Archive for the 'bicicleta' Category

La Vie Claire, l’esprit pas clair

Llevo lo que va de julio haciendo un dibujo diario. No he parado ni un solo día, lo cual es poco característico de mí y hasta me asusta. Sin embargo, toca aprovechar esta buena racha en vez de tratar de hallarle algún significado funesto.

Hoy, por recomendación de Cavorite, dibujé a Greg LeMond y Bernard Hinault, dos leyendas del ciclismo sobre las que aprendí hace poco. Después de terminar el dibujo y subirlo a las redes sociales (este mundo moderno exige mucho para dar a conocer lo que uno hace), me di cuenta de que no había coloreado bien una partecita de la camiseta de LeMond. Es claro que en general yo no coloreo bien —me lo han dicho desde la primaria—, pero este rincón me molestaba. ¿Qué hacer? ¿Bajar el dibujo y subir una nueva versión? ¿Dejarlo así?

Hice la prueba de colorear lo que faltaba y ver si me gustaba más. Luego lo deshice. Y lo rehice. Y lo deshice. Y lo rehice. Y lo deshice. Le pregunté a Cavorite su opinión. Me dijo que ni siquiera había encontrado el rincón faltante del que yo hablaba. Lo deshice. Miré al techo. Lo rehice. Y lo deshice de nuevo, ahora sí para siempre. Pero luego lo rehice. Al fin decidí dejarlo sin el ajuste, pero perdí mucho tiempo llegando a esta conclusión.

Una cosa mala de dibujar a computador es que da pie para estos ataques de indecisión. El papel no le permite a uno darse el lujo de dudar de lo ya hecho. Lo que fue, fue y listo. Tratar de corregir un error es arriesgarse a cometer uno aún más grande. En cambio en el computador uno puede deshacer un mal trazo y seguir como si nada. No obstante, eso implica que uno tiene que estar seguro de que ese era un mal trazo para poder continuar y no caer en un ciclo casi eterno de undo/redo. Y toca estar seguro de que algo está terminado y no se va a ajustar más. Dejar el perfeccionismo. Saber detenerse. Dejar ir. O si no cuándo duerme uno.

En últimas el dibujo quedó bonito y a Cavorite le encantó. Ya con eso es suficiente para darme por bien servida y no escrutarle hasta el último pixel. Mañana será otro día y habrá otro dibujo; solo espero que mi trazo decidido albergue menos dudas microscópicas.

It’s (Not) My Party

Hoy me harté. Estaba viendo un paisaje verde furioso desteñirse lentamente entre Mariquita y Armero cuando le eché un vistazo a mi celular y me irritó lo que encontré en esa red de monólogos en la que estoy metida. Pensé que era apenas una señal de mi mente para mirar más por la ventana del carro y decidí esperar hasta la noche. Ahora estoy en mi cama y la sensación de hartazgo continúa. Quiero una desintoxicación. Quiero salirme de la fiesta —porque no importa cuánto me proponga lo contrario, yo siempre siempre me aburro en las fiestas—. No estamos teniendo ninguna conversación real ustedes y yo, en todo caso. No en Twitter. Fijo vuelvo más tarde, pero por ahora dejo mi vaso a medio tomar en cualquier mesa y me alejo del ruido. No sé por qué de repente me veo pedaleando en Tsukuba a medianoche con un frío tremendo.

Lucky Winner

Olavia Kite ofrece una entrega más de sus emocionantes aventuras en el mundo burocrático. Hoy: solicitando una visa de turismo en la Embajada de Estados Unidos en Tokio.

Saltémonos los preparativos. O mejor no. Anotemos que la foto del documento me la tomé acá en mi casa y la mandé imprimir en el combini mucho más barato de lo que cobra el fotomatón (bonita hora de enterarme). Anotemos también que volé en la bicicleta a menos cinco grados centígrados y recordé a los valientes soldados de la guerra de Corea porque llegué a la estación del Tsukuba Express sin dedos. Por último, y tal vez sin razón, reservemos un espacio a la visión de canastas y botas subiéndose al metro en Tsukiji y bajándose en Ginza, o a la inmensa y verdosa fachada de aquel lujoso hotel en Toranomon, congelado por siempre en 1962 con James Bond atrapado en uno de sus bares.

La Embajada, como era de esperarse, era un fortín custodiado por tanquetas y vigilantes que no permitían cruzar las calles aledañas. En vista de que llegué quince minutos demasiado temprano a mi entrevista, me puse a dar vueltas por ahí y encontré que en los combinis alrededor vendían onigiri de Spam (¡como en Hawaii!). Me habría comprado uno si no hubiera sido porque en el tren me había embutido uno de kanikama (palmitos de mar con sabor a cangrejo) y uno coreano picante buenísimo de cerdo con ajonjolí y gochujang. Además, los nervios me tenían sin rastro de hambre ni sed y a la entrada de la embajada confiscaban comestibles y tijeras.

Empujé una puerta pesada y me encontré en un lugar oscuro, con letreros improvisados mal colgados sobre las ventanillas y una multitud de sillas vinotinto organizadas en filas como una casa de oración de barrio. Me pregunté si todo estaba diseñado para bajarle la moral a la gente. El recinto estaba a reventar. Me ubiqué donde pude y abrí un libro. Pronto se sentó una mujer a mi lado, y segundos después llegó su olor. Era una nube repugnante que tardó en asentarse. Cada vez que ella se movía, el hedor remontaba vuelo para reacomodarse y me golpeaba la cara, interrumpiendo mi lectura contraída en una mueca agria. Aproveché la toma de huellas para buscar otro puesto, pero inexplicablemente ella se dio mañas para localizarme y volverse a sentar cerca. A veces me miraba. La ignoré como pude.

Lo que empezó a angustiarme no fue el paso del tiempo de por sí. Yo sabía que el tiempo pasaba pero no a qué velocidad, no había manera de saberlo con las vidrios ahumados y ningún reloj a la vista. Llamaban números y números y números a las ventanillas. Recordé varias veces el capítulo de Community en el que el estudiante con síndrome de Asperger sabotea sin querer un experimento aguantando 26 horas en una sala de espera. Yo también podría lograrlo. No me queda de otra, en todo caso. Tengo sed. Retomaré la lectura. No entiendo. A ver, otra vez. ¿Tanto tiempo llevo sin leer un libro en español? No logro saber de qué se trata esta novela. Miremos la contraportada. ¡No! ¡La regla es no leer las contraportadas! Oh, no, alcancé a leer media frase, ahora ya sé qué esperar. Trataré de olvidarlo. Volvamos adentro. Hay escritores de ciencia ficción. Yo quería ser escritora de ciencia ficción. ¿Será por eso que me regalaron este libro? Pero ya no se me ocurre nada. ¿Qué habrá pensado esta persona al sentarse a hacer este libro? ¿Cómo pudo escribir tanto? Me imagino al autor sin rostro en un trance dele y dele y dele al teclado a toda. Estas frases parecen escritas así, febrilmente. ¿Cómo se le ocurren a uno historias? ¿De dónde salen los personajes y cómo los sigue uno? Yo no puedo escribir cuentos. Nunca terminé uno. ¿Segura? Segura. ¡Otra vez te saltaste una página entera haciendo ademán de leerla!

Cerré el libro y me dediqué a observar a la gente que pasaba justo frente a mí. El señor encargado de la mayoría de entrevistas se veía simpático. Ojalá me toque ese. Las potenciales estudiantes de inglés—one year,… Nebraska,… hajimete…—recibían una hoja y decían “thank you so much!” como si acabaran de ganarse un premio. Los no-japoneses no corrían con tanta suerte. Una asiática de quién sabe qué país o algo así tuvo que recibir de vuelta su cerro de documentos después de un interrogatorio larguísimo. Dos soldados estadounidenses querían llevar a sus novias de paseo. La señora asquerosa, cuyo país no me atrevo a adivinar por miedo a imponer un estigma sobre todo un pueblo mil veces más limpio que ella, tenía una hija y estaba haciendo un doctorado. Iba a una conferencia. Un japonés especializado en manga tenía que remitir más pruebas de ser quien decía ser. ¿Tan poca gente queda en la sala? Cada vez eran más complicadas las conversaciones entre solicitantes y funcionarios. ¿Qué habré hecho mal yo para que hayan relegado mi solicitud al final? Ya sé: mi foto es muy oscura. Saipán no es un destino turístico válido. No imprimí como debía ser la hoja que mostraba la fecha y hora de mi cita. No entregué suficiente información. Me queda poco tiempo en Japón. Soy colombiana.

El amable rechazo de la solicitud de una pareja de amigos (¿mongoles?) que estaban a punto de graduarse de alguna institución —I’m sure you two are great guys, but…— me hizo preguntarme si estaba cargando aún la bolsa pesada porque el cuello me empezó a doler terriblemente (respuesta: no, era la tensión). Seguro me iba a decir a mí lo mismo. ¡Pero irme a vivir ilegalmente a Saipán sería una idea malísima!, diría yo inútilmente. Y entonces me tocaría correr a la universidad y pedir que me dieran el pasaje de regreso a Bogotá por Air Canada y me tocaría quedarme una noche en Toronto y no no no no no no no no…

El señor de la ventanilla de enfrente estaba teniendo problemas escaneando un código de barras de una carpeta de solicitud. Tomó el pasaporte que lo acompañaba. Miró la foto. Extendió la mirada al otro lado del vidrio. Me vio. Volvió a mirar la foto. Volvió a mirarme. Le sonreí con toda felicidad y asentí con la cabeza. El funcionario —en efecto, supremamente amable— me pidió disculpas por hacerme esperar tanto. “You must be the last one”, dijo. “Next to last”, corregí. Hubo entonces una mención de mi historial de viajes culminada en “You do a lot of travelling… and you get to go again!” “Yay!!!” fue lo único que atiné a responder. Conque así de fácil era. Ahora yo, como las estudiantes japonesas, era una feliz ganadora.

Me devolvieron mi teléfono y salí al sol. Eran las 12:30. En calidad de campeona, buscaría mi premio: un merecido almuerzo.

[ This Is It — Michael Jackson ]

Daruma de bicicleta

Anoche leí un artículo sobre el trauma generado por los accidentes de bicicleta versus aquel causado por los accidentes ocasionados al correr. La gente tiende a jurar que no volverá a subirse al lomo de ese monstruo con ruedas así el tiempo de recuperación por lesiones ciclísticas sea breve comparado con el de las lesiones de un pie mal puesto en la pista.

No llevo mucho tiempo montando bicicleta. Tres años, no más (¡uash, ya tres años!). Me he caído varias veces y tengo un par de cicatrices en las rodillas para probarlo. Bueno, también tengo una cicatriz de cuando me atropelló una bicicleta, pero esa es otra historia y creo que la he contado millones de veces. Mis percances ciclísticos han sido más bien vergonzosos, a decir verdad. Enumeraré los más memorables:

  1. Me fui de lado entrando en una rampa, intenté agarrarme de una pared, quedé abrazándola, la bicicleta siguió cuesta abajo, me arrastró, la camisa se me desabotonó y me raspé todo el pecho.
  2. Otra rampa en bajada; esta vez quedé abrazando unos arbustos. No hubo nudismo accidental. El resultado, aquí.
  3. Se me enredó un pedal en un bolardo, di una especie de bote en el aire, el pie que iba sobre el pedal quedó agarrado a la altura del bolardo y se dobló feo. El dedo gordo de dicho pie se volvió una masa amorfa morada. Era tan horrible que no le tomé foto.
  4. Una estudiante descuidada sin frenos me estrelló. Mi teléfono salió volando. Empezó a timbrar apenas tocó tierra. Aún tirada en el pavimento, contesté.
  5. Como habrán podido adivinar ya, el campus de mi universidad es una gran pista de bicicross con subidas y bajadas a granel. ¿Qué pasa cuando dos personas vienen de dos cimas contiguas? Se encuentran en el valle y se convierten en un amasijo de metal y piernas difícil de desengarzar. Es como besarse pero con varillas de por medio y sin saber con quién.
  6. Iba más bien rápido cerca de la bifurcación de un camino. Apareció de la nada una de esas típicas estudiantes sin frenos. La esquivé pero no alcancé a coger el otro brazo de la Y. La llanta golpeó el murito que separaba ambas ramas. Sentí que salía volando como los malos de Los Magníficos. No tengo idea de cómo caí, pero llevo varios días con con las piernas todas pintadas de colores.
  7. Al otro día del accidente #6 llegué a la facultad pensando en lo gracioso que sería volver a caerme de la bici. Un minuto después frené mal, me fui a bajar, la bicicleta siguió, me arrastró, terminé de pintarme las piernas.

Pese a todo esto —mi mamá debe estar al borde del infarto leyendo estas fantásticas historias de supervivencia—, nunca se me ha pasado por la cabeza dejar de montar bicicleta. Me gusta muchísimo ir por ahí rodando, escuchando música bajo la mirada vigilante del radiotelescopio, con el paisaje abriéndose hacia el infinito detrás de las viejas casas rurales. Cavorite dice que soy un peligro sobre ruedas, pero en Tsukuba montar bici es cuestión de supervivencia (lo siento, ciclistas de Amsterdam). No obstante, me preocupa que en Bogotá se me acabe la dicha ciclística gracias a las distancias, el estado de las vías y el clima (por no mencionar la inseguridad).

Eso sí, no me pregunten sobre traumas de conducción automovilística. De eso no se habla.

Addendum: Lowfill Sensei, si me lees, mil y mil gracias de nuevo por haberme enseñado a montar bici.

Foux du FaFa

¡Aquí viene! ¡Huyan! ¡Aaaaaaaaaargh!
(foto de Cavorite)

[ Miracle and Magician — Wendy Carlos ]

Corto circuito

Camino al edificio donde tomo la mayoría de mis clases hay una obra de construcción. A la entrada han plantado a un señor uniformado con casco y chaleco reflectivo cuyo oficio es extender su brazo hacia donde quiera que vaya el transeúnte que se le cruce al frente en ademán de “puede seguir”. Detrás del señor las vallas blancas están cerradas. No veo ningún camión aproximándose. Nada parece querer entrar ni salir. Lo redundante de su gesto me irrita y mis segundos frente a él se van siempre en preguntarme quién podría necesitar que le señalen lo obvio. Japoneses locos.

Esta tarde pasé por ahí de regreso a casa. Apenas enfilé por el camino apareció una moto de la nada y por poco me atropella, pero eso dejó de importar muy pronto. Alcancé el lugar cercado, como siempre. Esta vez había tres señores uniformados. No estaban haciéndole señas a nadie. Estaban chanceándose entre ellos, mandándose puños leves a los brazos, muertos de risa.

Y entonces pasó algo absolutamente alarmante: me detuve.
No tenía idea de cómo reaccionar ante la falta de señal.

Después de algunos segundos uno de ellos me vio y lanzó la mano al aire despreocupadamente. Solo entonces pude seguir.

Antes de venir a Japón me habían contado historias de cómo los japoneses hacen corto circuito cuando las cosas no ocurren según lo establecido. Jamás pensé que eso mismo me llegaría a pasar a mí. Auxilio.

[ Strict Machine — Goldfrapp ]

El Mar Interior

No sé cómo explicar lo que me pasó en estos días. Hoy desperté no sé a qué hora y hacía frío. No hacía frío cuando me fui. Cuando me fui a dormir. Cuando tropecé y caí en el abismo—el negro café morado naranja bolitas y estrellas—las luces de Purkinje—

Podría empezar por hablar de lo que vi. Números en el agua dentro de una casa oscura. Una habitación escondida que contiene una catarata. Un iglú de cuyo piso brotan gotas de agua que corren solas como mercurio. Una isla con olivos en todos los andenes. Las olivas sin encurtir son amargas. なめるだけでわかる。Calabazas gigantes en las playas. El ático de una casa vieja. Las paredes se están descascarando—hay algo tras el estuco—papel de envoltura de Matsuzakaya—“thank you”—orquídeas—hojas de un periódico—Eisenhower—アイゼンハワー—buscamos la fecha desesperadamente por todo el cuarto—1949. La oscuridad. El café yemení. Parezco mitad japonesa y mitad árabe, me dicen. Dos de las tres tiendas de este lado de la otra isla están cerradas por un funeral. Ya no hacen los funerales así, dice ella mientras pasamos por delante de una procesión con muñecos de papel. Les archives du cœur. La sala de espera del cielo. Un cuadro plano azul brillante en el que se puede entrar. No se conoce el fondo de las cosas. Walter de Maria. Cruzar el umbral y encontrarse en un sueño jodorowskiano. Las escaleras y la bola gigante y los palos dorados. Tadao Ando. Monet. Cuando me muera todo será como el Museo de Arte de Chichu.

También podría hablar de Yurika. Yurika y su risa y sus muecas. Ella me invita a bañarnos juntas porque el baño público de la isla también es una obra de arte. Lo que se sugiere versus lo que se muestra. Mi modo de vestir es bastante atrevido para los estándares japoneses. Hay un elefante sobre el muro. Me explica cómo se mata un pulpo. Le explico la operación de reasignación de género a partir del proceso de matanza del pulpo. Le cuento mis pasajes favoritos de El mono desnudo. Bicicletas prestadas. Subir colinas, bajar colinas. Con ella pierdo por completo el miedo a hablar en japonés.

Y acordarme de Yoji, nuestro anfitrión. Vivió en el País Vasco y ahora nos prepara lentejas. Toma la guitarra. La voz. La voz. La voz. If a fiddler played you a song, my love, and if I gave you a wheel, would you spin for my heart and my loneliness? Las versiones originales no le hacen justicia a lo que él hace. 神田川。”Kandagawa” no es lo mismo si no la canta él. Quiero que siga cantando. Quiero que no deje de cantar en mis recuerdos. “Tsukuba es lo que hay el día después del fin del mundo”. Le gusta mi frase, se la repite a todos. Invita a un amigo. El amigo tiene los pies más horribles que yo haya visto jamás. Trae una guitarra bonita. Es un virtuoso. Toca canciones de los Beatles y yo las canto. Hacemos un dúo guitarra-ukulele para “Love” (la de John Lennon). Yoji nos cuenta que la canción fue inspirada en la simpleza del haiku. ¿No podré cantar así por siempre? ¿No podré cantar aquí por siempre?

どこでも
どこへも

Okayama. Himeji. Kobe. Yokohama. Tokio. Pestañeos vistos por un resquicio. Y de repente se acaba, inexplicable como todos los sueños. Hace frío.

[ Meditação — João Gilberto & Caetano Veloso ]

Les yeux clos

Me gusta la sensación de estar yendo a ninguna parte. Coger la bicicleta tras una diligencia menor e ignorar que hay una ruta corta y segura hacia el hogar, la mirada fija en una trocha minúscula llena de matorrales secos. Extraviarme entre los senderos del barrio como si no los hubiera recorrido ya cientos de veces —los bosques de bambú, los portones antiguos, las ancianas encorvadas—, para emerger en la inmensidad de los campos desnudos gobernados por el radiotelescopio que araña el cielo de acianos sublimados. Pasar al lado de aquel aparato gigantesco, detallarlo, saber que jamás ascenderé por los escalones que se pierden en su parábola y aún así amarlo.

Seguir. El radiotelescopio se convierte en una silueta recortada contra el horizonte encandilado. Recorro un camino sinuoso que nunca había visto antes, me pregunto si me perderé. No tengo miedo. Tal vez deseo perderme. Me muero por ver algo nuevo. Siempre tengo que estar viajando, adonde sea. Desaparezco en el ocre infinito de Ibaraki. Soy una versión abrigada de la cantante de MIA. en el bucólico video de “Uhlala”, pero el paisaje se transforma abruptamente; se hace demasiado familiar, como uno de esos absurdos cambios de escenario que ocurren a menudo en mis sueños. No acabo de bordear una vieja pared de piedra tras la que me miran las ramas de un pino hecho escultura y ya estoy en una de las avenidas principales del pueblo.

Entonces me entero de que mi tienda de muebles favorita está a punto de cerrar. La recesión, me imagino. Wendy’s también se va. Aprovecho la liquidación para comprar el juego de cortinas que me hacía falta (mi apartamento tiene más ventanas de lo normal), paso por el supermercado en busca de una bandeja de huevas de pescado y regreso a casa a ver cómo se encienden en coral los edificios aledaños y las escasas nubes para luego apagarse, sumidos en el frío monocromo.

Al parecer no hay mucha diferencia entre lo que veo con los ojos abiertos y cerrados. Tal vez por eso este es mi cuadro favorito de toda la vida.

[ Si — Gigliola Cinquetti ]

Tras del daño, otro daño

Ya pasó la semana sin bicicleta. Al fin me puse manos a la obra, salí al parqueadero del edificio y arreglé el daño yo solita. Pero no todo podía ser albricias, y ahora le toca el turno de agonizar al computador. Con dos prestos deditos escribo este post desde mi iPhone. No lo digo con el ánimo de chicanear, sino para que vean que a la gente ociosa con ansias de escribir minucias nada la detiene, y de mil amores escribiría con su sangre sobre la pared de ser necesario, si tan solo la sangre pudiera fundirse entre todo aquello que flota en la World Wide Web.

Los que han hablado conmigo por Skype últimamente saben que el ventilador estaba haciendo un ruido infernal que no dejaba ni oír lo que yo decía. Pues bien, yo me impacienté y decidí actuar como lo hice con la bicicleta, con tan mala suerte que en una etapa avanzada de la operación me tembló la mano y terminé de matar el aparato. Bueno, yo sabía a qué me exponía: era el éxito rotundo o dejarlo peor de lo que estaba. Lo importante es que me divertí muchísimo. Si se preguntan por qué podría uno divertirse dañando un MacBook, les contaré que en mis épocas de estudio en Los Andes estuve a punto de meterme a cursos nocturnos de corte y confección y arreglo de computadores. Si no me hubiera ganado la beca, ahora probablemente tendría un título profesional y dos técnicos. Y andaría feliz por la vida cosiéndome vestidos y metiéndole mano a cuanto aparato se me cruzara. Pero el destino no lo quiso así, y ahora me dedico a otros menesteres en otras latitudes.

No teniendo mucho más que decir, me retiraré a ver cómo evoluciona esta vida de aislamiento. Me dedicaré a la oración y el estudio.

[ 100 Days – Sharon Jones and the Dap-Kings ]

自転車なしでの出会い

Llevo una semana sin bicicleta. ¡Ya una semana!

El viernes pasado, saliendo de la alcaldía de Tsukuba, mi fiel vehículo decidió protestar y dejarme abandonada a mi suerte en medio del campo. Después de comprobar que no podía hacer nada al respecto —al menos no ahí en falda—, empecé a dar mis primeros pasos resignados cuando sonó el teléfono. Era el señor Sakaguchi, que quería invitarme a comer (“me encantaría acompañarte en tu caminata, pero debo ir a clase”, dijo). Nada mal para un chasco de este tamaño. Como ando tan de buen humor últimamente, no me disgustó en absoluto el paseo de hora y media que me tocó hacer entre bosques y sembradíos. Como si fuera poco, a la entrada del casco urbano me detuve en un almacén de muebles y compré un juego nuevo de cortinas, un par de cojines y dos cómodas…

Miren, acabo de usar la palabra “cómoda” que tanto salía en los libros que leía cuando era niña. Siempre me ha parecido interesante porque nunca he oído a nadie decirla. Si en persona me preguntaran por las cómodas, yo hablaría de los “muebles de cajones”. Ya sé. Seré la primera persona en decirla. Alguien por favor llámeme y pregúnteme por mis muebles nuevos.

¿En qué iba? Ah, sí. Compré todo eso en un repentino afán de mejorar ostensiblemente mis condiciones de vida, misión que había venido aplazando indefinidamente por el excesivo amor que les tengo a las cajas de cartón. En fin. Volví a casa un poco adolorida de los pies (acuérdenme de usar tenis y nada más que tenis en la vida), pero igual de dichosa que… que todos estos días. [ inserte sonrisa estúpida aquí ]

Pues bien, desde entonces me he estado topando con el señor Sakaguchi en todas partes. Saliendo del Media Center tras escanear una ilustración, a la entrada de la biblioteca con Azuma mientras esperaba a Hazuki… Anoche andaba en mi pequeño mundo rumbo al combini cuando una bicicleta me cerró el paso: era él, otra vez. En vista de tanta coincidencia, finalmente hicimos lo que deben hacer las personas que se encuentran en todas partes: cenar juntos. Ya me estoy cansando de llamarlo el señor Sakaguchi, siendo Sakaguchi un apellido tan común y teniendo él un nombre tan sonoro. Se llama Masayasu.

[ Hail Mary — Pomplamoose ]

Viernes: tragicomedia en 7 actos

***1***

Desperté a las 4:40am. Estaba convencida de que ya estaba amaneciendo, pero pronto me di cuenta de que había dejado prendida una lámpara toda la noche. Tras las ventanas todo seguía aletargado y turquí.

***2***

Hacia el mediodía cogí la bicicleta y partí hacia la universidad con un poco de preocupación pues no había preparado la traducción del día. En el camino recordé que una noche, hace no mucho, había estado hablando con el señor Sakaguchi sobre mi tardanza al enviar un texto a la revista del Centro de Lenguas Extranjeras de la universidad. “Soy la mejor escritora que tienen ustedes”, había dicho desafiante, creyéndome quizás Howard Roark. Con este recuerdo llegué a mi facultad cuando la escasez de bicicletas en el campus me reveló lo obvio: no había clases a partir de la hora de almuerzo gracias al festival universitario de este fin de semana.

***3***

Tomé una vía diferente a la habitual para regresar a casa. A lo lejos vi una camisa de cuadros verdes y naranja haciéndome señas con los brazos: era el señor Sakaguchi. Arrugas al lado de los ojos, sonrisa de diez kilómetros de largo. Me contó que los del comité editorial de la revista estaban bastante complacidos con mi cuento. “A mí también me gustó”, agregó con un gesto humilde que parecía anticipar mi rostro iluminado por la sorpresa.
“¿¡Tú también lo leíste!?”

***4***

En la tarde les avisé a los bautistas que no iría a su reunión mensual a pesar de la promesa de oden casero, pero a cambio llegaron los testigos de Jehová a mi puerta. Les dije que mi inglés es malo, mi japonés nulo, soy venezolana pero no hablo ninguno de los idiomas de la lista que me dieron y además soy musulmana. Y que estoy-ocupada-no-me-molesten-más-gracias-adiós.

***5***

Logré hacer funcionar mi nueva conexión a Internet y con Arhuaco esperamos a que diera la hora de conocer al ganador del Premio Nobel de Paz. Obama. ¿Qué es lo que ha hecho Obama?

***6***

Me dio sed. No quise preparar té. No quise preparar café. No quise preparar aromática de frutas. No quise preparar esa bebida de vitamina C que compré en la droguería. No quise tomar leche. No quise bajar a comprar una gaseosa en la máquina expendedora. En la nevera había un coctel de naranja y grosella. Menos de 2% de alcohol. Pequeño detalle que pasé por alto: no había tomado más que una gaseosa rara de jengibre en todo el día.

***7***

Empecé a hablar con Naam07, pero de pronto él no supo más de mí. Había ido al baño a quitarme los lentes y cepillarme los dientes, mas no regresé. Perdí el conocimiento con la boca llena de crema dental. Todavía estoy tratando de hacer un recuento de cómo fue, pero creo que si la máquina de recordar no estaba funcionando al momento la labor será difícil, si no imposible.

[ Si — Gigliola Cinquetti ]