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Les histoires d’amour finissent mal en général (ou non?)

Al final de las vacaciones de verano de 2008, Himura me terminó. Pasé los siguientes meses llorando desconsolada, rogándole que me diera una explicación y que no me dejara sola porque no tenía con quién más hablar. Creo que esencialmente él se había cansado de fingir que teníamos cosas en común cuando en realidad no podíamos ser más distintos. Digo “fingir” porque a todas estas yo nunca llegué a conocerlo realmente. Era un espejo fiel de mis gustos y actitudes y luego, de repente, ya no lo fue más.

Diez años después pienso en cómo en ese entonces yo estaba convencida de que nunca llegaría a estar con nadie más porque quién rayos querría aguantarse a alguien tan raro como yo. Lo que yo no sabía era que, a principios del mes de la ruptura, nos habíamos reunido para desayunar con dos personajes que resultarían queriendo aguantarse a alguien tan raro como yo en el futuro. Tomé una foto de ellos ese día. De derecha a izquierda: Himura (quien me había dicho semanas atrás —en mi cumpleaños— que no quería seguir conmigo pero yo le había respondido que ese no era el momento para esas cosas), Ovidio (quien me enviaría un libro con una dedicatoria bonita al año siguiente, lo cual desembocaría en un cuento de verano en Medellín) y Cavorite (quien me pediría tips para un viaje a Japón después de mis vacaciones con Ovidio y con quien terminaría casándome varios años después).

La vida es bien chistosa. Uno ahí llorando por haberse quedado solo, hundido en el final amargo de una larga historia de amor, y resulta que en realidad una historia de amor muchísimo más larga acababa de empezar.

2011

Nara – Osaka – Tokio – Bangkok – Saipán – Nagasaki – Kobe – Kioto – Tsukuba – Bogotá – La Dorada – Buenos Aires – Nueva York – Bogotá – Buenos Aires – Valparaíso – Viña del Mar – Santiago – Lima – Bogotá.

En general no fue un año muy feliz que digamos. Ahora me falta un abuelo, y encima se me acabó Japón y no me pude despedir. Pero bueno, también tuvo sus partes rescatables. Me gradué —sin ceremonia pero con hakama—, viajé, viajé, viajé, viajé y viajé, lloré con Madama Butterfly —y su tierra me acogió en el peor momento de mis cinco años de vida nipona—, hice realidad mi sueño adolescente de conocer una isla casi inalcanzable (¡donde los niños tocan ukulele en el colegio!), tuve encuentros bonitos y pasé una temporada más o menos larga conociendo Chapinero con Cavorite. Ahí hay buenos recuerdos para compensar, al menos, aunque la tristeza no halla una manera de desaparecer del todo. Ahora no veo nada en el futuro, entonces qué más da que llegue el año nuevo.

2009

El año que empezó emprendiendo la retirada de Vietnam se acaba soleado y sosegado en mi apartamento. Tiene pinta de haber sido el año más emocionante de mi vida hasta ahora. Creo que es porque ha sido el año en que finalmente he abierto los ojos para reconocerme completa, viva, corpórea.

Pasaron tantas cosas, tantos lugares, tantas personas. Sonreí y quise y reviré y dije adiós. Desperté. Me liberé de las cadenas que me tenían dando vueltas en la cama, obsesionada hasta la furia con un rompecabezas de más de dos mil piezas de un cuadro de Mucha. Podé las partes de mi vida que me molestaban, saboreé el silencio y por primera vez no me supo amargo.

Del año quedan detalles esparcidos, trozos brillantes de espejos reflejando miles de colores. Una miga de tartaleta en el brazo del boticario. Mis pies al fondo del tibio mar de esmeralda en Waikiki. Un ave alzando vuelo desde la cúpula de la bomba atómica en Hiroshima. La voz de Ovidio susurrando mi nombre. Las luces extáticas iluminando entre rugidos a Alex Kapranos. El radiotelescopio al atardecer. El hallazgo a tientas de una moneda de Arhuaco. La fría oscuridad de la inconsciencia en el baño de mi apartamento. La mirada cansada de Minori. El cielo imposiblemente azul bajo el que abrí los ojos para hallar a Cavorite a mi lado.

Tintinean los fragmentos con el viento que los arrastra para dar paso a recuerdos nuevos. Ahora miro a través de la ventana: amanece. Los rayos anaranjados se explayan sobre un edificio en la distancia y me encandilan; es una mañana más de las que quisiera que él viera conmigo. Ya vendrá el momento.

Y ahora, 2010.

[ Close Your Eyes— Basement Jaxx ]

Playera, remera, polera

Esa noche ambos llevábamos camiseta bajo la chaqueta. La de él tenía una fórmula cuya importancia nos reveló entre cucharadas de sopa. La mía, una cita de Maria Callas: “I don’t need the money, dear. I work for art.”

How apropos, n’est-ce pas?

No sé por qué de repente me acordé de esto. Creo que es porque hoy tengo puesta una camiseta del Institute of Materials Structure Science del KEK. De repente me siento slightly out of character.

[ How Now — The Jealous Girlfriends ]

できる、できない

Hace poco me di cuenta de que puedo hablar japonés. No muy bien, pero puedo. Bueno, se supone que eso ya se sabía desde que salí del silencio impuesto por el terror que se había apoderado de mí en Tokio. Sin embargo, también me di cuenta de que lo poco del idioma que tengo instalado ha acaparado todo mi disco duro, dejando por fuera los pedazos de francés, alemán y portugués que otrora cargara. Alguna vez en mi vida también hubo latín y chino.

En el mariposario de Calarcá estuve fungiendo de traductora simultánea para una pareja europea que se fue sin ver el bosque del jardín botánico porque no querían que se los tragaran los mosquitos de las seis de la tarde. El señor era británico y la señora, francesa. Yo les hablaba en inglés mientras ellos hablaban en francés entre sí. Me dio rabia no entender casi nada de lo que se decían. Cada vez que quise balbucear algo en francés las palabras aparecieron en mi mente en japonés, así que tuve que callar. En Japón el francés me sale bastante bien y me dan muchas ganas de hablarlo. A veces hablo sola en francés en mi apartamento. No me pidan demostraciones.

El día antes de la partida de Ovidio me reuní con Asai Sensei. Asai Sensei fue mi segundo profesor de japonés en Colombia. El primero fue Ariza Sensei, un colombiano tan loco como sabio y cuya visión de Japón solía yo tomar por errónea y exagerada hasta que aterricé allá. Hablamos en japonés mientras tomábamos una cosa de café horrible al lado de Carlos Muñoz (sí, ahí en la mesa del lado estaba el actor), y noté que todo fluía, que muy pocas veces necesitaba ayuda con el vocabulario. Luego el sensei me acompañó al Planetario Distrital a esperar a mi astrofísico favorito y la conversación siguió hasta que me preguntó si de casualidad el sujeto que estaba entrando al recinto con cara de búsqueda era quien yo esperaba.

Me pareció simpático ver cómo a la despedida Ovidio insistió en darle la mano mientras él hacía la venia. “Claro, vive en Europa”, pensé. Yo, en cambio, no hago sino agachar la cabeza cual perrito de taxi. Me pregunté qué pensaría él al oírme hablar en ese idioma extraño. Me gustó que hubiera tenido que oírme hablar en ese idioma extraño.

No sé a qué venía todo esto. Ah sí, a que por primera vez el japonés no se me ha olvidado en el transcurso de las vacaciones. Y a que soy la peor trabajadora que la alcaldía de Tsukuba haya visto en toda su historia.

[ Don’t Point, Don’t Scare It — Butterfly Boucher ]

El universo isotrópico y homogéneo

¿Qué puedo decir que no se haya dicho ya? Todo, pues nada se profirió; fueron tantos los silencios… Mis dedos trastablillan en el teclado buscando palabras jamás pronunciadas, buscando ojos y labios y manos inmersos en tinta negra, el buceo que culmina a orillas de una espalda.

Podría decir que le prometí que no escribiría mis observaciones sobre él, las escasas que le di frente al hotel en Medellín esa tarde, las que se fueron acumulando con el pasar de los días. No escribiría sobre cómo frunce los labios cuando se ríe, como tratando de contener el estruendo, o sobre cómo en mi mente él siempre tiene esa barba rala que me encantaba acariciar mientras él cerraba los ojos. No escribiría que temo olvidar el sonido de su voz.

Decir que estallábamos en carcajadas que eran como bandadas de palomas asustadas, que me habría gustado tomarle muchas más fotos—¡aún a sabiendas de que su mirada profunda nunca quedó perfectamente replicada en pixeles!—, que se burlaba de mi elección de vocabulario al hablar, que me quedé embelesada viendo con un solo ojo la instalación de su presencia solitaria en una galería vacía del Museo de Antioquia.

Pero nada de eso saldrá de mi boca. En silencio (aunque sonrientes) hemos retornado a nuestras respectivas galaxias distantes, luces antiquísimas que él entiende y yo solo atino a imaginar. Tal vez un día el radiotelescopio a la salida de mi barrio en Tsukuba capte una señal que me motive a soñar con un párrafo nuevo después de este punto final.

[ Hu Hu Hu — Natalia Lafourcade ]

Jesca Hoop, Seed of Wonder

Tengo un amigo. Un amigo de coincidencias y libros y puntas de loma en tardes soleadas. Tal vez es más que un simple amigo—no lo sé a ciencia cierta; podría condensar todo el conocimiento que tengo sobre él en poco más de cinco días o expandirlo a unos seis años de silencios esporádicamente interrumpidos. Entre esos silencios suelen colarse fragmentos maravillosos de música. Esta historia tiene que ver con uno de aquellos fragmentos.

Hace unos años, cuando llevaba poco tiempo viviendo en un lugar donde nada me pertenecía, encontré un post en el blog del personaje en cuestión. Era una cita del New York Times donde se hablaba de una cantante recién descubierta cuya música sonaba “como si proviniera de un país imaginario y ella cantara en el inglés acentuado de aquel país”. En esa época Jesca había sido invitada al programa de Nic Harcourt, “Morning Becomes Eclectic”, famoso por haber puesto al aire a Norah Jones y Coldplay antes que todos los demás. Movida por la curiosidad (y por el insoportable silencio de la biblioteca), me las arreglé para bajar las únicas dos canciones que la cantante ofrecía gratuitamente en su página.

Y entonces sonó “Enemy”.

Si existe una manera de describir lo que oí ese día, para mí sería un largo hilo plateado y turquesa fluyendo lentamente, un río de lentejuelas bajo el sol que se cuela a través de las ramas. Cada canción es como una ventana a un paisaje diferente, una serie de atardeceres en un viaje surreal. A veces hay olas que chocan frenéticamente contra acantilados azotados por gaviotas, un caos que surge de la nada para luego retornar a la calma. Como Björk o Regina Spektor, Jesca Hoop no parece seguir más lineamiento que su propia inspiración para dar forma a su voz, con un resultado que a mí aún después de todo este tiempo no ha dejado de erizarme.

Jesca Hoop podrá no haber saltado (aún) al estrellato que les sonrió a Chris Martin y a Norah Jones hace unos años, pero ahí está—su voz deslizándose por entre los resquicios del silencio, una música que es como nadar en un lago de noche (Tom Waits dixit). Yo todavía recuerdo mi primer encuentro con ella, con aquel caudal pequeño y chispeante que me atravesó por completo. Y entonces, inevitablemente, lo recuerdo a él.

Le courrier est arrivé!

Justo cuando ando resignada a no recibir más que facturas y volantes de propaganda, me encuentro esto en mi buzón:

Le courrier est arrivé!

Vaya, vaya. Algo me dice que tendré que ir a darle las gracias personalmente al remitente de tan pasmoso y bien pensado regalo. Die Frage ist nicht ob, sondern wann?

[ The Last Trick — Anja Garbarek ]

עוד יום

¿Cómo hablar de un artista cuyo nombre me resulta imposible de leer? ¿Cómo hablar de una canción cuyo título es a mis ojos un dibujo grabado de derecha a izquierda? No me atrevería a reproducir con mi garganta y labios uno solo de los sonidos que este artista misterioso grabó: no sé pronunciar su letra, no sé qué traduce y estoy completamente segura de que el sólo intento de tararear la melodía sería despojarla de su encanto mediante una imitación burda y rudimentaria.

Hace mucho no me estremecía tanto con una canción como cuando hice clic distraídamente en un letrero en hebreo que aparecía en el Muxtape de un amigo y me encontré con un piano y una voz que me hicieron resquebrajar por dentro. No fue necesario entender lo que decía para comprender algo que trascendía todas las palabras, algo que me desgarraba y al mismo tiempo era el bálsamo para esa herida abierta en mi alma. Todo estaba en la música.

Deseo dar un poco más de información sobre el autor y el tema mismo, pero buscar en Wikipedia la lectura romana de aquel nombre hebreo (יונתן רזאל) ha resultado infructuoso—lo único que consigo es ver una página como a través del espejo por el cual las letras se convierten en ángulos y apóstrofes. Copio y pego su nombre una y otra vez en Google, a ver qué sale. Comparo la imagen que arroja la búsqueda con la que muestra last.fm: creo haber identificado al cantante. Sin embargo, la canción es lo más difícil. Busco la discografía de este cantante y justo esa canción no sale en su álbum de 2007, que es el que se puede bajar (pagando una módica suma, por supuesto). Google no ofrece servicio de traducción del hebreo, y al parecer no existe un traductor automático para este idioma.

De pronto encuentro un documento de Google: “500 palabras en hebreo”. Sin saber por dónde empezar, adónde ir ni por qué rayos sigo en esta búsqueda, me pongo a hojear el documento, comparando caracteres en la lista y su pronunciación con la frase que más se repite en la canción. ¡Oh, sorpresa! עוד (“‘ôd”): “still, once more, again.” יום (“yôm”): “day.”

El artista se llama—para los que no podemos leer hebreo—Yonatan Razel. La canción, Ôd Yôm (“otro día”, según mi pobrísima traducción; agradecería una mano amiga que sepa hebreo para aclararla). Saberlo es toda una revelación para mí; sin embargo, ésta no tiene nada que ver con lo que siento al escucharlo. Es claro que todo está en la música.