Monthly Archive for May, 2018

Laringofaringitis y blefaroconjuntivitis, parte 2

Escribo esto porque por alguna razón me parece divertido hablar de mi salud y procedimientos médicos. También porque me sorprende el alcance de las enfermedades respiratorias.

Después de las aventuras sin voz y sin ojos, resulté sin oídos. Esto no ha sido tan grave como lo anterior, no he tenido que quedarme en casa ni dejar de trabajar, pero cuando uno es intérprete y no oye bien, la cosa se vuelve un poco angustiante. Pues bien, mi mamá me dijo que no le diera largas al asunto y fuera al otorrinolaringólogo lo más pronto posible. Ir al otorrinolaringólogo es chévere porque uno no tiene muchas oportunidades en la vida para incluir la palabra “otorrinolaringólogo” naturalmente en una conversación. El doctor me examinó y me mandó a hacerme una audiometría urgente.

Me hicieron tres exámenes: uno para verificar el estado de mis tímpanos, la audiometría propiamente dicha, donde me pusieron a oír pitidos, y una logoaudiometría, donde me pusieron a repetir palabras. Si no pasaba la logoaudiometría podría decirse que qué rayos hago en el gremio de la interpretación. La posibilidad de estar quedándome sorda me tenía nerviosa, pero afortunadamente todo salió bien. Ahora que se ha descartado una falla auditiva, lo más probable es que sea un problema nasal lo que me está bloqueando intermitentemente el oído medio. Tanto el otorrinolaringólogo como la audióloga me dijeron que todo esto puede venir de la laringofaringitis de hace unas semanas.

Después de darme los resultados y su parte de tranquilidad, la audióloga me recomendó que repita estos exámenes cada año y en lo posible nunca use audífonos. Pensé entonces en lo afortunada que soy al haber quedado un poco por fuera del radar en el mundo de la interpretación simultánea. Siempre le he temido a ese riesgo laboral.

Por su parte, el otorrinolaringólogo dice que la única manera de llegar al oído medio es a través de la nariz, así que me mandó unas gotas que debo dispararme en cada fosa nasal dos veces al día para desinflamarlo. Destapan todo tan bien que siento que al respirar se me enfría la parte de atrás de la lengua.

Laringofaringitis y blefaroconjuntivitis

Hoy fue mi primer día de libertad después de la cuarentena a la que estuve sometida. Coincidió con una cata de tés y postres japoneses, así que fue una buena forma de celebrar mi retorno a la sociedad y el aire fresco.

Las últimas dos semanas las pasé encerrada en el apartamento. Antes de eso había estado en Medellín, donde repentinamente empecé a sentirme mal. Por un lado, sentí que el aire acondicionado del hotel me estaba haciendo daño; por el otro, una tarde me tomé una bebida achocolatada ultradulce en un café bonito que revolvió el estómago y me dejó temblando. La última noche antes del regreso dormí muy mal, y al otro día me sentí incapaz de desayunar. Tuve apenas fuerzas para volver a Bogotá y meterme entre las cobijas en la casa vieja. Pronto arranqué para el apartamento; seguramente aquí dormiría mejor.

Esperé y esperé el fin de esta gripa, este impase, esta virosis cualquiera, pero al cabo de un par de días amanecí sin voz. La doctora que vino a examinarme me diagnosticó laringofaringitis. Usé los jirones de garganta que me quedaban para conversar con Cavorite antes de dormir. En algún momento me restregué un ojo, feliz de que él no alcanzara a ver el acto para regañarme. De una vez les digo la moraleja de esta historia: nunca se toquen los ojos, pero si tienen gripa, no se les ocurra hacerlo ni por error.

Al otro día tuve dificultad para abrir los ojos. Otra vez tocó llamar al médico domiciliario. El diagnóstico: conjuntivitis. El doctor me mandó unas gotas y reposo ocular. Nada de libros ni computadores ni celular ni televisión. El apartamento a oscuras. Fue un día aburrido pero beneficioso. Sin embargo, la mejoría fue engañosa, o tal vez yo no me cuidé como debía (me inclino a pensar que fue lo segundo). Me volqué a trabajar nuevamente apenas creí que pude para compensar el tiempo perdido en el reposo forzado. Me sentía la persona más responsable del mundo. Ni siquiera podía ver bien. El resultado: al día siguiente amanecí con los ojos clausurados. Empecé a parecerme a esas vírgenes milagrosas que lloran sangre pero llorando pus. Y lloraba y lloraba y lloraba. Tocó salir corriendo en busca del primer oftalmólogo disponible.

—Es el peor caso de conjuntivitis que haya visto en muchos años—, declaró el doctor.

Algunos casos de conjuntivitis incluyen la aparición de pseudomembranas al interior de los párpados, que hay que retirar. Adivinen a quién le tocó en suerte ese destino. El médico no me dejó irme sin antes ponerme anestesia y retirar los cuerpos extraños. Esperaba temblar al ver unas pinzas acercarse directo a mis ojos, yo que soy incapaz de participar en juegos que involucren pelotas que vuelen en mi dirección. Sin embargo, la promesa de detener la cascada verde que bajaba por mis mejillas era suficiente para borrar cualquier posible aversión. Además, el año pasado me habían operado de otra cosa sobrante ocular y yo había declarado la experiencia “interesante”, así que había que mantener esa actitud, o al menos fingirla.

Al salir del procedimiento el doctor me mandó a retomar el encierro en el apartamento por varios días más. Si me llegaba a exponer a los elementos corría el riesgo de anular cualquier posible progreso y volver al estado del que desesperadamente quería escapar. Por otro lado, no era recomendable que yo estuviera en sitios concurridos porque lo mío era un asunto altamente contagioso. “No te doy la mano”, dijo el doctor al despedirse. Con justa razón. Salí con la sensación de constituir un peligro para la sociedad.

Mi hermana dice que recuerda que mi recuperación de la cirugía el año pasado fue sorprendentemente rápida. Tal parece que ocurrió lo mismo esta vez. Empecé tratamiento con unas gotas mucho más fuertes que las que me habían recetado antes y pronto desapareció toda la porquería que tenía entre los párpados. Mis ojos no serán buenos para enfocar, pero sí que son resilientes. Sin embargo, he de decir que, sumando las dolencias que se sucedieron una tras otra sin tregua, esta ha sido una de mis convalecencias más largas. Por si ya lo olvidaron, les repito: nunca se toquen los ojos, y menos si tienen gripa.

Les histoires d’amour finissent mal en général (ou non?)

Al final de las vacaciones de verano de 2008, Himura me terminó. Pasé los siguientes meses llorando desconsolada, rogándole que me diera una explicación y que no me dejara sola porque no tenía con quién más hablar. Creo que esencialmente él se había cansado de fingir que teníamos cosas en común cuando en realidad no podíamos ser más distintos. Digo “fingir” porque a todas estas yo nunca llegué a conocerlo realmente. Era un espejo fiel de mis gustos y actitudes y luego, de repente, ya no lo fue más.

Diez años después pienso en cómo en ese entonces yo estaba convencida de que nunca llegaría a estar con nadie más porque quién rayos querría aguantarse a alguien tan raro como yo. Lo que yo no sabía era que, a principios del mes de la ruptura, nos habíamos reunido para desayunar con dos personajes que resultarían queriendo aguantarse a alguien tan raro como yo en el futuro. Tomé una foto de ellos ese día. De derecha a izquierda: Himura (quien me había dicho semanas atrás —en mi cumpleaños— que no quería seguir conmigo pero yo le había respondido que ese no era el momento para esas cosas), Ovidio (quien me enviaría un libro con una dedicatoria bonita al año siguiente, lo cual desembocaría en un cuento de verano en Medellín) y Cavorite (quien me pediría tips para un viaje a Japón después de mis vacaciones con Ovidio y con quien terminaría casándome varios años después).

La vida es bien chistosa. Uno ahí llorando por haberse quedado solo, hundido en el final amargo de una larga historia de amor, y resulta que en realidad una historia de amor muchísimo más larga acababa de empezar.

Cantina y guaro

Estoy en Medellín. No tengo mucho que hacer por acá, pero anoche me salió plan y tomé un Uber para ir. El conductor me preguntó si me iba de rumba.

—No, voy a visitar a unos amigos.
—¿Y no se van de rumba?
—No, no me gusta la rumba.
—¿No sabe bailar?
—No me gusta bailar. Tomé clases y descubrí que no me gusta.
—¿Entonces qué le gusta?
—Me gusta charlar.
—Ah, ¿entonces le gusta el plan cantina y guaro?

¿Qué responde uno ahí?

—Jajaja.

Uno jura que los tipos se van a callar si uno se limita a decir “jajaja” pero NO. El señor empezó a contarme sobre lo mucho que le gusta ir a cantinas a tomar guaro y cómo yo debería tomar guaro con los amigos que iba a visitar. “Jajaja”, volví a responder.

Luego pasó a preguntarme sobre mi situación sentimental. Le expliqué brevemente (no sé ni para qué) y procedió a interrogarme/reprocharme cómo rayos se logra mantener algo así. Obviamente hablaba del aspecto físico de la situación.

—Uno se acostumbra—respondí—, y además es algo temporal.

Respuesta inválida.

Este es el segundo conductor de Uber en Medellín en dos días que me pregunta si tengo novio y luego no puede dar crédito a sus oídos cuando le digo que vivo lejos de la persona que quiero. Hablan de “necesidades”, como si de la vejiga y el intestino se tratara.

Desafortunadamente todavía quedaba un trecho por recorrer y el señor tenía que seguir parloteando. Pasó a mi vestimenta. Que qué hacía mostrando pierna con este frío. Yo estaba en bermudas, así que eso de “mostrar pierna” era altamente discutible. Y en todo caso qué diablos le había de importar.

—Vengo de BOGOTÁ. Aquí está haciendo CALOR.

De repente entendí a los gringos que llegan a Bogotá y andan por La Candelaria en shorts y sandalias mientras que a su lado pasan niños chiquitos con la sudadera del jardín infantil rellena de mil capas de camisetas y la cabeza cubierta con un pasamontañas. Todo es cuestión de perspectiva.

Llegamos al centro de Medellín y el señor del Uber me preguntó si podía dejarme una cuadra antes de mi destino para poder encaminarse más rápido a su siguiente carrera. Qué dicha ahorrarme unos metros de su amable compañía, señor; claro, no hay problema, muchas gracias, hasta nunca.