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Un meteoro rosa

Ayer estaba sentada frente al computador, tratando infructuosamente de buscar ideas para escribir, y en algún momento elevé la mirada hacia el cielo, como cualquier persona obligada a pensar un poquito más de lo normal.

Justo donde posé la vista, encontré una estela.

Era una pincelada de un rosa muy vivo que contrastaba hermosamente con el azul cerúleo lechoso sobre el que se iba pintando lentamente. Me quedé mirándola, creyendo que se trataba de un avión bien ubicado al atardecer. El rosa se fue tornando rojo fulgurante cuando me di cuenta de que la parte frontal de la estela estaba ardiendo. Eso no era un avión. Era un meteoro.

Cuando la visión desapareció detrás de unos edificios cercanos, entré a Twitter a ver si alguien más había visto lo mismo que yo. Dos o tres personas más describían un fenómeno igual a la misma hora, pero se encontraban en la Costa Este de Estados Unidos.

Esto es lo que voy a extrañar de Twitter.

Un posible destello de lucidez

Jajajaja, yo dizque “hola a todos, ya volví” y dejé pasar todo un año antes de volver a sentarme frente a esta pantalla. A veces pienso que lo mío es un trastorno de déficit de atención, pero seguramente el problema real son las redes sociales. Pero bueno, ese problema como que ya se nos está acabando forzosamente.

Llevo meses con una idea dándome vueltas en la cabeza: prácticamente todas mis amistades que han pasado de Internet a la vida real se han dado gracias a este blog. Y lo que es más, han perdurado pese a mi inactividad prolongada en el mismo. A Twitter no puedo atribuirle las mismas propiedades ni de lejos. Entonces, ¿qué hago/hacía yo ahí? Antes la respuesta era clarísima: buscaba un sucedáneo de compañía, algo así como poner la radio para enmascarar el silencio cotidiano y, de paso, tener ciertos chispazos de interacción. A eso habría que sumarle, obviamente, la simple compulsión de la adicción a la dopamina: qué hay de nuevo, qué hay de nuevo, qué hay de nuevo.

Sin embargo, el tono de las voces en ese ruido de fondo ha cambiado; ahora es mucho más agresivo y menos introspectivo. El tema del día es la pelea del día. Intenté silenciar la algarabía y limitar mi exposición a las reyertas por mucho tiempo, pero el problema se desbordó y mi muro pobremente construido empezó a exhibir fisuras. Estaba más o menos acostumbrada a la indignación por hechos externos, las noticias sobre las que necesariamente había que emitir una opinión, pero de repente noté que todo se había condensado aún más en una sola madeja muy compacta fuera de la cual ningún conflicto tenía importancia alguna. Sin embargo, ese no es el punto. El punto es lo alejada que me descubrí de todo eso. Vi a gran parte de mis conocidos hablar del mismo hecho al mismo tiempo, tomar partido en la misma pelea, y entonces vi con absoluta claridad que nada de eso tenía que ver conmigo de ninguna manera. ¿Qué estoy esperando acaso, que algún día vuelvan a hablar de su vida como antaño y yo les responda e intercambiemos anécdotas y afiancemos nuestros lazos de amistad? Eso ya no va a ocurrir en ese mundo.

Voy a detenerme aquí un momento para dar una explicación no pedida: esta reflexión no es producto de ninguna epifanía. No he alcanzado la iluminación, no he evolucionado. Lo que parece ser un instante de repentina claridad no es sino un atisbo de cielo azul en el ojo del huracán de la implosión de las redes sociales que me gustaban. Instagram, por nombrar una más, es un bazar lleno de videos forzados que yo no quiero ver y se nota que sus creadores tampoco los quieren hacer. Y de resto qué, ¿me voy a pasar a TikTok? ¿Tan desesperada estoy por buscar en qué despilfarrar el tiempo? Yo no debería estar dándole relevancia a nada de esto, pero se trata del vicio que me sacó de este espacio amado por años, y del que aún no me declaro curada.

Hace un par de semanas nos reunimos con una amiga de The Open List, y en medio de nuestra conversación ella dio una descripción tan bonita y elocuente de lo que fue para nosotros esa juventud de escribir y encontrarnos cual estrellas solitarias que emiten pulsaciones hacia la nada y de pronto se descubren parte de una galaxia, de leernos intensamente unos a otros con curiosidad y cariño, que mi inquietud de hace meses se avivó. Qué rayos hago lejos de mi blog.

Entonces heme aquí, gastando el tiempo en lo que no debo de todos modos, como toda la vida, haciendo esto en vez de cumplir mis obligaciones. Si voy a hablar sola, que sea en mi espacio y no en un pozo negro.

Pero por qué ahora si lo peor ya pasó

Alguien a quien aprecio va a cerrar su blog, y se siente un poco como la muerte de todos los blogs. Era un blog importante, su dueño era importante para los que lo leíamos. Su desaparición es como si un mundo de narradores de vidas se hubiera estado resquebrajando poco a poco, y el problema —o el cambio de época, más bien— se hubiera podido ignorar hasta que, de repente, se viniera abajo una tajada entera de una montaña. Ahora sí nos enfrentamos al vacío. Si no queda él, entonces quién queda. Entonces yo vengo aquí a escribir porque me resisto a que mi pedazo de roca ruede hacia el abismo también.

Mi blog, como ven, todavía existe; diría que de milagro, pero eso es una exageración. No toma tanto esfuerzo mantener uno, lo cual empeora la culpa por dejarlo abandonado. Pero bueno. Me pregunto si alguien todavía lee esto. En realidad no importa. Cuando empecé a escribir, hace ya millones de años, lo hacía sin público alguno. Luego apareció TOL, nuestra red social cuando no existían las redes sociales. De ahí salieron amigos, conocidos, amores. Quedan aún pedazos (¿las ruinas?) de esos vínculos.

He tenido varias razones para no escribir aquí, todas tontas: saber que no escribo bien, saber que mi vida no es interesante y no tengo nada que contar, saber que no me interesa mucho dar a conocer mi opinión sobre temas de actualidad, temerle a la posibilidad de que alguien tome lo que aquí cuento para diseminar una imagen distorsionada de mí y la gente que quiero (esto ya ocurrió; el temor fue más bien retroactivo).

Ante el anuncio del cierre del blog del que hablo, alguien le contestó a su autor: “Pero por qué ahora si lo peor ya pasó”. Me quedé pensando en eso. Ya no hay concursos de popularidad (explícitos o implícitos). Ya me he aislado lo suficiente de todo el mundo en esta ciudad como para que a alguien le importe mi vida. Ya no existe la posibilidad de saltar del blog al estrellato literario, así que ya no hay por qué sentirse mal si eso no ocurre.

Por alguna razón que aún desconozco hay que seguir narrando la vida, así esta no sea ni remotamente fascinante. Hay un remedo de rutina. Hay una ciudad en la que ocurren las cosas. Hay viajes. Hay recuerdos que vale la pena no dejar escapar, aunque a veces tengo problemas por tratar de encerrarlo todo en mi cabeza.

Este es un post que no quiere decir nada, salvo que pasa el tiempo, todo cambia, uno se vuelve grande y aburrido, pero hay que seguir escribiendo.

Adolescencia y brechas tecnológicas

No sé por qué estoy escribiendo hoy. Creo que he descubierto últimamente que se me están yendo las palabras, y no se me ocurre otra manera de atajarlas que poniéndolas en esta vieja colección de ideas. Mis ideas mal articuladas son insectos de alas rotas punzados sobre un cojín de terciopelo polvoroso y descolorido. Bienvenidos al museo de mi vida, más un museíto de pueblo que un gran complejo cultural.

A veces siento que hay un abismo de distancia entre mis primos y yo. No lo digo porque no nos entendamos, sino porque la tecnología ha cambiado tanto las dinámicas de la juventud que una adolescencia con módem de 28800 kbps se parece más a la de mi mamá que a la de mis primos para quienes Internet ha sido una realidad omnipresente casi desde siempre. Entonces, cuando les hablo de mi adolescencia, me siento hablando de la prehistoria. En cierto modo lo es. Sin embargo, como los cambios son cada vez más rápidos, incluso ellos, entre 12 y 15 años menores que yo, hablan de las novedades que aparecen en las vidas de aquellos que han tenido redes sociales desde que nacieron. Distancias cada vez más pequeñas se perciben como abismos.

Iba a decir que me alegra no haber tenido influencers cuando chiquita, pero vivir la apertura económica estudiando con niñas ricas fue suficiente mercadeo aspiracional. Todas las cosas que yo quería en Navidad eran cosas que les había visto a mis compañeras. Un morral de La Sirenita, crayolas (o cualquier cosa) marca Crayola, viajar a Disneyworld. Lo que sí me alegra de verdad es no haber tenido cyberbullying en mi época. Es decir, con el Internet incipiente de finales de los 90 a mí sí me contaban los tipos que se rotaban mi foto para hablar de lo fea que era yo y en persona la gente también se tomaba la molestia de comentármelo, pero nunca estuve expuesta al ojo de cientos (¿o miles?) de personas para que opinaran libremente sobre mi apariencia. En vacaciones descansaba de las niñas que me molestaban. Ahora ya no hay respiro de nada.

Lo que sí me alegra de verdad es estar hablando de esto hoy porque fue tema de conversación anoche con mi prima, quien ya no está tan dispuesta a escuchar el canto de sirena de gente supuestamente normal pero con vidas artificialmente extraordinarias, patrocinadas por esta marca y la otra.

I’m So Sorry, Dear Blog

Hace tiempo empecé a sentir que me daba mucho, mucho sueño cuando intentaba escribir algo por acá. Probablemente eran los nervios de creer que no tenía nada interesante que decir. Saber que escribo mal, o puras bobadas.

Después vino la inercia. Pensar “quiero escribir”, recordar que hace rato no lo hago, y preferir no cambiar ese estado. No perturbar ese silencio. Ver hasta dónde podría llegar aquella línea recta.

Hoy recordé que tenía que renovar mi dominio, así que hice el pago e intenté entrar a la página. Escribí la dirección y, ¡oh, sorpresa! No funcionaba. Entonces me sentí mal. Había dejado morir el blog y ni siquiera me había dado cuenta. Afortunadamente era un problema fácil de solucionar y Cavorite lo resolvió al instante.

Ya no recuerdo lo que les he dicho a otras personas sobre las actividades que más me gustan y lo que me aleja de ellas; lo que sé es que he dejado de hacerlas. Me gusta dibujar. No dibujo. Me gusta cantar. No canto. Me gusta escribir. No escribo. No me gusta bailar. Estuve bailando un par de meses pero creo que me lesioné la cara interna de los muslos.

Pero aquí estoy ahora, pidiéndole perdón a mi blog por abandonarlo y haber dejado que se dañara sin darme cuenta. De repente siento que todo este tiempo he estado equivocada porque en realidad yo no estoy escribiendo para los que me podrían leer, sino para el blog mismo. Siendo así, no tiene ningún sentido volver a preguntarme cuál es el sentido de contar las nimiedades que componen mi vida. Se trata de ponerme a teclear y ya.

I Am a Rock (or I’m Trying to Be)

Desde que volví de mis viajes de fin de año he pasado al encierro casi total. No tengo ganas de hacer nada ni verme con nadie. De todas maneras aquí no hay nadie con quién encontrarse. Nunca pude hacer amigos de adulta y a los de otras épocas los veo esporádicamente. En esta ciudad está mi familia y tengo trabajo, pero de resto no hay nada. Me arranqué de tajo la ilusión de vida social que era Twitter y ahora veo claramente lo desolado que está este paisaje cenizo. Sin embargo, me resisto a buscar compañía o un sucedáneo de esta. Necesito volver a aprender a sentirme cómoda en mi isla.

Trato de recordar cómo era ser yo a los 13 años, estar de vacaciones, aburrirme hasta el tuétano y sentarme a escribir o leer un libro de corrido sin distraerme. La última vez que logré tanta concentración fue cuando estuve atascada en un vuelo Buenos Aires-Córdoba que llegó a su destino 24 horas después de lo estipulado. Escuchaba a mi compañera de silla proferir improperios con muchas erres —de esa manera tan argentina— mientras Eugenides me absorbía con Middlesex. Es una gran novela para estar atascado en un vuelo que intenta aterrizar sin éxito varias veces.

Aceptar la soledad y el aburrimiento es un paso importante en la superación de la adicción a las redes sociales. A veces me aparece en las páginas que leo la publicidad de un juego que promete erradicar el aburrimiento de una vez por todas. Eso no está bien. Necesitamos aburrirnos para ser creativos. Necesitamos dejar que reine el silencio para poder escuchar nuestra voz interna. A mí, hasta ahora, me ha costado —y eso se nota en la dificultad que tengo ahora para escribir posts—, pero no me rindo.

De pronto voy a terminar como la señora que vive en un rincón de Irlanda del Norte sin teléfono ni electricidad ni agua corriente y solo tiene un radio de cuerda para enterarse de la fecha, la hora y los titulares de las noticias. La señora es muy feliz porque puede darse el lujo de gozar del silencio. Yo siento que estoy hasta ahora tocando el silencio con la punta del dedo gordo del pie; se siente helado, pero me seguiré sumergiendo hasta aclimatarme. No hasta el punto de dejar de tener electricidad y agua corriente, pero sí de tal manera que mi cabeza deje de saltar de un lado a otro en busca de novedades. Solo entonces podré rescatar a la persona creativa que yo solía ser y que tanta falta me hace.

(El resto de aspectos de tener 13 años sí que me los empaquen, gracias.)

2016 (Reprise)

Cartagena – Guatavita – Buenos Aires – Córdoba – San Francisco – Berkeley – McKinleyville – Cave Junction – Portland – Sacramento – Chicago – Lake Geneva – San José – Berkeley – Santa María – Aquitania – San Francisco – Santa Bárbara – Ventura – Los Angeles – Joshua Tree – San Diego – San Francisco – Berkeley – Arequipa – Buenos Aires.

Hace unos años me angustiaba pensar que después de Japón yo nunca fuera a volver a viajar tanto como en los años que pasé allá. Este año demuestra una vez más que no tenía nada de qué preocuparme. Conocí la costa californiana de cabo a rabo (primero hacia el norte, luego hacia el sur), volví a Chicago después de trece años, tuve una simpática aventura aérea gracias a la cual casi no llego a Córdoba (Argentina), comí hasta reventar en Arequipa y ahora estoy cerrando el año en Buenos Aires, donde me estoy derritiendo del calor.

2016 fue “el año de arreglar cosas”. Después de la sanación espiritual tan enorme que fue el viaje a Japón sentí que era ahora podía empezar a reparar todo el resto de cosas que me molestaban de mi vida. Tomé un curso de francés, empecé un tratamiento de depilación láser, pasé de hacer cero ejercicio a algo de ejercicio y leí más libros. Todavía quedan asuntos por abordar, pero siento que voy por buen camino.

Por otro lado, cerré el año pasado sintiéndome muy adulta al haberme convertido en socia de una empresa, pero en diciembre de este año renuncié a las responsabilidades adicionales que conlleva vivir con un cargo así de glamoroso y volví a limitarme a hacer lo que me gusta: traducir. Es bueno aligerar las cargas y llevar una vida más bien sencilla.

Hablando de aligerar cargas, tengo el firme propósito de disminuir drásticamente mi consumo de información en línea. Los efectos devastadores del consumo masivo de información basura a nivel mundial me tienen asqueada. Por otro lado, mi participación compulsiva en los mecanismos de publicación inmediata de mini ideas me han alejado de la escritura a más largo aliento, cosa que he lamentado mucho. Alejarme de las redes sociales ha sido un proceso lento; intenté cortarlo todo de tajo, pero al cabo de poco más de un mes, cuando ya me sentía triunfante y me disponía a escribir sobre todas las fantásticas lecciones que había aprendido al alcanzar la iluminación post-redes (ya ni recuerdo qué es lo que tanto creí saber en ese momento), recaí con fuerza. Esto no ha sido nada fácil, pero la renovada sensación de soledad me ha llevado a revivir algunas amistades de la vida real que tenía en hibernación. Eso me ha gustado mucho.

Finalizo este resumen con una nota triste: este año murió mi tío abuelo. Murieron dos tíos abuelos en menos de una semana, uno por parte de mamá y uno por parte de papá; sin embargo, la muerte del primero me dio especialmente duro. Nadie vio venir esa ausencia. Siempre lo sentí muy cercano y me reproché no haberlo visitado más seguido. Pero qué sabe uno del porvenir. No queda sino estar lo más que se pueda con los que nos quedan vivos.

Ahora me voy a cenar con mi hermana y mi cuñado. Me despido del año, me despido de mi hermana y mi cuñado y me despido de Buenos Aires. Quiero pensar que la ausencia será breve.

Disable Notifications

En el último mes he desarrollado un fuerte disgusto por las interrupciones que traen las redes sociales y los aparatos electrónicos de comunicación en general. Esto, visto desde la lente del siglo XXI, suena como a que estoy cultivando un profundo desdén por todo lo bueno y bello que hay en el mundo, desprecio a mi familia y amigos y estoy contemplando seriamente la opción de volverme pastora en el desierto del Kyzyl Kum. Pero no. Lo único que quiero es llevar una vida que sea mía, más que todo; que no les pertenezca a las mil una alertas de “para que empieces bien el día, te regalamos esta foto de tu ex por si ya lo habías olvidado”, “no seas malaclase y deséale un feliz cumpleaños a esta persona a quien ni siquiera reconocerías en la calle”, “alguien en un grupo de WhatsApp necesita urgentemente que leas esta noticia falsa” o “a esta marca le gusta tu foto para que a ti te guste esa marca”.

Es cierto que uno puede desactivar la mayoría de notificaciones, pero no todas. Por cada sonido que uno apague queda un puntico rojo brillante que dice “no has revisado todo lo que debes revisar”. Todos me recomiendan que ignore los avisos, pero no se trata de eso; no se trata de tener que demostrar templanza ante una avalancha de estímulos. Se me ocurre, a medida que voy escribiendo esto, que solo queda una opción: desinstalar las aplicaciones que hacen ruido. Una parte de mí dice que eso es el equivalente virtual de volverme pastora en el desierto del Kyzyl Kum, que qué va a pasar con los conocidos de antaño que solo llego a ver por estos medios, pero no estoy segura de que a punta de likes se mantenga viva la llama de la amistad. De pronto podría hacer como mi mamá, que entra a Facebook por ahí una vez cada mes. En cuanto a WhatsApp, ni les cuento lo que pasó cuando anuncié mi retiro del grupo familiar. Solo diré que esa ha sido una interrupción menos y el alivio ha sido inmenso.

Es difícil negociar con un mundo que le exige a uno disponibilidad las 24 horas del día sin ningún tipo de jerarquía de prioridades. Uno debe estar igualmente atento al trabajo, los mensajes privados, las noticias, las cadenas de mensajes y las reacciones de los demás a lo que uno publica. No obstante, creo que es posible tomar las riendas del asunto: en un viaje reciente tuve el celular en modo “no molestar” todo el tiempo. No perdí trabajo a pesar de contestar los mensajes con cierto retraso. Me agradó mucho la sensación de ser yo quien decidía cuando interrumpir la jornada y revisar el teléfono. Sigo convencida de que hay que hacerle una fuerte curaduría a las fuentes de interrupción, pero tener el control de las que toca dejar es un paso adicional necesario. Al menos para mí, aquí en mi yurt en el Kyzyl Kum.

Alert: Information Overload

No puedo más. El ruido de todas partes me está enloqueciendo. El bombardeo de la información basura. El mundo está como está por eso, por recibir opinión tras opinión tras opinión. Hablamos con gente que no conocemos y no nos molestamos en conocerla. Es apenas parte del espejismo de nuestra popularidad. Hablamos en likes. ¿Qué quiere decir un like?

Los hechos pasan y vienen seguidos de una interminable estela de opiniones cada vez más irrelevantes. Conozca la ciencia de nosequé. Esta es la verdadera razón por la cual tal cosa. WhatsApp suena y podría ser una emergencia o un favor o un saludo pero es un mensaje basura interminable. Basura indistinguible de lo verdaderamente valioso. Así es como las mentiras ganan las elecciones.

Ayer subí unas fotos a Instagram. Luego tuve que eliminar algunas porque quise editar una y preservar el orden cronológico. Después me quedé pensando en los likes perdidos por las fotos borradas y vueltas a subir. Qué clase de preocupación es esa.

Hoy me enteré de que Shelley Duvall tiene problemas mentales. Nunca vi The Shining y de Popeye solo recuerdo un anuncio en la parte de atrás de una revista de cómic pero ahora sé que Shelley Duvall ve gente muerta que cambia de forma y cree que tiene un aparato incrustado en la pierna. Yo no tengo por qué saber eso.

Hace algunos meses me desconecté de las redes sociales motivada por un daño en el teléfono que me llevó a revivir amistades y leer libros mientras espero. Sin embargo, luego recaí. Esto es un problema serio, a todas luces. Ya ni siquiera se trata de jugar a que hablo sin hablar realmente; se trata de clics compulsivos y avalanchas interminables de desinformación cuyos efectos se han podido vislumbrar con especial claridad en estos días. No puedo seguir siendo cómplice de todo eso. No puedo seguir haciéndome esto a mí misma.

 

El regreso al silencio, 2

Según las reglas de mi retiro autoimpuesto, mañana puedo volver a mirar mi TL de Facebook y Twitter. Pero no estoy segura de que esa sea una buena idea. Podría pensar que tengo un problema de verdad y ahora me va a tocar como a los que van a Alcohólicos Anónimos y les toca pasar el resto de su vida sin tocar una sola gota de trago. Pero no creo que sea tan grave. Solo estoy hastiada y un poco temerosa de lo que le hacen los mecanismos de gratificación instantánea al cerebro.

Fuera de la compulsión inminente, tengo otras razones para no reincorporarme a las dinámicas de las redes sociales:

  1. Por el derecho a tener pocas personas en la cabeza. Si no quiero volver a saber de alguien, quisiera conservar mi derecho a olvidarlo sin tropezarme con él en las menciones de todos como si trabajáramos juntos. Además, quiero pensar que la gente que recuerdo es la gente con la que realmente tengo un vínculo. Saber que hablamos, no que estamos ahí flotando intercambiando opiniones sobre el tema del día sin saber ni quiénes somos.
  2. Porque ahora me siento menos distraída para hacer las cosas que quiero. Me gusta escribir en este blog, pero eso se me había olvidado. La inmediatez de los 140 caracteres se había comido el gusto que yo le tenía al esfuerzo de escribir cosas más largas.
  3. Porque el vacío y el silencio dieron pie a la introspección. He tenido mucho tiempo para pensar y leer y entender partes de mi vida que suponían (o aún suponen) un obstáculo para mí. Creo que las redes sociales y las noticias basura me habían dormido ante estas realidades que debo enfrentar en vez de evadir.

La gente me mira raro cuando hablo de estas cosas, pero supongo que es más fácil caer en la adicción a las redes sociales cuando uno trabaja aislado y estas dan la sensación de ser un sucedáneo de la interacción social cotidiana. Pero ahora veo que no hay que temerle al silencio absoluto, a no hablar con a nadie a veces y lidiar con uno mismo y ya. Esa es una lección que debería haber aprendido en Tsukuba. Pero nunca es tarde.