Monthly Archive for November, 2015

Me voy pero vuelvo

Todavía puedo verme llorando desconsolada sobre el regazo de mi abuela. “¡No quiero volver allá!”, repetía una y otra vez. Pero tenía que irme. El verano se estaba acabando y todavía me quedaban años de estudio y desolación en medio de los arrozales al otro lado del planeta. Yo era apenas una sombra de mí misma, una sombra convencida de su inexistencia dedicada a hacer lo que fuera para materializarse aunque fuera un poco.

Finalmente esa vida se acabó. Hubo un cataclismo, me gradué y llegué a Bogotá con el corazón destrozado, jurando olvidar el idioma de aquel archipiélago remoto para que no me volviera a doler más. Tenía pesadillas recurrentes sobre mi accidentado regreso todo el tiempo.

Pasaron los años. Uno no cree que una herida palpitante y grotesca pueda sanar, pero resulta que con buenos cuidados lo hace —aunque esta no es hora de hablar de cicatrices—. El libreto de la pesadilla recurrente empezó a cambiar de manera casi imperceptible hasta convertirse en un sueño agradable, incluso esperanzador. Un día sentí la necesidad de buscar los residuos del idioma borrado y ver si con algo de paciencia volvían a echar brotes. Quisiera creer que mi trato con la gente ya es menos parecido al de un animal asustado.

Hace unos meses, casi sin pensarlo, me compré un tiquete al archipiélago. Como suele suceder, tras un período de euforia inicial, olvidé el asunto. Es de esas cosas abstractas que pasan. Una plata desaparece y a cambio aparece un plan lejano. Sin embargo, anoche salí a cenar con el dueño de todos los azules y, mientras esperábamos el postre, la realidad me pegó de lleno como una gran bofetada. Acababa de cantarle la cancioncita de Bic Camera (una cadena de almacenes de artículos electrónicos) cuando todo explotó en mi cabeza: este no es el pasado del que estoy hablando, sino el futuro inmediato. Me voy a Japón otra vez.

Aquí es donde todo se torna confuso: me voy pero no he llorado sobre el regazo de mi abuela. No tengo que empacar provisiones para todo un año, no tengo que hacer reuniones para despedirme de mis amigos, no tengo que comprar ropa nueva porque allá no hay de mi talla. Y no creo llegar a entender eso del todo. Esta mañana desayuné changua como si fuera mi última oportunidad y me despedí del dueño de todos los azules como si no lo fuera a volver a ver nunca más.

Lo que más me abruma es darme cuenta de que ahora me río un montón y que ya no dibujo y toco ukulele por supervivencia sino porque soy inmensamente feliz haciéndolo. Soy inmensamente feliz. Por primera vez voy a estar en Japón siendo inmensamente feliz. Lo repito muchas veces porque no me cabe en la cabeza.

Me voy a Japón esta noche. Me voy pero vuelvo.

El dueño de todos los azules

En un edificio esquinero vive el dueño de todos los azules. Desde allí trabaja con palabras. Podría decirse que él y yo estamos ubicados en puntos diferentes de la misma cadena de producción: yo transformo y él pule lo transformado. Sin embargo, pertenecemos a fábricas distintas, la de él mucho más glamorosa que la mía.

He sido invitada a hacer mis tareas en su casa. Me acomodo en una mesa con frascos llenos de lápices de colores. “Portalápices”, corrige él. En uno de ellos hay un ramillete enorme de todos los tonos posibles de azul. Nunca había visto algo así en un lugar que no fuera una papelería.

Lo mejor de los colores son sus nombres, reflexiono. Una vez me compré un esfero solo porque la etiqueta lo describía como “Pompadour”. En algún momento le doy a elegir a mi anfitrión algunas de mis postales de Pantone como regalo. Él escoge “Petit Four” y “Willow Bough”. Ahora puede hacer un bosque.

El dueño de todos los azules lanza expresiones como “objeto de su animadversión” en una conversación casual. Se me ocurre que quizá no solo le pertenecen todos los azules, sino también todas las palabras. Tiene bonita voz.

A veces pienso en la diferencia de ritmos que hay en lo que hacemos, mi tecleo frenético contra su lectura cuidadosa. Tal vez eso explica la música diametralmente distinta que escuchamos mientras estamos ocupados. Menos mal existen los audífonos. Para rematar, yo bailo en la silla sin dejar de teclear y rompo en canto cuando suena algo que me gusta y me sé. No le recomiendo a nadie trabajar cerca de mí.

El día pasa y yo sigo en mi puesto, amarrada a un manual de etiquetado para electrodomésticos. De cuando en cuando me desespero y tomo el cuaderno de dibujo. Frente a los atados de lápices de colores voy armando una sombra de tinta negra cada vez más grande. No tiene mucho sentido envidiar al dueño de todos los azules desde esta oscura monocromía en la que me siento cada vez más cómoda. Pero no deja de ser fascinante.

Vuelvo a mi casa. Hablamos brevemente por teléfono. Le digo que se tome un té antes de dormir. No soy capaz de sugerir que nos veamos de nuevo.