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3.11 (tres años después)

Ya han pasado tres años. En tres años no he vuelto a Japón. Intenté cruzar el Pacífico una vez pero me quedé en la mitad, en un paraíso aguamarina. Es raro pensar en conmemorar al mismo tiempo cosas tan felices y otras tan tristes. Me gradué, prueba de que sobreviví, ¡pero qué manera de probar que lo hice! Salvada de milagro en una bahía montañosa de la isla de Kyushu.

A veces pienso en esa tarde y en cómo me enteré de todo por Twitter —mientras la vida seguía tan normal al otro lado del país—, el camino confundido de vuelta al ryokan, las imágenes en la televisión. Especialmente las imágenes en la televisión. La sensación al despertarme al otro día y caer en cuenta de que eso había sucedido. Recuerdo que me la pasé pensando que una ciudad bombardeada no era un buen lugar para pensar en cómo volver a un área recién arrancada de su cotidianidad por un terremoto monstruoso.

Sin embargo, los recuerdos de angustia vienen inexorablemente ligados a otros, positivos, como el sabor del kakuni manju que me fui comiendo por la calle minutos antes de que temblara —ubiqué el momento por la hora de las fotos que tomé ese día—. El sol brillaba sobre los mártires crucificados de otra época, un parque con patos cubría las vajillas rotas y bicicletas derretidas de otra época. Había miedo, tristeza y cansancio pero todo a mi alrededor era increíblemente hermoso.

A pesar de todo, pienso en Nagasaki y me siento agradecida. Estoy convencida de que algún día volveré allá a rendirle homenaje a la ciudad por haberme acogido en un momento tan difícil y confuso.

The Ides of March

Hace un año cogí un tren bala a Kioto. Allí me despediría de María Lucía, tomaría un tren a Kobe y ahí un avión a Nagasaki. El plan era escribir sobre ese último viaje en solitario antes de graduarme y volver a casa. Algo alcancé a hacer. Primer capítulo de una serie que no tuvo más entregas.

Ya dio vuelta la espiral. Estoy en el mismo punto de partida pero un paso más alejada de todos los lugares que este mes ha contenido en calendarios pasados. Una playa. Un tren. Un túnel. Ciruelos en flor.

Qué diferencias tan grandes entre 2009, 2010 y 2011. Y entre estos tres años y el aburrimiento de 2012. No me gusta que todo se desvanezca así. Me entristece saber que estoy cada vez más lejos de allá, de todos los allás que he tenido. Me veo anclada en este escritorio y me aterra imaginarme así de quieta por siempre.

Necesito un plan de escape.

3.11

Durante todo el tiempo que viví en Japón me pregunté constantemente qué haría si el Gran Terremoto del que tanto advertían me cogiera en un lugar concurridísimo. El peor escenario era la estación de Shinjuku, indudablemente. Sin embargo, estas reflexiones nunca se tradujeron en la consideración de la amenaza como algo real. Uno no espera, de verdad no espera que las cosas sucedan de esa manera.

“El Japón que conoces ya no existe”, me escribió Hazuki en una carta que recibí para mi cumpleaños el año pasado. Creo que alcancé a notar el cambio cuando por fin pude volver a Tokio después del terremoto. Todo, desde la misma estación de Tokio, estaba a media luz y en silencio. Era como si Tsukuba se hubiera expandido y se hubiera tragado la región entera. Ese es el Japón que abandoné y que sigue ahí, según parece. El “según parece” es la parte que me duele. Desde el 11 de marzo de 2011 no he sabido nada de primera mano.

A veces me siento culpable por no haber estado en Tsukuba en ese momento y tampoco haberlo estado mucho tiempo después. Puedo jurar que lo mío no fue huida, pero se parece mucho a todos esos casos de extranjeros que acamparon en Narita para largarse en el primer avión que los llevara. O no sé si se parece. Se parece en que no pude entregar el apartamento como debería y dejé un montón de cosas botadas. Se parece en que no he vuelto a pisar suelo japonés y eso aún me entristece. Siento como si al haber estado en Nagasaki hoy hace un año y tener mi tiquete de regreso a Colombia reservado para el 31 de marzo me hubiera deshecho deliberadamente de la responsabilidad de una catástrofe que nadie pudo haber previsto ni controlado. Como si mi fortuna me hubiera quitado el derecho al miedo, a la incertidumbre e inmensa soledad que de hecho sentí.

No puedo hablar de la tragedia en sí porque no estuve ahí. Ha pasado un año y sigo sin entender nada.

2011

Nara – Osaka – Tokio – Bangkok – Saipán – Nagasaki – Kobe – Kioto – Tsukuba – Bogotá – La Dorada – Buenos Aires – Nueva York – Bogotá – Buenos Aires – Valparaíso – Viña del Mar – Santiago – Lima – Bogotá.

En general no fue un año muy feliz que digamos. Ahora me falta un abuelo, y encima se me acabó Japón y no me pude despedir. Pero bueno, también tuvo sus partes rescatables. Me gradué —sin ceremonia pero con hakama—, viajé, viajé, viajé, viajé y viajé, lloré con Madama Butterfly —y su tierra me acogió en el peor momento de mis cinco años de vida nipona—, hice realidad mi sueño adolescente de conocer una isla casi inalcanzable (¡donde los niños tocan ukulele en el colegio!), tuve encuentros bonitos y pasé una temporada más o menos larga conociendo Chapinero con Cavorite. Ahí hay buenos recuerdos para compensar, al menos, aunque la tristeza no halla una manera de desaparecer del todo. Ahora no veo nada en el futuro, entonces qué más da que llegue el año nuevo.

3/11 – 11/3

El 11 de marzo de 2011 vi el primer cerezo en flor del año. Fue en Nagasaki, en una colina llena de casas antiguas entre cuyas puertas abiertas se colaba el viento marino con el eco de “Un bel dì, vedremo”. Era un día soleado y perfecto. Yo estaba planeando una serie de textos sobre los viajes del último mes y este era un bonito culmen: tulipanes, el mar difuminado entre las montañas, Madama Butterfly, aquel único cerezo en flor.

Después de mucho deambular por caminos empinados llegué a Dejima, la isla artificial que representaba el único contacto directo entre Japón y el extranjero hasta la era Meiji. Ya estaba cansada y aburrida de ver salones con muebles antiguos que a mí me resultaban muchísimo menos exóticos que al turista japonés promedio, así que tomé asiento en una sala de proyecciones al final de una exhibición sobre la historia del azúcar y abrí Twitter en el celular. Había un montón de mensajes para mí: querían saber cómo estaba yo. Estaban preocupados. ¿Qué había pasado?

En este momento, rememorando, lo que me impresiona es encontrar una foto tomada por mí a la hora en la que estaba temblando. Es obvio que la imagen no muestra nada fuera de lo normal, si yo estaba a mil kilómetros de Tsukuba. Es una mala foto, incluso. Un edificio antiguo de ladrillo y una mujer con una bolsa de compra revisando su celular. Feo ángulo, sobreexpuesta. No sé por qué quise recordar precisamente esa escena, aunque tampoco tiene ninguna conexión con lo que estaba ocurriendo en ese momento al norte de mi casa sin que hubiera manera de percatarme. Bien podría no haber tomado ninguna foto y seguir derecho por esa calle en busca de más lomas para explorar.

El sol de la tarde no perdió su brillo cuando Azuma me contó por teléfono que no pasaría la noche en nuestro edificio por el posible riesgo de colapso, pero fue el fin del tour por Dejima. Caminando un poco sin rumbo pero automáticamente volviendo al hotel hice un par de llamadas. Quise avisarles a mis padres antes de que llegara la ola de pánico que yo no estaba allá y, por consiguiente, estaba bien. Fue tan inútil como las barreras de contención que se desmoronaron bajo la primera embestida del tsunami en los pueblos desaparecidos.

Llegué al ryokan. Algo comenté con el dueño en recepción. Subí al cuarto. Prendí el televisor. El paisaje era familiar aunque no hubiera estado allí nunca. Y el agua se lo estaba comiendo todo.

Siete de abril

Mis padres y yo vemos Lost in Translation. Entiendo la mayoría de los diálogos en japonés. La primera vez que seguí a Bob y Charlotte, en 2004, no tenía la menor idea de lo que los japoneses decían, pero ahora reconozco en cada instancia algo que a mí me tocó durante los últimos cinco años. “Pude tomar la foto”. “Llene este formulario”. “¿Cuántos años lleva en Japón?” Hai, hai, hai. El viejito en la sala de espera dibuja un círculo en el aire representando un año. Bob no entiende, pero tiene sentido. Se vuelve a las flores de cerezo, el ciclo inicia de nuevo. Yo aún tengo el impulso para volver a empezar pero la línea en curva no se cerró, quedó a la deriva como un listón al viento. Igual, ¿impulso para qué? Todo lo que había para mí allá se acabó.

Siempre pensé que mi salida de Japón se parecería al final de Lost in Translation, pero no fue así. No sonó The Jesus and Mary Chain mientras intentaba imprimir en la memoria cada letrero sobre la autopista. Recogí lo que pude como pude, abandoné el apartamento y me dormí en el bus a Narita. Todavía me atormenta el estado en que quedó todo. Me atormenta la falta de tiempo, las vías cerradas, el terremoto que a mí no me tocó por estar subiendo y bajando lomas en Nagasaki y que me dejó lejos de donde debía estar durante los días que había destinado específicamente para finiquitar mi relación con el 310 de Raiku Mansion.

¿Qué habría cambiado si hubiera estado en Tsukuba el 11 de marzo? Si hubiera viajado en las fechas que tenía previstas originalmente y no hubiera ido a recibir el certificado de trabajo como TA. Tal vez habría cambiado este vacío por algo de certeza —así fuera la certeza de haber visto todo caer—, tal vez habría podido darme el lujo de realizar el acto consciente de botar mis cosas y no resignarme a dejarlas intactas en el no-lugar que les dio el intento de orden. Pero no puedo (y no sirve de nada) imaginar escenarios paralelos. Fue lo que fue. Ya no estoy allá. Con el tiempo olvidaré lo que perdí. Necesito olvidarlo. Dejé un Pripyat en mi cabeza.

La corriente del miedo

Yo no debería estar hablando de esto. Debería estar hablando de las casas holandesas y el hipocentro de la bomba atómica y el kakuni de cerdo que es la comida más deliciosa que se han inventado en todo Japón. Sin embargo, descansando en Dejima bajo un sol esplendoroso recibí noticias y el panorama del viaje cambió: ya no era paseo sino escape. Desde entonces llevo varios días huyendo y ya no sé de qué huyo. Ya huí de mi casa inestable, ya huí de la falta de agua, huí del hambre, del racionamiento de energía, del aislamiento, de la radiación, del pánico general.

Cuando Azuma y yo bromeábamos acerca de la posibilidad de un terremoto como el que acaba de ocurrir, yo siempre decía que a mí no me daba tanto temor el sismo en sí sino la reacción de la gente. Y no me equivoqué. Si bien no hubo estampidas humanas, los días siguientes han traído consigo la saturación de imágenes dramáticas, el amarillismo, las alertas sobre amenazas inciertas. La región de Kanto se va desocupando y pueblos de por sí escasos de gente como Tsukuba se convierten en paisajes fantasmagóricos. Es difícil establecer el límite entre la verdad y el terror.

Tarde o temprano tendré que regresar a Tsukuba y constatarlo todo por mí misma. Hasta entonces, existe muy poco de lo que yo quiera enterarme, más allá de que las líneas de tren corren y habrá con qué preparar las lentejas que me alimentarán hasta que regrese a Colombia. El nudo en la garganta no me lo ocasionan las réplicas ni las centrales nucleares, sino la gente. Me preparo, pues, para nadar contra la corriente del miedo.

一人旅 (2)

Antes de salir de Kioto, Ueo me dio desayuno y estuvimos charlando un rato. Hablamos de cómo se siente vivir en Tsukuba y de los letreros en inglés en Japón. Ueo es una gran persona y me alegra que María Lucía haya dado con alguien así, no solo por ella sino también por nosotros que tuvimos la oportunidad de conocerlo. Cuando nos despedimos me dijo, haciendo alusión a la conversación anterior, “enjoy your happy life”.

El trayecto Kioto-Kobe-Nagasaki fue silencioso y azul. Tanto mar y cielo y letreros.