico de las cumbres andinas. Una retahíla de accidentes después, puedo decir que ya la domino con relativa destreza. Incluso pasé una temporada esquivando carros sin frenos ni luz—hasta que el señor Sakaguchi me llevó casi que de la oreja al taller.

El sábado pasado, movida por un extraño impulso (como suele suceder con casi todo lo que hago en mi vida) tomé mi fiel vehículo al atardecer y arranqué a toda velocidad con rumbo al parque Doho, el más grande de Tsukuba. El recorrido ida y vuelta tardaría aproximadamente una hora, estimé. Suficiente para escuchar un disco completo de The Alan Parsons Project. Sin más respiro que el que me imponían los semáforos me apropié de la avenida, bordeé el parque por una calle llena de primorosos restaurantes europeos y me devolví por detrás del Tsukuba Space Center, donde entrenan a los astronautas japoneses.

Calculo que recorrí unos ocho kilómetros, que en realidad no son nada comparado con las grandes travesías pero que para mí significan un montón. Son mis saltitos de niño entusiasmado que observa a sus héroes prepararse para la verdadera acción.

Supongo que otro fin de semana podría intentar ir aún más lejos.

Por cierto, querida teleaudiencia: si andan en busca de buen cine, no se pierdan Dünyayı Kurtaran Adam. 91 minutos de acción en el desierto, zombies, pedradas a la cara, humor turco y naves espaciales al mejor estilo directamente sacadas de Star Wars. La banda sonora es de John Williams, Miklós Rósza y Queen, entre otros afectados.

[ Boble — Hanne Hukkelberg ]

Because It’s There

“Si no eres tú, ¿quién? Si no es aquí, ¿dónde? Si no es ahora, ¿cuándo?”
—Frase hasídica citada por Alejandro Jodorowsky


Para cuando amanezca en Bogotá (cosa que debe estar sucediendo en este mismo instante), mi amigo Lowfill estará enfilando camino por la Cordillera Oriental de los Andes, rumbo al Cañón del Chicamocha. Va en bicicleta. Es un trayecto largo y me figuro que tortuoso; cualquiera sabe que no es empresa fácil subir y bajar montañas impulsando un potro metálico con las piernas sobre un sillín angosto.

Si existe una persona en el mundo que aplique a cabalidad la frase de Jodorowsky, es él. Lo recuerdo diciéndome algo muy parecido en una pastelería del centro de Bogotá el año pasado mientras me contaba sus planes. Me había invitado a un tinto con milhoja, ofreciéndome verdades que yo desperdigué sobre la mesa como las migajas de hojaldre que llovían de mis comisuras. Qué pequeña he sido siempre.

El dueño de todas las aventuras va dejando tras sí una cinta de asfalto, una estela de historias que tomará mucho tiempo enrollar. ¡Quién tuviera el coraje de hacer algo siquiera parecido! Al fin y al cabo, en el fondo los viajes no se tratan tanto de imprimir nuevos paisajes en la memoria sino más bien de descubrir en ellos las partes faltantes de uno mismo.

[ The Back Seat of My Car — Paul McCartney ]

Ein Fahrrad für mich

Nunca le pedí una bicicleta al Niño Dios.

A mí, fervorosa creyente del infante mensajero, nunca se me pasó por la cabeza que sería divertido tener una, aún pese a que Navidad tras Navidad veía a mis vecinitos partir raudos hacia los confines del conjunto en sus nuevos caballitos de acero. No, no. Yo tenía mejores cosas que pedir. Una de ellas, la única que se mantuvo constante con el pasar de los años, llegó al fin cuando cumplí los nueve, y desde entonces no me ha abandonado. Pero, como diría Michael Ende, ésa es otra historia y será contada en otra ocasión.

Ayer en la mañana me desperté con la firme convicción de algo. Era una convicción tan grande que me hizo ponerme un pantalón de sudadera gris, una camiseta blanca con letreritos y dibujitos coloridos —souvenir de Chicago— y los tenis de siempre (ganga en Shibuya, talla 25.5). El cansancio del día anterior aún me consumía: los destellos de un apuesto Don Quijote de ojos rasgados cantando en un idioma que parece japonés al revés daban vueltas alrededor de mi cabeza como disparos de cámara mientras los restos de unas calles ribeteadas con angulosas casas de ensueño palpitaban en mis piernas. En completa soledad y arrastrando el peso de tantos recuerdos acumulados en tan poco tiempo tomé un bus hacia el centro de Tsukuba.

Una vez allá, la convicción me exigió llenar mi estómago antes de emprender la faena sobre la cual yacía su férreo dedo, así que me detuve en Subway. Me comí el sándwich y las papas con fruición y sin detallar casi nada de lo que ocurría a mi alrededor, salvo que el takoyaki (8 piezas) está a ¥480 y que si le cambias de salsa te cobran ¥100 más. Me pregunté si era posible un exceso de albahaca en una comida, pero al presionar las papas sobre el polvo verde como un cigarrillo en un cenicero antes de llevármelas a la boca me respondí que no, o tal vez ni siquiera me respondí semejante pregunta, absorta como estaba en lo salado de la salsa, en el takoyaki de ¥580, en la gaseosa, en dónde dejaría la bandeja después de comer, en el terrible aliento que esperaba aniquilar cuanto antes con un dulce viejo sacado del fondo de la bolsa.

Atravesé el centro comercial sin detenerme en vitrina alguna hasta llegar a la amplísima entrada de Jusco. Jusco, la maleta del Mago Merlín que todo lo contiene en este lado tan vacío de la región Kanto. Jusco, el símbolo de una nación que poco a poco empieza a adentrarse en la maravillosa vida suburbana que tanto promocionaran los venenosos años cincuenta de los Estados Unidos. Jusco, mi destino final en la primera parte de esta misión.

La tienda de bicicletas de Jusco es atendida por dos ancianos bastante meticulosos que por ¥840 atienden tu primera pinchada (“panku shuri”, se le dice acá). Los rodeé durante tal vez una hora, tal vez menos, posiblemente más, mientras notaba que la bicicleta compacta que había considerado unos días atrás ya no estaba. Inmediatamente pensé en Agatsuma. A la entrada de la tienda, en una esquina, una familia acechaba un modelo negro de montaña, danzando a su alrededor como buitres inseguros. Fingiendo un concienzudo examen de las cadenas de seguridad, yo rogaba para mis adentros que no se la fueran a llevar. Al fin y al cabo, desde aquella mañana de llovizna en la que el verde lomo de Julieta me había llevado al mundo de los pedales y el manubrio respaldada por Himura y Lowfill, yo estaba firmemente resuelta a no comprar un vehículo que no estuviera equipado con doble suspensión. Y helo ahí, el candidato perfecto, sujeto a las opiniones de un padre, una madre y una niñita que insistía (maldición) que el negro era mejor que el plateado. Después de cuatro millones de años en los que ni siquiera comprendí la diferencia entre un candado y el otro, la familia siguió su camino, tal vez en busca de una decisión final.

Entonces, como si los nervios en solitario no fueran suficientes, apareció mi profesor de cuento corto americano. Por primera vez veía su francesa figura y hermosa nariz en atuendos menos elegantes que los impecables cortes BCBG que lo caracterizan. Venía por algún arreglo de su bicicleta, una de aquellas plateadas que absolutamente todo el mundo tiene. Me preguntó si venía a comprar la mía, le respondí que sí sin entrar en los vergonzosos detalles de mi pertenencia a la liga amateur, y se fue, tan alto y elegante y orondo y… se fue.

Por un momento me detuve en unos modelos más baratos, compactos pero sin los vitales resortes que Julieta (y por consiguiente su dueño, Lowfill—y siguiendo esa flecha, quien lo había llamado a impartir esta lección, Himura) me había enseñado a necesitar. Entonces me di cuenta de que aún me encontraba dándole vueltas de la manera más ridícula a una decisión que estaba tomada desde antes de poner un pie en la esquina de la tienda, antes de entrar a Jusco, antes de comerme el sándwich, antes de subirme al bus, antes de convertir la ansiedad de esta convicción en una máscara de rabia contra un Himura que hacia el mediodía pero catorce horas antes estaba cayéndose sobre el teclado, empujado por las hazañas de un día cuyo contenido habría de ser olvidado en su insufrible complejidad.

Hacia las siete de la noche sonó el teléfono. Nada había cambiado entre nosotros dos, como era de esperarse después de una pelea cuya causa real había sido desterrada desde el primer pedalazo certero que me remitió una vez más —como habrían de hacerlo cada curva, cada frenazo, cada duda y cada obstáculo esquivados con instinto— a aquella mañana en la que él y Lowfill tornaran con paciencia la indiferencia infantil en la convicción de este día.

—Tengo una bicicleta —, le dije, con una voz que se deshacía como el helado al sol de este verano pertinaz que todavía se rehúsa a marcharse.

[ Supersonic — Jamiroquai ]

Necesito leer menos blogs

He aquí algunas razones:

  • Mi tiempo debería gastarse en algo más productivo, así este exceso no sea más que una manifestación de la ansiedad que me producen los exámenes finales.
    • Estudiar sería una buenísima idea.
  • No quiero volver a tener la desdicha de toparme con un relato en el que se incluyan las rosquitas de queso como estimulantes sexuales.
    • Ni ser testigo de cómo esa mezcla de tarjeta de felicitación para quinceañera y segmento del Castillo Drácula goza de especial acogida en la blogósfera latinoamericana.
  • Quisiera tener menos pruebas de la desesperada necesidad de autopromoción del blogger omnipresente.
    • Y de lo fácil que cae la gente creyendo que lo que está en todas partes es buenísimo.
  • No quiero volver a considerar la posibilidad de meterme a competir en rankings o comentar más en otros blogs a ver si éste sale del anonimato.
    • Y mucho menos considerar estrategias en cuanto a temática o estilo para atraer lectores.
  • Sería mejor si en vez de leer escribiera, o si en vez de leer blogs leyera libros, a ver si por fin vuelvo a mi vieja afición creativa.
    • Quejarme de lo mala que es mi ficción y no hacer nada al respecto es bastante reprochable.
  • Preguntarme si algo bueno ha resultado de este blog es simplemente estúpido.

He dicho.

[ I Can’t Make Me — Butterfly Boucher ]