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2013-07-24 (Spanglish)

El grupo de español del curso de interpretación sufre la inevitable desgracia de contar con alumnas que nacieron y crecieron en países hispanohablantes pero llevan como mil años en Estados Unidos. Es una desgracia porque aunque creen que aún retienen su lengua materna, lo que hablan en realidad es un híbrido reminiscente de Cristina Saralegui. Lo peor es que ni cuenta se dan. Es como si para ellas el inglés fuera parte del español.

Una de estas personas es particularmente irritante, ya que desde que la mandaron a cubrir un caso en la corte —por haber tomado ya un curso de interpretación judicial— está convencida de que es la encarnación de WordReference y tiene la última palabra en todo lo que a lengua castellana respecta. Esta actitud sería tolerable y hasta aceptable si ella de verdad fuera de ayuda, pero estamos hablando de una mujer que dice “trasladar” en vez de “traducir”. Además, cada vez que le piden que interprete, lo único que hace es repetir lo dictado. Según ella, eso es súper común cuando uno “traslada”. Antes reconocía el error y lo enmendaba, pero luego fue al juzgado y ese sorbo de importancia la llenó de coraje. Ahora no solo excusa su incompetencia en un supuesto bilingüismo, sino que además nos anda amenazando con que va a traer su diccionario porque no le gustan las palabras traducidas de nadie más. Así, “reluctant” no puede ser “reticente” sino solo “renuente” porque al parecer nunca ha oído hablar de los sinónimos y “así decimos en México”, y “host” no puede ser “huésped” porque lo dije yo y no ella y la palabra no le suena lo “suficientemente científica”.

Para otra compañera, la palabra “entonces” no existe. Nunca la usa en los discursos en español. Todo es “so”. Eso y las demás palabras que no se molesta en traducir porque teniendo el inglés quién necesita ese idioma complicado de las telenovelas, right? El profesor le dice que deje de bajarle el registro a todo —discursos serios sobre enfermedades, con frases como “se presentan síntomas tales como la fiebre”, quedan reducidos a “te da fiebre”— y ella le pregunta que entonces cómo más hablar.

Reconozco que no estoy siendo la más humilde de las estudiantes, pero me choca tener que aguantarme tanta mediocridad descarada en el uso del idioma. Sé que hay disciplinas que no admiten traducciones de sus términos, que el ambiente empresarial se precia de su benchmarking, awareness y engagement, pero ¿y de resto? ¿Con qué cara llega uno a traducir si ni siquiera registra en la mente la palabra “traducir”?

En fin, necesito hacer de cuenta que mis compañeras no existen, dejar de frustrarme por cosas que no puedo cambiar y que tampoco me afectan directamente —si la estrella de los estrados quiere corregirme, pues que me corrija y sea feliz, qué caramba— y concentrarme en mi propio progreso, que es lo único que realmente importa.

Glosario laboral colombiano

Es difícil hacer traducciones español-inglés cuando uno no está familiarizado con la tendencia colombiana a inventarse palabras cada vez más largas y complicadas. Creo que esta deformación del lenguaje, claramente ligada a un afán de demostrar pericia en el ámbito laboral, contribuye a enredar cualquier intento de mejora de cualquier cosa en el país. El colombiano en realidad no sabe lo que dice; bota palabras rarísimas cuyo significado se desconoce (porque para colmo no existen) pero hacen quedar bien a quien las dice, las usa con toda comodidad para describir procesos institucionales —probablemente para ocultar su ineficiencia—, las lanza como perdigones de superioridad en las discusiones infinitas que tanto ama hacer, y adorna sus documentos con ellas como si de un gran pavo navideño se tratara. Al final resulta un pavo vistosísimo pero incomible.

He aquí una lista de obstáculos con los que me topé a lo largo de esta semana de traducción en un taller sobre ecoturismo. Pese a que no lo oí esta vez, incluí el término “recepcionar” porque es horripilante y creo que nadie lo dijo solamente porque no hubo oportunidad. No incluí términos que suenan terriblemente mal pero sí existen según la RAE (como “adicionar” y “pasadía”).

articulación unión, conjunción
carreteable carretera
direccionamiento dirección
facilidad instalaciones
hacer claridad aclarar
manejar verbo comodín
manejar el tema expresión comodín
potencializar incrementar el potencial
recepcionar recibir
retroalimentación realimentación
socializar presentar, compartir
tema 1. muletilla universal, ver el tema de 2. sustantivo comodín
validar confirmar, verificar
valorar examinar
visitancia cantidad de visitas

Los invito a socializar sus aportes a este glosario. Por otro lado, los invito a abandonar esa insidiosa maña de manejar el tema de una buena vez.

Espanyol

Uno creería que la lengua materna es algo así como el sistema operativo predeterminado que trae el cerebro desde la fábrica. Claro, no es así porque uno en realidad tiene que aprenderlo, ma-ma-ma mi mamá me mima amo a mi mamá, pero uno debería salir airoso de esa tarea teniendo todo un entorno que funciona en dicho idioma. Fácil, ¿no? ¿No?

No para mí, al parecer.

En contadas ocasiones a lo largo de los años he recibido ciertos comentarios haciendo referencia a mi español raro. Que hablando sueno como si lo hubiera aprendido tarde, como si fuera mi segunda lengua; que mis escritos en este idioma se sienten forzados, contrario a lo que hago en inglés, que de dónde viene ella (señalándome a mí). Y bueno, eso no pasaba de observaciones curiosas que podrían ser refutadas por la mayoría de gente que habla conmigo todos los días. Sin embargo, al parecer estaban en lo cierto: Esta semana me diagnosticaron déficit de español.

Ustedes se preguntarán cómo alguien puede llegar a semejante conclusión, pero… supongo que al leerme debe salir a flote lo mucho que me cuesta. No sé, me imagino. Ya no confío en el orden de las palabras que escribo ni en el vocabulario disponible en mi cerebro. En todo caso, hay mentes agudas que lo ponen a hablar a uno en ambos idiomas durante el fin de semana y zas, captan las fallas. Entonces vienen las preguntas, que cuánto tiempo estuve por fuera, que cuál es mi autor favorito en español, blablabla, cada vez con mayor preocupación en el rostro.

Este relato es interrumpido por uno de mis doscientos jefes, quien me pide que llame a un señor para hacerle una entrevista. Me niego rotundamente. Puedo escribir pero no puedo llamar, declaro. El superior no entiende, ¿es que yo conozco al entrevistado? No, y eso es peor, respondo. Risas en la oficina. ¿Este es un problema con todas las empresas? Con todas las personas. Para quienes son perfectamente normales, este es un asunto graciosísimo. ¡Tamaña idiotez la paraliza! Pero para uno, enfrentado a la horripilante tarea de abrirse el pecho frente a todos ―honorables miembros funcionales de la sociedad, les presento mi miedo irracional, esperaba no tener que pasar por esto con ustedes―, no. Mi consuelo en este momento es que comparto espacio con una ejecutiva de cuenta que evita los ascensores a toda costa.

¿En qué iba? Ah, sí. Mi lengua débil. Entonces me prescribieron ejercicios de lectura en voz alta y montones de práctica para reforzar el idioma que debo haber dejado a medias en algún punto de mi adolescencia. No dejo de sorprenderme por esto pese a los indicios que venían apareciendo desde hace tanto. Creo que en realidad no hablo bien ningún idioma. Cuánto se burlan de los que dicen “leo pero no hablo”, pero estoy segura de que ese es mi caso. Así sí que menos voy a coger el teléfono.

Veinticuatro de abril: Guía conversacional bogotana (aparte)

En Bogotá hay que aprender a hablar. En especial, hay que aprender a hablar con los taxistas. No quisiera uno resultar en un trancón o una carretera especialmente mala y que el taxista lo acuse a uno de ser la Moira que determina que su medio de trabajo morirá de manera horrífica en una avenida-cráter-río. Por eso hay que sacarse los audífonos y, sea lo que sea, no responderle al señor “ajammm” con la mirada perdida en el paisaje. La vida de uno está en manos de este señor, así que más vale ser su aliado.

En Colombia la mayoría de conversaciones empiezan con quejas. Es posible que usted haya hecho su última amiga de bus fisgoneando un accidente aledaño y comentando sobre el peligro que representa uno de los vehículos implicados. O cualquier cosa que se pueda considerar “el colmo”. “Es el colmo”, dice el primer interlocutor, a lo que el segundo responde “¡hm!” meneando la cabeza. A continuación los interlocutores son libres de agregar anécdotas relacionadas con el hecho y/o noticias relevantes. El intercambio culmina con expresiones de inconformidad hacia el gobierno y la manera como se hacen las cosas aquí. Y presto: una nueva amistad (que le durará entre 5 minutos y la eternidad del embotellamiento). Ahora tome este modelo básico y aplíquelo al primer comentario que haga el conductor del taxi durante el recorrido. He aquí un ejemplo de la vida real:

Anoche, regresando a mi casa, el taxi se topó con un tramo completamente destapado cerca de la entrada de mi barrio. Hasta entonces no había habido ninguna comunicación entre el taxista y yo, pero al ver el estado de la vía, el señor me hizo saber su decisión de tomar un desvío.
—Huy, sí, es que está terrible —respondí. [expresión de solidaridad]
—Eso debe ser por los alimentadores, porque por ahí no pasa carga pesada.
—No, eso lleva años así y nada que lo arreglan. O lo arreglan por encimita y ahí mismo vuelve a dañarse. [dato adicional]
—En la 54 con [número olvidado] arreglaron la vía y taparon todos los huecos. A los ocho días, ¡ocho días! eso volvió a estar como antes.
—Es que nunca arreglan bien.
—No ponen buen material sino por encima no más.
—Claro, como esa plata se la roban… [expresión de inconformidad]
Al término de la carrera, recibí toda la amabilidad posible del señor conductor. Misión cumplida.

Tip adicional: la frase “por eso estamos como estamos” puede ser de utilidad.

Veintitrés de abril, 1

¿Agora que sé d’amor me metéis monja?
¡Ay, Dios, qué grave cosa!

Agora que sé d’amor de caballero,
agora me metéis monja en el monesterio.
¡Ay, Dios, qué grave cosa!

—Poema popular medieval español

Esta es Yurika

Una de mis ex alumnas de la clase de español es una chica de pelo cortísimo y vestimenta muy diferente de la de las demás japonesas: anda con una chaqueta acolchada, como las que usan los ancianos chinos, y pantalones bombachos que seguramente compró fuera del país o en una de esas tiendas étnicas que hay en Tsukuba Center o Harajuku. Se llama Yurika.

Yurika pasó seis meses de su vida haciendo un voluntariado en Mozambique. Desde entonces quedó completamente descuadrada del molde japonés, como suele suceder con todos aquellos intrépidos aventureros que osan posar pie fuera de la isla. Habla portugués bastante bien, cosa que influye en su entendimiento de la gramática. Es útil saber un poco de esta lengua —aprendí por mi cuenta cuando tenía quince años, pero ya he olvidado casi todo— al conversar con ella, puesto que trastoca los términos seguido, cosa que no solo me parece simpática sino que además me ayuda a repasar. Ahora quisiera proponerle que un día no hablemos español sino portugués.