Empiezo a regodearme en la idea del tiempo, en la posibilidad de tenerlo. Cuando todo esto termine, que ya es dentro de muy poco, se extenderá ante mí una banda larguísima de segundos como un rollo de papel en blanco al lado de un montón de marcadores de colores. La gente se pregunta qué hacer con el dinero habido de repente, pero yo estoy pensando en cómo gastar tanto pero tanto tiempo. No puedo hacer una representación graciosa y cliché de la fortuna que está a punto de quedar en mis manos: no puedo recoger billetes de tiempo del piso y lanzarlos hacia arriba como hojas secas ni tirarlos sobre la cama y revolcarme entre ellos. Sin embargo, ya me veo corriendo por prados inexistentes con los brazos extendidos como La novicia rebelde, invitándome a mí misma a helados y películas y a leer en francés, tocando ukulele hasta despellejarme los dedos, sacando los lápices para dibujar, cogiendo Transmilenio de un portal a otro solo para ver cómo cambia el paisaje de Bogotá. A partir del lunes seré la persona más afortunada del mundo: estoy a punto de quedar en el desempleo y me siento heredera de un imperio.
Monthly Archive for October, 2011
El sonido del entorno subacuático es más agradable en las películas que en la vida real. Cuando uno se sumerge en el agua todo suena como si uno fuera un drenaje y el mundo se estuviera yendo a través de uno, sensación que se confirma cuando uno sale a tomar aire y los oídos hacen como si las últimas gotas de universo hubieran terminado de desocuparse. Si las boyas o los icebergs tuvieran oídos —como los nuestros, no otolitos de pez—, seguramente vivirían irritados del constante cambio entre el sonido del aire y el sonido del agua con la inestabilidad de la superficie en la que flotan. Lo contienen todo y de pronto no. Otra vez lo contienen todo y de pronto no. Claro que no sé si preferirían la permanencia de lo primero o lo segundo. Glugluglu.
Hoy vi en televisión que el Papa estaba beatificando gente. No recuerdo cuál es el procedimiento para la beatificación, creo que es como cuando uno acumula sellos en las tarjetas de puntos y, entre más tengas, mejores premios te dan. Para los PapaPuntos hay que tener milagros comprobados, si mal no estoy. Me imagino a los fieles llamando a la línea de atención de la Oficina de Beatificación, Santificación y Milagros para reportar manchas de humedad, curaciones, misterios inexplicables (leer lentamente con voz nasal y entonación ondulada). Y luego a los curas-inspectores viajando para establecer si fue un milagro o no lo que hicieron Dominguito Savio, Juana de Arco, Karol Wojtyla o alguna monja muerta en Centroamérica.
Cuando era chiquita quería ser santa para figurar en el almanaque del Divino Niño del 20 de Julio. Yo no quería que me adoraran ni nada, lo único que me hacía ilusión era ver mi nombre impreso y multiplicado por todas partes. Después pensé que para adquirir ese tipo de fama tenía que morirme primero, y entonces ya no me entusiasmó tanto la idea. Más adelante quise ser monja, ya no por el reconocimiento sino porque estaba segurísima de que nunca jamás de los jamases le atraería a nadie, así que —siguiendo la lógica eclesiástica aprendida en el colegio— si no me casaba con un hombre, me casaría con Dios. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de darme cuenta en unos retiros espirituales de que el matrimonio con Dios es un muy mal negocio porque una ahí no es la esposa sino la empleada del Altísimo. Había una monja argentina en el convento al que nos llevaron, lindísima, y no hacía sino trapear y hornear tortas. Triste prospecto. Los geranios negros en los pasillos no lograban compensar la decisión tomada: figuró resignarse a afrontar la soledad de las adolescentes feas, esa que se siente como si fuera a durar para siempre. Claro, también estaba la opción de vivir como las monjas de Minnesota que habitaban nuestro colegio, cómoda y de particular, pero sin llegar a sopesar siquiera esa posibilidad me enteré de que María Magdalena y la adúltera no eran la misma persona y que en Japón la mayoría de la gente afirma no tener religión y logra vivir así tan campante. Y además le gusté a alguien. Shock y fin del problema.
En fin, ha pasado el tiempo y mucho ha cambiado. Ya no tengo ni medio chance de figurar como adalid de la moral en ningún lado, y tampoco es que quiera. De todas maneras mi afán de santidad nunca fue más que el deseo de ver mi nombre impreso en algún lugar visible. Por ahora, para eso está el blog.
Este fin de semana mis papás se fueron a La Dorada. Creo que era la primera vez en mucho tiempo que quedaba completamente sola día y noche, tal como en Tsukuba. De por sí, esto no constituyó un hecho digno de recordar, pero algo curioso sucedió: en la noche del viernes descubrí que la crema dental ya no cerraba. Por más que empujaba la tapa contra el contenedor, lo único que lograba era sacar más crema. Muy extraño, pensé, pero no le di más vueltas al asunto.
Entre el trabajo y la evasión del mismo se me empezaron a ir las horas. La casa es pequeña, pero sin proponérmelo limité toda actividad a mi cuarto. ¿Para qué tantos espacios cuando se puede estar en uno solo? Por la ventana veía cambiar el color de la luz de gris a blanco a gris. Escuchaba los ruidos de afuera. Cantaba. A veces me recordaba escribiendo en un escritorio metálico en la última esquina del último apartamento de un edificio en la frontera entre la urbe y la maleza. “Nada ha cambiado”, alcancé a pensar mientras notaba cómo mis cuerdas vocales permanecían inmutables desde el día anterior. Qué familiar abandono.
El cielo terminó de cerrarse sobre la ventana. Todo el mundo se sentía lejos, lejísimos. Parecía como si se hubiera generado un cerco de distancia alrededor de la casa. Dentro de ella, cada paso en el corredor, cada escalón, constituían bultos de arena tras los cuales se hallaba la trinchera de mi habitación.
Entonces recibí un mensaje.
Extrañada ante el giro que había tomado la noche —¡así de tarde!— me alisté rapidísimo, volví a forzar la tapa del dentífrico que seguía sin cooperar y salí. Fue una visita de muchas horas, algo prácticamente impensable en Japón (¿conversación interminable? ¿invitación espontánea? olvídenlo). Algo había cambiado, después de todo.
Cuando al fin regresé a la casa, entré al baño y me cepillé los dientes. Entonces, una vez más, me dispuse a cerrar la tapa. La miré y, en esta ocasión, la enrosqué sobre la boquilla en lugar de empujarla. Cerró perfectamente. Sin darme cuenta, durante todo este tiempo de aislamiento había estado intentando maniobrar la crema dental de mi casa en Bogotá como si esta fuera la que tenía en Tsukuba.
(Escena: Parte delantera de un Transmilenio. Olavia está parada al lado del conductor, dándole la espalda, distraída escuchando música. De repente siente que una voz detrás de ella la llama. Se quita los audífonos y voltea a mirar: es el conductor. Tiene en la mano un Blackberry extendido hacia ella. El aparato está timbrando. El señor le pide que conteste.)
Olavia. (desconcertada) ¿Qué digo?
Conductor. Diga que estoy ocupado.
(Olavia se acerca el aparato.)
Olavia. ¿Aló?
Voz en off. Aló, ¿por favor Perengano?
Olavia. Está ocupado, ¿le quiere dejar una razón?
Voz en off. ¿A qué hora lo encuentro?
Olavia. (al conductor) ¿Que a qué hora lo encuentran?
Conductor. A las 8:40.
Olavia. (al teléfono) A las 8:40.
Voz en off. ¿Con quién hablo?
Olavia. Con alguien que le está haciendo el favor de contestar.
Voz en off. Ah, ¿está en Transmilenio?
Olavia. Sí.
Voz en off. Dígale que es de parte de Robiñano, que ya está lo del portátil, que lo vuelvo a llamar a las 8:40.
Olavia. Bueno, yo le digo.
Voz en off. Gracias, adiós.
Olavia. Hasta luego.
(Olavia se dirige al conductor y repite el mensaje.)
Conductor. Gracias, es que no podía con esa timbradera del teléfono. ¡Gracias!
(Olavia se pone los audífonos de nuevo y vuelve a desentenderse.)
Telón.