Archive for the 'cavorite' Category

The Sounds of Silence

Hace dos años, durante un largo viaje por tierra a través del desierto, Cavorite y yo paramos en algún punto del Valle de la Muerte para tomar un par de sorbos del café que llevábamos. Había caído la noche y frente a nuestro carro alquilado había un letrero que explicaba algo sobre el paisaje que teníamos ante nuestros ojos, un paisaje que bien podía no existir porque no podíamos ver absolutamente nada. Después del tentempié apagamos todas las luces y esperamos a que nuestras pupilas dilatadas hicieran la magia de abrir el velo negro que nos recubría y revelar la presencia de la Vía Láctea en el cénit.

Mientras mirábamos hacia arriba, maravillados, me percaté de algo de repente y le pedí a Cavorite que aguzara el oído:

Silencio.

Creo que esa fue la primera vez en mi vida que pude apreciar el silencio absoluto.

La oportunidad se presentó de nuevo unos días más tarde, en Monument Valley. Nos topamos con unas turistas japonesas que venían de un sendero que daba vuelta a una roca; lo tomamos y, pocos metros después, se desplegó ante nosotros el valle verde y terracota sumido en la más intensa quietud. Nuevamente le pedí a Cavorite que aguzara el oído y allí nos quedamos un rato, absorbiendo el vacío.

El viernes pasado recordé estas dos escenas al despertar en Bogotá y notar que de las calles vecinas, otrora rebosantes de pitos furiosos, no venía ningún ruido. Me quedé en la cama escuchando este singular acontecimiento, rememorando y preguntándome si la gente a mi alrededor también lo habría notado. Me los imaginaba aguzando el oído como nosotros en el desierto, admirando este milagro de la ciudad.

Sin embargo, al cabo de un rato tuve que poner música para sacarme de mi estado contemplativo y empezar las labores del día. Al fin y al cabo, este no es el desierto.

Les histoires d’amour finissent mal en général (ou non?)

Al final de las vacaciones de verano de 2008, Himura me terminó. Pasé los siguientes meses llorando desconsolada, rogándole que me diera una explicación y que no me dejara sola porque no tenía con quién más hablar. Creo que esencialmente él se había cansado de fingir que teníamos cosas en común cuando en realidad no podíamos ser más distintos. Digo “fingir” porque a todas estas yo nunca llegué a conocerlo realmente. Era un espejo fiel de mis gustos y actitudes y luego, de repente, ya no lo fue más.

Diez años después pienso en cómo en ese entonces yo estaba convencida de que nunca llegaría a estar con nadie más porque quién rayos querría aguantarse a alguien tan raro como yo. Lo que yo no sabía era que, a principios del mes de la ruptura, nos habíamos reunido para desayunar con dos personajes que resultarían queriendo aguantarse a alguien tan raro como yo en el futuro. Tomé una foto de ellos ese día. De derecha a izquierda: Himura (quien me había dicho semanas atrás —en mi cumpleaños— que no quería seguir conmigo pero yo le había respondido que ese no era el momento para esas cosas), Ovidio (quien me enviaría un libro con una dedicatoria bonita al año siguiente, lo cual desembocaría en un cuento de verano en Medellín) y Cavorite (quien me pediría tips para un viaje a Japón después de mis vacaciones con Ovidio y con quien terminaría casándome varios años después).

La vida es bien chistosa. Uno ahí llorando por haberse quedado solo, hundido en el final amargo de una larga historia de amor, y resulta que en realidad una historia de amor muchísimo más larga acababa de empezar.

De Chapinero a Penang

Esta mañana soñé que estaba caminando por Chapinero, sobre la carrera 13. Estaba hablando por celular con mi amigo Changhee, pero sonaba entrecortado y no podía entender lo que decía. De repente, en una esquina, encontraba un almacén que nunca antes había visto: una tienda china. El letrero de entrada incluía el nombre Penang.

Yo entendía entonces que no podía escuchar a Changhee porque ya no estaba en Bogotá sino en Penang, Malasia. También entendía, casi inmediatamente después, que esto era un sueño. Doblaba una esquina y me ponía a recorrer una calle empinada, maravillada de lo que veía y preguntándome cómo hacía mi cerebro para poner tantos detalles en un sitio que yo no había visitado jamás en la vida real. ¿De dónde salían estas paredes coloridas, estos avisos, estas puertas? Llegaba a un punto donde el barrio dejaba de ser bonito y me devolvía. Al darme la vuelta, la calle, donde hasta entonces me encontraba sola, ahora aparecía llena de turistas, y de pronto me veía acompañada de una amiga, mi guía local. Nunca le veía la cara ni me enteraba de su nombre. Se suponía que todo eso yo ya lo sabía. Ella me contaba que en las casas de aquella calle había viejos sabios que predecían el futuro. Las rejas estaban abiertas y en los antejardines había carpas donde vendían comida y souvenirs. Aparecía entonces Cavorite, como si todo este tiempo hubiera estado conmigo. Entrábamos a un antejardín al azar y él se animaba a pedirle un vaticinio a uno de los ancianos, así que se excusaba un momento y desaparecía. Yo, contemplando unos bizcochos como de pistacho sobre una mesa bajo una carpa anaranjada, seguía siendo consciente de que esto era un sueño y guardaba la esperanza de no despertar antes de que Cavorite volviera con su destino revelado. Me sentía como si me tocara tratar con cuidado el mundo alrededor para que no se rompiera.

Mientras tanto, en el mundo real, mi papá puso YouTube en el televisor y le subió el volumen a Ravel.

El Bolero se filtró en el antejardín malayo y me devolvió a mi cama en Bogotá. Desperté de mal genio: me había quedado sin saber qué le deparaba el futuro a Cavorite según un viejo adivino en una calle turística de Penang.

Las vacaciones de mi maleta

A México solo he ido una vez en la vida, en 2014. Fue un paseo genial. Vimos una exposición de Yayoi Kusama en el museo Rufino Tamayo, desayunamos combinaciones de huevo con lo que se nos pudiera ocurrir y lo que jamás hubiéramos imaginado, le pagamos a un señor en la Plaza Garibaldi para que nos cantara unos boleros y me enfermé del estómago como nunca. Las fotos dan cuenta del progresivo hundimiento de mis ojos. Y luego me caí en un hueco en una calle oscura y quedé hecha un Cristo. Pero insisto, fue un paseo genial.

Creo que mi maleta quedó con buenos recuerdos de aquel viaje porque al regreso de mi última visita a Estados Unidos, donde tuve que hacer escala en Ciudad de México, esta no llegó a Bogotá. No la culpo: yo también quisiera volver a México a pesar de todo. Me la imagino sucumbiendo al aroma que expiden las ollas en los puestos callejeros —algo impensable para mi intestino delicado— y echándole ají a todo lo que se le atraviese. Sin embargo, tampoco la envidio del todo: Cavorite y yo estuvimos ahorita en Los Ángeles y eso es, en cierto modo, casi como estar en México directamente. De hecho, vimos una exposición en el LACMA sobre cómo se refleja en el diseño y la arquitectura el estrecho vínculo entre México y California. Durante nuestra estadía comimos tacos, sopes, tlayuda oaxaqueña y pollo con mole negro y tomamos champurrado con pan dulce. También tomamos atol de elote, pero eso es salvadoreño. Sabe igualito al peto que venden en la plaza de mercado de Anolaima.

La maleta llegó a mi casa poco después que yo, apenas al otro día. Fue un alivio, pero me habría puesto aún más contenta si me hubiera traído ajíes de souvenir.

Tiene bigoticos como el gato del emoji

Ayer en la mañana, mientras Cavorite me miraba la cara de cerca, descubrió unos pelitos a los lados de mi boca. Cuando lo mencionó —con las palabras que dan título a este post— tuve una doble reacción interna: por un lado, me sentí desafiante porque así soy yo y tarde o temprano tenía que saberlo; por el otro, tuve el terror inculcado de haber sido descubierta en mi secreta realidad de persona horrible. Le conté, después de aclarar que no tengo por qué explicar nada sobre mi apariencia, que llevo ya un buen tiempo en tratamiento de depilación IPL pero esos pelitos nada que desaparecen. Al menos los del mentón sí, y esos sí que eran largos y gruesos y cuando descubría uno no podía dejar de tocarme la cara obstinadamente, intentando arrancarlo a ciegas con las uñas.

Desde que empecé el tratamiento he perdido la obsesión con los pelos de mi cuerpo. Antes andaba revisándome a cada nada en busca de algo que aniquilar, pero ahora es como que bah, en todo caso lo que pueda haber ahí está por desaparecer. Creo que más allá de los resultados visibles, el tratamiento de depilación me ha traído la libertad de no preocuparme nunca más por problemas que puede que aún no hayan sido resueltos. De ahí que ahora me dé lo mismo si hay o no pelitos en mi cara.

De todas maneras, no dejo de ser una mujer en la sociedad y la mirada del otro —el otro deseable, específicamente— activa una alarma que llevaba mucho tiempo adormecida. Y al mismo tiempo no, porque es natural y no me importa. Y al mismo tiempo sí, porque debería importarme. Y al mismo tiempo no, porque nos tenemos confianza. Al final termino pasándome la cuchilla —porque el tratamiento IPL me arrebató el maniático placer de usar las pinzas— y la vida sigue. Gana la sociedad, obviamente.

I’m So Sorry, Dear Blog

Hace tiempo empecé a sentir que me daba mucho, mucho sueño cuando intentaba escribir algo por acá. Probablemente eran los nervios de creer que no tenía nada interesante que decir. Saber que escribo mal, o puras bobadas.

Después vino la inercia. Pensar “quiero escribir”, recordar que hace rato no lo hago, y preferir no cambiar ese estado. No perturbar ese silencio. Ver hasta dónde podría llegar aquella línea recta.

Hoy recordé que tenía que renovar mi dominio, así que hice el pago e intenté entrar a la página. Escribí la dirección y, ¡oh, sorpresa! No funcionaba. Entonces me sentí mal. Había dejado morir el blog y ni siquiera me había dado cuenta. Afortunadamente era un problema fácil de solucionar y Cavorite lo resolvió al instante.

Ya no recuerdo lo que les he dicho a otras personas sobre las actividades que más me gustan y lo que me aleja de ellas; lo que sé es que he dejado de hacerlas. Me gusta dibujar. No dibujo. Me gusta cantar. No canto. Me gusta escribir. No escribo. No me gusta bailar. Estuve bailando un par de meses pero creo que me lesioné la cara interna de los muslos.

Pero aquí estoy ahora, pidiéndole perdón a mi blog por abandonarlo y haber dejado que se dañara sin darme cuenta. De repente siento que todo este tiempo he estado equivocada porque en realidad yo no estoy escribiendo para los que me podrían leer, sino para el blog mismo. Siendo así, no tiene ningún sentido volver a preguntarme cuál es el sentido de contar las nimiedades que componen mi vida. Se trata de ponerme a teclear y ya.

Desayuno en Oakland

Ayer me levanté temprano y me fui a Oakland a encontrarme con una amiga que conocí en un curso de interpretación de conferencias hace poco más de un mes. Nos habíamos puesto cita para desayunar en un restaurante que le habían recomendado. A juzgar por el nombre del sitio (incluía la palabra “grill”), lo más probable era que la porción fuera a ser bastante más generosa de lo que suelo poner frente a mí en la mesa. Pero bueno, no le iba a hacer el feo a la invitación.

Pedí unos huevos benedictinos con pasteles de cangrejo y papas. Como era de esperarse, me sirvieron en una pieza de vajilla que sería más correcto denominar como bandeja. Alcancé a comerme un huevo y un pastel cuando de repente me empecé a sentir como si hubiera desayunado, almorzado y cenado al mismo tiempo y el paso de un solo bocado más por mi garganta fuera físicamente imposible. Yo miraba mi plato, desconcertada: estaba casi intacto. Pedí una caja para las sobras y nos fuimos.

Mi amiga y yo dimos una vuelta por el puerto. Nos tomamos fotos con la estatua de Jack London, vimos su cabaña (que en realidad es media cabaña y el resto réplica porque la otra media cabaña está en Canadá, también completada con pedazos de réplica) y nos cruzamos con un tipo con pinta de eterno viajero que decía good morning y otra vez good morning y luego con rabia good morning de nuevo. (Yo había contestado hi, pero al parecer esa no era la respuesta correcta. En fin, huimos.) También nos topamos con un grupo grande de gansos descansando al lado de una banca.

A medida que avanzábamos, mi llenura se fue convirtiendo en dolor y angustia. Necesitaba un baño. Hice todo lo posible por sostener la conversación como si nada, pero las palabras se fueron extinguiendo hasta que quedaron apenas granitos de ideas esparcidos entre risitas cortas.

Llegamos al centro y se hizo el milagro de encontrar la estación del Bart (el tren de cercanías de la bahía de San Francisco) sin mucho esfuerzo. Hora de despedirnos. El brillo de los edificios que se levantaban alrededor me hizo dar muchas ganas de quedarme explorando en vez de irme. Sin embargo, tuve que descartar esa idea en el acto.

El trayecto en tren fue más breve de lo que esperaba. Por contraste, la caminata hasta la casa fue un suplicio en cámara lenta. ¿Por qué las cuadras en Estados Unidos tenían que ser tan largas? ¿Por qué de repente estaba haciendo tanto calor? ¿Por qué tenía que ser tan inoportunamente mañosa la llave del apartamento?

No tuve tiempo de explicarle mayor cosa a Doña Stella, la mamá de Cavorite, cuando el cerrojo finalmente cedió y dejé mis cosas tiradas en el pasillo. Ella, generosa y dulce como siempre, me hizo un caldo.

La caja de sobras sigue en la nevera. No me atrevo a tocarla.

Sesenta y cinco turnos

El banco está a reventar. Frente a las cajas hay un número muy optimista de sillas en torno de las cuales hay un montón de gente parada, resignada, extrañamente paciente. El sistema de papelitos numerados acabó el año pasado con las filas intimidantes y ya uno no sabe en qué lío se está metiendo sino hasta que se da cuenta de que está a sesenta y cinco turnos de hacer un pago urgente.

Yo estoy a sesenta y cinco turnos de hacer una transacción cuyo plazo se acaba hoy. Existe la posibilidad de que me manden algo del trabajo para entregar lo más pronto posible pero lo rechazo porque he perdido toda noción de mi futuro cercano. Alcanzo a ir a otro banco y hacer una averiguación. Regreso: nada ha cambiado. A mi lado una pareja de costeños mayores se plantea la posibilidad de que los números vayan de diez en diez, porque la discrepancia entre el que está impreso en el papel que tienen en la mano y el que sale en la pantalla simplemente no puede ser. Pero es. Deciden irse a otra sucursal. Casi al mismo tiempo queda un puesto libre para sentarme. En realidad no es uno sino medio puesto, ya que en cada hilera hay tres sillas amplias pero en una decidieron apretujarse cuatro y nadie restableció el orden normal cuando el cuarto ocupante se fue. Por un momento se me ocurre que podría más bien pasar el tiempo en el supermercado, pero un puesto en el banco es algo que cuesta conquistar y no hay que abandonarlo así como así. Me acomodo y saco un libro de Isaac Asimov que cargo para este tipo de circunstancias.

Entre las personas de pie aparece un señor con un casco rojo. Su pinta casual hace que sea difícil determinar si de repente tuvo que dejar su trabajo a medias o si el casco es un fashion statement. Si la opción número dos es la correcta, debo decir que lo lleva muy bien.

A veces entran personas que habían decidido irse a hacer otras cosas mientras les toca su turno. En algunos casos llegan justo en el momento preciso y caminan con paso seguro de la puerta a la caja que les corresponde. Otras veces frenan en seco y miran con decepción su papel, luego la pantalla, luego el papel otra vez. Ya es demasiado tarde y no les queda energía para pedir otro turno y repetir la operación en busca de mejor suerte.

Detrás mío hay un papá con su hija. La niña habla animadamente de una infinidad de temas sin transición alguna entre uno y otro. El papá la escucha y corrige su pronunciación, paciente pero firme. Tran. Tran. S. S. Trans. Trans. Transportar. Tranksportar.

La lectura me transporta (¿tranksporta?) a mi adolescencia, a las vacaciones en la finca de mi abuelo sin más opciones de entretenimiento que un par de libros de Asimov y un montón de Selecciones del Reader’s Digest. Me quedaba horas en la hamaca leyendo. Ahora me pregunto qué hacía mi hermana mientras yo leía. Cuando nos acompañaba mi primo el tipógrafo, la lectura pasaba a un segundo plano y los tres nos dedicábamos a buscar caminos y recorrerlos para ver adónde nos llevaban mientras jugábamos a que éramos científicos exploradores. Detesto haber perdido el contacto de mi primo el tipógrafo.

De repente estoy a cinco turnos de que me llamen y ya no me puedo concentrar en el libro. Muchos portadores de papelitos han claudicado ya y el banco ha quedado casi vacío. Ahora la voz computarizada que anuncia nuestros números los va saltando rápidamente al notar los cajeros que aquellos clientes ya no llegarán. Toca poner mucha atención y brincar apenas digan “H155” como si de un bingo se tratara, no sea que me confundan con otro turno perdido.

Cavorite dice que ser adulto es hacer vueltas porque ya nadie las va a hacer por uno. Salgo del banco como si nada, como si no hubiera pasado quién sabe cuánto tiempo esperando para hacer una operación brevísima, y me dirijo al supermercado. De allí emerjo poco después arrastrando una caja gigante de cereal. La definición de Cavorite es muy cierta, pero desde hace unos años yo tengo una adicional: ser adulto es ganar plata para luego tener la libertad de comprarse con ella todo un kilo de Corn Flakes.

Kill Your (Culinary) Idols

Durante el primer fin de semana de mi más reciente estancia en San Francisco, Cavorite y yo organizamos un paseo a San José para conocer un supermercado japonés, Mitsuwa. Invitamos a Naoki, compañero japonés de la maestría de Cavorite en Pittsburgh, y ahora amigo de los dos.

Mitsuwa tiene sedes en California, Nueva Jersey e Illinois. La de Illinois la conocía yo porque Minori me llevaba allá cuando vivíamos en una esquina de Iowa. Inevitablemente, en algún momento terminé hablando de él. Mientras esperábamos por nuestro almuerzo en un restaurante les conté que lo único que extrañaba de él era su cocina, y que antes de que a Cavorite lo agarrara la fiebre culinaria yo anhelaba estar nuevamente con alguien que cocinara. Minori —corre un video imaginario ambientado en una casa rural japonesa de luz tenue— se la pasaba en la cocina con su mamá desde que era chiquito, y empezó a cocinar a los diez años. A veces me mostraba su libro de recetas, del cual yo no entendía ni un ápice. Naoki preguntó qué preparaba. (Aquí la cinta se corta abruptamente.) Yo solo recordaba el korokke (croquetas de papa), el karē raisu (arroz con curry) y el kurīmu shichū (estofado cremoso).

—Pero el karē y el shichū son cocina básica, ¿no?— dijo Naoki.

Palidecí ante la revelación. Yo misma puedo hacer karē y shichū sin problemas. El último rezago de admiración que me quedaba por mi primer novio serio se acababa de esfumar.

—Aunque el korokke es complicado—, fue el consuelo que me ofreció al verme así.

Tantas canciones y películas dedicadas a exaltar las virtudes del primer amor, a añorarlo profundamente, y resulta que todo es una colección de recuerdos distorsionados de una mente inmadura. Afortunadamente no hubo mucho tiempo para reflexionar al respecto porque llegaron nuestros platos —chirashi para ellos, unadon para mí— y pasamos a asuntos mucho más importantes.

Historia de una úlcera corneal

No sé por qué me gusta tanto documentar mis males. Describir dolores. Tomarles foto a mis heridas. En alguna parte de este blog hay un cólico que se sintió como si me hubieran clavado a la cama por el vientre y un dolor de cabeza que era como si el cerebro me rebotara entre el cráneo como una bolita en un frasco. Solo una vez que salí volando de la bicicleta en Tsukuba y el dedo gordo del pie quedó engarzado en el pedal y se me puso gigantesco y morado morado morado casi negro no fui capaz de guardar el espectáculo para la posteridad. Ahora tuve una nueva oportundad para hablar de este tema, aunque enfermarse no es divertido ni recomendable, por más que los dolores sean fuente de imágenes tan interesantes.

Hace una semana exactamente, después de mediodía, estaba sentada frente al escritorio traduciendo un documento cualquiera. El tedio usual. En algún momento sentí una molestia en el ojo izquierdo. Nada diferente de lo que uno siente cuando a uno se le mete una pestaña. Supuse que era resequedad y me eché gotas, pero cuando la molestia se convirtió en dolor, decidí que debía tomar una pequeña siesta a ver si se me pasaba. Tal vez es estrés, conjeturé. Quince minutos después, el dolor seguía ahí, ahora más fuerte. Qué pasó con el documento, me escribieron del trabajo. Un momento, respondí. Algo me está pasando en el ojo y me duele mucho.

Me miré en el espejo en busca de la maldita pestaña que se rehusaba a salir. ¿Por qué me duele como si tuviera los lentes mal puestos si hoy tengo gafas? Me levanté el párpado. No había ninguna pestaña por ahí, pero a cambio sí hubo un aumento repentino del dolor, como si el aire bajo el párpado me estuviera quemando. Volví a dejar el párpado en su sitio, aunque intenté un par de veces más con el mismo efecto y la misma falta de respuestas.

Entonces miré el ojo con mayor detenimiento. En el iris había un puntico blanco. ¿Siempre lo había tenido? ¿Qué era eso?

Dr. Google, dígame qué quiere decir un punto blanco en el ojo.

Querida paciente, lo más probable es que usted tenga una úlcera corneal.

Llamé a mi mamá. Tuvimos una discusión acalorada sobre mi salud versus mi responsabilidad en el trabajo. El dolor iba y venía. Cavorite me vio por Skype oprimiéndome la sien a ver si podía distraer un dolor con otro. Finalmente decidí dormir. Entretanto, mi mamá me consiguió una cita con un oftalmólogo a primera hora el sábado, pero igual trató de convencerme de irnos a urgencias a las 11pm. Le dije que prefería dormir calientita e ir luego al especialista que ir a aguantar frío y sueño para que me digan que no tengo nada porque no me estoy desangrando.

No sé qué soñé, pero en algún momento me desperté y del ojo brotaron lágrimas a borbotones. Eran tantas lágrimas que alcancé a plantearme la posibilidad de que el ojo se me estuviera vaciando. Ahora Misaki y yo nos veríamos igual. Volví a dormirme.

Mi ojo no se vació en el transcurso de la noche, pero sí se achicó. Mi disparidad ocular me hizo pensar en McZee, el personaje de piel azul que lo guiaba a uno por Creative Writer y Fine Artist (un procesador de texto y un editor de gráficos rasterizados que me enloquecían de felicidad y me mantuvieron muy ocupada a mediados de los noventa).

tumblr_n0snkoNIMu1tsxrbyo1_500Esto era lo máximo, amigos. LO MÁXIMO.

Me alisté para la cita con el oftalmólogo y me puse gafas oscuras dentro de la casa porque la luz me hacía doler el ojo. Era como si se materializara en una vara puntuda y me lo hurgara. Asomarme a la ventana me dolía. Mi tío médico le pidió a mi mamá una foto del ojo y el flash me hizo gemir. Mis gafas oscuras no tienen fórmula, así que anduve un buen rato en la paz de la ignorancia que me da la miopía severa. Salí con mis papás, llegamos a la óptica y el oftalmólogo, cuyo aspecto no llegué a conocer de verdad sino hasta que me volví a poner las gafas de ver bien, me examinó. Leí letras. Recibí gotas. Ignoré luces. El diagnóstico del doctor confirmó las respuestas iniciales de Google: queratitis, una úlcera corneal. La enfermedad no me era ajena: yo había sufrido de queratitis anteriormente, pero nunca a este nivel. No obstante, con todo y lo impresionante, mi caso era tratable. Unas gotas cada dos horas y otras tres veces al día. Debería notar una gran diferencia en 72 horas.

El ojo volvió a su tamaño normal y dejó de doler y lagrimear en cuestión de horas. El panorama cambió lo suficientemente rápido como para poder mantener nuestro plan de celebrar el Día del Padre en un restaurante francés. De todas maneras seguí leyendo al respecto y me encontré con que las queratitis más agresivas lo dejan a uno sin córnea en un plazo de 24 horas. Entonces, si un día sienten una arena en el ojo y les duele cada vez más —encuentren o no puntos blancos en su iris; a veces las lesiones son imperceptibles a simple vista—, corran al oftalmólogo. Su visión puede depender de ello. A pesar de no haber ido a urgencias, yo hice bien en no dejar pasar un día entero entre la aparición del dolor y el examen médico, porque en un estado más avanzado la úlcera alcanza la pupila y uno empieza a dejar de ver.

La mancha en el iris, que el sábado en la noche era mucho más grande que el punto inicial lo que yo vi el viernes en la tarde (vean ahí la importancia de la rapidez en el tratamiento; yo no sabía lo mucho que había crecido hasta que volví a mirarme el ojo ya con el dolor controlado), ahora está casi desvanecida del todo. Desde cierto ángulo alcanza a notarse que aún queda una ligera depresión en la parte inferior del iris del ojo izquierdo, pero ya es mucho menos pronunciada que hace una semana. Por el momento no estoy usando lentes de contacto ni me estoy maquillando, pero eso no me molesta. Lo importante es que después de este susto terrible pero afortunadamente breve, estoy pudiendo escribir esto sin ningún problema.

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