Archive for the 'ukulele' Category

La bonanza del tiempo

Últimamente me encuentro con más tiempo en mis manos porque mi trabajo ha cambiado un poco. No sé si esto sea temporal, pero se siente extraño no dedicarle cada segundo de mi vida a traducir contrato tras contrato tras contrato. Hace un año no podía darme ni un respiro. Ahora me doy cuenta de que hay que aprovechar esta bonanza del tiempo.

No sé en qué momento, tal vez hoy mismo, vi un chispazo de una vida anterior donde escribir de largo era una actividad deseable. Puede haber sido cuando vi una serie de fotografías de los habitantes de un dormitorio estudiantil, jóvenes, en pasillos y camarotes, y luego adultos, más o menos emulando la escena original, despojados de algo que no podía señalar con exactitud. O tal vez fue cuando me encontré por casualidad con un tesoro de fotos olvidadas que había tomado con un celular viejo, y la joie de vivre de la juventud me dio de lleno en el rostro. Un ukulele nuevo en la playa. Un karaoke. ¿Qué quería yo en ese entonces?

¿Qué quería yo?

¿Qué remordimiento me queda del pasado? ¿Qué dejé de hacer en mi infinita procrastinación que podría aprovechar para hacer ahora? Estoy analizándolo todo como si me hubiera ganado la lotería y ahora tuviera que tomar decisiones inteligentes sobre cómo invertir el premio. Sacarle la herrumbre a mi japonés semiabandonado podría ser una buena opción. Dolorosa, eso sí. Retomar el ukulele. Volver a dibujar. Intentar por enésima vez volver a ser yo en vez de una silueta con mi nombre.

Así que heme aquí, no tan sonriente como en aquellas fotos desenterradas, con un montón de tiempo en mis manos, algo de nervios y poca fuerza de voluntad. Heme aquí pensando en emular la felicidad del pasado, pero despojada de algo que no podría señalar con exactitud.

Lección para una coleccionista de islas

Colecciono islas. Es una afición que requiere paciencia; no se puede ir a todas al tiempo, y mucho menos se puede pretender abarcar todas en una sola vida. De todas maneras, una a una las voy visitando, dispuesta a que me enseñen cosas.

Rapa Nui es el lugar más inhóspito en el que he estado. En Hanga Roa (el único pueblo) hay casas y gente, sí, pero basta alejarse un poquito para quedar solo solo solo. Recorrí cuevas, caminé entre caballos salvajes galopantes, incluso tuve el placer —y quiero pensar que el honor— de tocar ukulele frente a un moai solitario sin nadie, absolutamente nadie, a mi alrededor.

Lo que llegué a entender estando allá era que llevaba mucho tiempo llorando por un amor perdido y ya era hora de dejarlo ir. Me refiero a Japón. No sé en qué momento entendí de repente que mi hogar durante cinco años no era el sueño de mi vida que yo había dejado escapar sino apenas un archipiélago en el mar donde está mi colección.

Desde que volví he estado estudiando japonés de a poquitos, al fin libre de la presión de sentirme una anomalía que fue allá pero no encajó lo suficiente, no se esforzó lo suficiente, no amó lo suficiente. Ya no siento la necesidad de desligarme de un idioma que aprendí, así que ahora lucho contra el olvido.

No sé cuál será la siguiente isla de la lista. En realidad, nunca se sabe. Vendrá cuando venga, y con ella, otra lección.

Televicio

Me angustia ver televisión. Pasa el tiempo y de repente me doy cuenta de que los números del reloj han cambiado radicalmente y en mi cabeza no hay nada. Las imágenes pasan de la pantalla a mis ojos a mi nuca a la pared: soy una estatua de hielo —preferiblemente no un cisne—. No obstante, en estas primeras horas de libertad, disfruto dejando que las manecillas hagan ejercicios de estiramiento y den vueltas mientras Don y Betty Draper se revuelcan en su glamorosa miseria. Entonces salen los créditos y me doy cuenta de que el color del cielo ha cambiado. Oh, no: tengo que hacer algo. Me pongo a escribir esto pero suena música en mi cabeza. Tomo el ukulele y compruebo que no puedo tocar “The Fairest of the Seasons”. Vuelvo a escribir esto pero me doy cuenta de que es una idiotez. Debería ser como esos escritores que no duermen ni nada porque se lo impiden sus grandes ideas, pero solo se me ocurre pensar que ojalá cancelen New Girl porque ya está bueno de series donde la fealdad consiste en tener gafas y las mujeres se convierten en mujeres de verdad en esa escena donde salen por una puerta con vestidito y sin gafas y con vergüencita y los hombres quedan boquiabiertos. Oh, no. Ahora sí que se pasó el tiempo y, entre ver televisión y reflexionar sobre ella, no hice nada. Mejor dicho, me voy.

Chicken with Plums

Hoy aproveché que estoy enferma y no pude ir al trabajo para leer Chicken with Plums, de Marjane Satrapi. Amo el estilo tan sencillo de sus dibujos, pero creo que puedo saltarme las explicaciones al respecto. Lo que realmente me cautivó fue la historia, o más bien, el punto específico a partir del cual irradia toda la historia. Las razones son, obviamente, personales. Desde el principio me identifiqué con la relación de Nasser Ali con su tar. Lo veía sentado tocando y podía verme a mí misma sentada con mi ukulele.

Mi ukulele y yo llevamos más bien poco tiempo juntos, contrario a Nasser Ali y su tar, pero entendía perfectamente el significado de su pérdida. Me dolió mucho ver las viñetas donde salía el tar roto. Perder aquello que lo ayuda a uno a sacar la música de adentro es perder toda razón de vida, y quien se atreva a despojarlo a uno de algo tan importante es un desalmado que no merece ninguna clase de perdón.

Los días que pasé alejada de Tsukuba tras el terremoto estuve muy preocupada por la posibilidad de que algo les hubiera pasado a la guitarra o al ukulele. De hecho, eran las únicas pertenencias que realmente me angustiaban—en ese entonces; lo que ocurrió después es otra historia bien triste—. La arrocera se rompió y Asterios Polyp quedó chueco, pero el tormento real venía de la idea de perder mis instrumentos. En especial el ukulele, que el año anterior me había salvado la vida. Al instante de entrar al apartamento otra vez, vadeé por encima de los libros desparramados y el resto del desorden en el piso para verificar que estuvieran bien. Por el momento, nada más importaba.

Yo no sé si escribir sea lo mío; le doy y le doy a intervalos irregulares, es una constante ineludible y dolorosa de la que no hay mayor cosa que decir, pero la música realmente es mi felicidad. Chicken with Plums me recordó eso. Cuando terminé el libro, como quien despierta de una pesadilla, vi el ukulele sano y salvo al otro lado de mi cuarto y me sonreí. Qué alivio, y qué felicidad que sigamos juntos.

Treinta de abril

Hoy es treinta de abril y es hora de preguntarnos “¿qué hemos aprendido, Charlie Brown?”

Aprendí que no me gusta escribir todos los días, pero la constante presión es altamente útil para al menos mantener cierta motivación y no dejar este blog botado mientras miro por la ventana y me doy cuenta de que a las palomas les gusta el transformador de energía que obstruye la maravillosa (a…já) vista de mi cuarto. Me di cuenta de que me gusta poner fechas por títulos y de que me gusta cómo se ve la palabra “dieciséis”. Aprendí que el pingüino es el mejor animal que existe, pero creo que esa es una lección vieja. Intenté aprender a tocar el charango, pero se sintió como un ukulele gigante con cuerdas de más y no me agradó tanto. Noté que la presión autoimpuesta para el blog generaba nuevas (y muy bienvenidas) autopropuestas: por qué no volver a escribir canciones, por qué no volver a escribir poesía.

No he logrado escribir más rápido. Sigo distrayéndome muchísimo. Por dios, ¡si me estoy distrayendo mientras escribo esto! Espero que el día que saquen mi direct-to-home-video biopic se aseguren de incluir una escena donde lucho contra mí misma para sacar un parrafito de nada. Será una historia de superación personal tipo A Beautiful Mind, pero en vez del Premio Nobel me gano un comentario.

Ahora que he recobrado una mínima parte de mi disciplina, debo hacer lo siguiente:

  • seguir escribiendo como si no hubieran cambiado las reglas del juego
  • hacer textos fuera del blog
  • no se me ocurre más, pero dos viñetas no más se ve como mal

Eso es todo por ahora. Ha sido un buen primer mes post-Japón. Ahora me voy a seguir socializando espontáneamente, actividad novedosa y fascinante que me ha traído este cambio de vida.

Veinte de abril

Mi mamá aparece en mi cuarto con dos pocillos llenos de agua de flor de jamaica. Me entrega uno y se sienta en un butaquito con el otro. Hasta hace unos minutos yo estaba practicando ukulele, pero ahora estamos en silencio, ella en el butaquito y yo en la cama. De repente me pregunta si se siente extraño tener compañía. Sí, se siente extraño. Cuando vivía en Tsukuba no aparecía nadie así de la nada. Ahora es como si hubiera un duende en casa o como si tuviera amigos imaginarios. Amigos imaginarios que se aparecen en mi cuarto cual hada madrina y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan.

El otro problema es el cambio de vida de una caja de zapatos a una casa de dos pisos. Ahora tengo que pararme de la cama (inmensa) y dar tres pasos para apagar la luz cuando me voy a dormir. Si quiero, puedo ir al cuarto vacío de mi hermana y sentarme ahí a ensayar ukulele o cualquier cosa. Eso exigiría más pasos. Y encima hay escaleras para bajar en caso de querer comer y un montón de sillas de diferentes tipos desperdigadas por ahí. Pero yo soy un hámster acostumbrado a su jaula e insisto en encerrarme en el cuarto. Tres pasos es todo lo que necesito para vivir. En la sala —tal vez ellos no se hayan dado cuenta— siempre me siento en la misma poltrona y siempre en la misma silla del comedor. Creo que perdí la noción de disfrute del espacio, o el mundo se me achicó. Cada vez que intento pensar en Japón, solo recuerdo la esquina del apartamento donde transcurría absolutamente toda mi vida.

Once de abril, 2

Sin embargo, también hay que pensar en qué cosas se sienten como disciplina y qué cosas no. Yo dejo pasar un día sin escribir aquí y empiezo a sentirme culpable porque era algo que tocaba hacer, pero igual me da pereza porque le huyo al dolor. Sin embargo, pese a que el ukulelepodría representar dolor físico real —y sé muy bien lo que se siente un Dm7 mal puesto— yo no tengo ningún reparo en aguantármelo en pos del sonido bonito. Y eso que el sonido bonito tarda en llegar. Creo, pues, que lo que estoy buscando por medio de esto es que el dolor de escribir me deje de importar así como el dolor de tocar nunca me ha importado. Tal vez podría lograrlo bajándole al autopalo.

2010 (Reprise)

El año del ukulele. El año de los dibujitos. El año de la bisutería. El año de Sia. El año de Tsukuba – Guam – Kioto – Nara – Tokio – Ginebra – Lyon – Montreux – Aigle – Lausanne – París – Amsterdam – Lisse – Seúl – Bogotá – La Dorada – Pandi – Buenos Aires – Nueva York – Naoshima. El año de la tesis. El año de la mudanza de los blogs. El año del hikikomorismo.

Un año que prometía ser el más feliz de mi vida pero al final resultó un timo total. Uno en el que aprendí que si bien el amor todo lo puede y todos lo buscan, el mío es una cosa estorbosa de poder nulo.

Un año compuesto de millones de instantes. Las conversaciones cantadas con Cavorite. La noticia del matrimonio de Minori. Mi abuelo en cuidados intensivos hablándome de aritmética. Los desayunos con Yurika en el parque. El mejor helado del mundo en cama con mi hermana. Hazuki en mi casa, en ruana. María Lucía y Ueo a la vera del río. Una flor roja en el pelo de Amber. El peor cólico del mundo en una banca rodeada de venados, al lado de j. El milagro navideño del pollo frito de combini con Azuma. Mer y Santiago tiñendo de felicidad el subway. El CERN. El KEK. La JAXA. “Vous êtes jolie”. Cada uno de los cuatro mil sánduches que elaboramos o compramos con Cavorite. El pescado más gracioso del planeta en compañía de Yin y Azuma. “Wonderwall” a dúo para un público ribereño. El reencuentro con Alicia. El museo Chichu, la antesala del cielo. Un vuelo NYC-Tokio pasado por agua. Aquella persona que quise tanto conocer y no pude. La gran película de acción que fue la entrega de la tesis. Los traboules. Las postales. Los lápices de colores. Las torres de libros.

Ahora estoy enferma y no puedo levantarme a darle un final decente a este año de telenovela, pero bueh. De todas maneras el final final, el definitivo, inexorable e impajaritable, vendrá en marzo. Este es solo un cambio de fecha en el frío del invierno. Bah, bah, bah y recontra bah.

やる気がない

Últimamente le he perdido el gusto a escribir. Empiezo y a las tres frases me aburro. Solo mantengo el diario de sueños porque ese es necesario (no sé para qué, pero lo es). Tampoco puedo tocar ukulele. A veces lo cojo y toco tres acordes y suena horrible.

Dibujar, en cambio, es como volver a Waikiki y ver mis pies pálidos al fondo del mar. No pienso mucho al dibujar. La mente se me vuelve líneas y colores y todo sale bien así salga mal.

No sé qué más decir. Sigo viva. Hace frío. Me gusta Paul McCartney.

[ Nineteen Hundred and Eighty-Five — Paul McCartney & Wings ]

El Mar Interior

No sé cómo explicar lo que me pasó en estos días. Hoy desperté no sé a qué hora y hacía frío. No hacía frío cuando me fui. Cuando me fui a dormir. Cuando tropecé y caí en el abismo—el negro café morado naranja bolitas y estrellas—las luces de Purkinje—

Podría empezar por hablar de lo que vi. Números en el agua dentro de una casa oscura. Una habitación escondida que contiene una catarata. Un iglú de cuyo piso brotan gotas de agua que corren solas como mercurio. Una isla con olivos en todos los andenes. Las olivas sin encurtir son amargas. なめるだけでわかる。Calabazas gigantes en las playas. El ático de una casa vieja. Las paredes se están descascarando—hay algo tras el estuco—papel de envoltura de Matsuzakaya—“thank you”—orquídeas—hojas de un periódico—Eisenhower—アイゼンハワー—buscamos la fecha desesperadamente por todo el cuarto—1949. La oscuridad. El café yemení. Parezco mitad japonesa y mitad árabe, me dicen. Dos de las tres tiendas de este lado de la otra isla están cerradas por un funeral. Ya no hacen los funerales así, dice ella mientras pasamos por delante de una procesión con muñecos de papel. Les archives du cœur. La sala de espera del cielo. Un cuadro plano azul brillante en el que se puede entrar. No se conoce el fondo de las cosas. Walter de Maria. Cruzar el umbral y encontrarse en un sueño jodorowskiano. Las escaleras y la bola gigante y los palos dorados. Tadao Ando. Monet. Cuando me muera todo será como el Museo de Arte de Chichu.

También podría hablar de Yurika. Yurika y su risa y sus muecas. Ella me invita a bañarnos juntas porque el baño público de la isla también es una obra de arte. Lo que se sugiere versus lo que se muestra. Mi modo de vestir es bastante atrevido para los estándares japoneses. Hay un elefante sobre el muro. Me explica cómo se mata un pulpo. Le explico la operación de reasignación de género a partir del proceso de matanza del pulpo. Le cuento mis pasajes favoritos de El mono desnudo. Bicicletas prestadas. Subir colinas, bajar colinas. Con ella pierdo por completo el miedo a hablar en japonés.

Y acordarme de Yoji, nuestro anfitrión. Vivió en el País Vasco y ahora nos prepara lentejas. Toma la guitarra. La voz. La voz. La voz. If a fiddler played you a song, my love, and if I gave you a wheel, would you spin for my heart and my loneliness? Las versiones originales no le hacen justicia a lo que él hace. 神田川。”Kandagawa” no es lo mismo si no la canta él. Quiero que siga cantando. Quiero que no deje de cantar en mis recuerdos. “Tsukuba es lo que hay el día después del fin del mundo”. Le gusta mi frase, se la repite a todos. Invita a un amigo. El amigo tiene los pies más horribles que yo haya visto jamás. Trae una guitarra bonita. Es un virtuoso. Toca canciones de los Beatles y yo las canto. Hacemos un dúo guitarra-ukulele para “Love” (la de John Lennon). Yoji nos cuenta que la canción fue inspirada en la simpleza del haiku. ¿No podré cantar así por siempre? ¿No podré cantar aquí por siempre?

どこでも
どこへも

Okayama. Himeji. Kobe. Yokohama. Tokio. Pestañeos vistos por un resquicio. Y de repente se acaba, inexplicable como todos los sueños. Hace frío.

[ Meditação — João Gilberto & Caetano Veloso ]