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Principiante de yoga

Hoy fui por primera vez en la vida a una clase de yoga.

Está bien, no es la primera vez. Una vez, hace muchos años, mi amiga Lynn nos invitó a una clase que ella estaba tomando en un sitio en Usaquén. Me dio mucha vergüenza la manera como me temblaba todo al levantar las piernas. En otra ocasión, mi primer profesor de japonés, que también es instructor de yoga y pintor y biólogo y muchas cosas más, nos invitó a Himura (mi ex) y a mí a una de sus clases en el centro. Creo que yo no tenía ni la ropa apropiada, y una vez más, me dio mucha vergüenza no poder hacer nada de una manera que no fuera súper torpe. Además había un ejercicio en específico que me hacía doler la espalda terriblemente. Después supe que todo era por culpa de la escoliosis.

Podría haber desechado el yoga por siempre jamás, pero como me metí a una cosa de hacer ejercicio en diferentes lugares de Bogotá y mi rodilla no está para ponerme a saltar (y mucho menos hacer crossfit o algo así), pues decidí ver cómo me iba una vez más con el yoga. Elegí un sitio que ofrecía una clase de “yoga suave”.

Llegué temprano. La instructora me dijo que yo era la única en el estudio ese día. Le conté que yo hasta ahora estaba intentando empezar a hacer ejercicio. Lo que recordaba del yoga es que me había sentido en el infierno al intentarlo, pero esta vez no fue así. Claro que dolió y claro que no pude estirar nada bien, pero la instructora me tranquilizó varias veces: “eso es normal”. Salí relajada y contenta, y la instructora me dijo que esperaba que volviera. Yo sé que eso le deben decir los instructores a todo el mundo, pero a mí me pareció bonito sentirme bienvenida. Los espacios de hacer ejercicio me dan nervios.

Retiro

Cuando estaba estudiando literatura en la universidad, estaba segura de que la frase “viaje de trabajo” nunca entraría en mi vocabulario a no ser que me entregara a la academia y me fuera re bien o me convirtiera en una escritora famosa que va a promocionar sus libros en todas partes. De la academia decidí darme un respiro y regresar en otra ocasión (if ever) y lo de llenar libros con mis letras, aceptémoslo, jamás ocurrirá. No obstante, la vida ha sido muy benévola conmigo y ahora me dispongo a viajar por segunda vez gracias a mi nuevo oficio.

Pero ahora metámosle un pero. Voy a pasar casi toda la semana sin teléfono fijo ni señal de celular ni internet. Se supone que yo tengo experiencia en este tipo de desconexiones —en 2008 pasé diez días saltando bus-hotelucho-bus en Vietnam sin mayor noticia del mundo exterior, y fuera de la cabecera municipal de La Dorada estoy en la olla— pero ahora leo la hoja de recomendaciones del sitio donde estaré a partir de mañana y entro en un estado como de inquietud. Incomunicación total en un santuario de flora y fauna. Me siento como si me fueran a mandar a ese retiro espiritual que hizo mi amiga Lynn donde tenía que pasar días sola en una montaña sin nadie con quién hablar ni comida ni agua. Además, a falta de Internet me tocará cargar un diccionario impreso como cuando la tripulación del Enterprise se tuvo que comunicar en klingon y la cubierta de la nave se inundó de tomos viejos. Este es el futuro y todavía nos mandan a volver al papel.

Aquí va un párrafo de conclusión pero la conclusión es que estoy nerviosa. Debería estar pensando en maticas y pajaritos pero ando preguntándome qué hacer cuando me falte la información instantánea como si de café o cigarrillos se tratara. Resignarme a la ignorancia, será, y ponerme a dibujar a ver si alcanzo la iluminación.

Las joyas de nuestra amiga muerta

Hay que visitar a la madre de nuestra amiga muerta. No debemos dejarla abandonada ahora que no está su hija. Somos tres: nosotras dos y el hijo de ella. La madre de nuestra amiga muerta nos espera con una sonrisa radiante. Llevamos postre en una caja mojada, nos da almuerzo, nos da otro postre, nos regaña por no repetir. Hay preguntas generales, lo de siempre, dónde viven y dónde vivirán. El niño pide agua.

La madre de la amiga muerta habla de un acné que hace diez años curó, de un novio cubierto de capas de olvido, de episodios borrosos con conocidas ahora desconocidas. Pregunta por el presente, mira al hijo que la amiga muerta no llegó a conocer ni en proyecto, insiste. Qué pasa. Qué hay. Qué más. Ambas agachamos la mirada con la excusa de alguna frase ingeniosa del niño. Al menos ella puede abrazarlo y ausentarse brevemente. Mis ojos atraviesan la sala, una mirada sostenida con palos, con el tensor de mi sonrisa que en cualquier momento puede reventar. El niño se retuerce un poco y pregunta si ya nos vamos.
Cuando no está atenta, ella y yo nos miramos. La madre quiere que el niño aprenda a rezar, que nos casemos, que vivamos nuestra vida como buenas hijas de dios. El niño pregunta si el ángel de la guarda hace referencia al señor guarda.
La madre de nuestra amiga muerta desaparece un momento. Vuelve cargada de cosas. Cinturones pasados de moda, pulseras hechas a mano en el hospital, un reloj dorado, un collar de lapislázuli, ropa que a todas luces no nos queda a ninguna de las dos. Hace tiempo recibimos otro cargamento igual. No somos capaces de usarlo ni regalarlo. Y así pasan las eras y aún puedo ver la cicatriz gigantesca en la pierna de nuestra amiga recostada en aquel sofá contra la ventana. La madre dice que nos vemos iguales que antes pero lo único que es igual es este apartamento congelado y ella dentro de él, y nuestra amiga que pasan los años y sigue muerta.

[ Dear Prudence — The Beatles ]