Monthly Archive for March, 2018

Un poeta en Cafam de La Floresta

Uno de mis eventos favoritos cuando estaba en el colegio era la Feria Escolar Cafam. Cafam de La Floresta, que normalmente tenía una sección de papelería relativamente pequeña, llenaba por un par de semanas su plazoleta central de útiles y cuadernos para los estudiantes que se disponían a volver a clase. Recuerdo especialmente una de esas ferias, en la que la gran novedad eran los esferos Bic de colores diferentes al rojo, azul y negro. Mi mamá nos los compró todos a mi hermana y a mí: azul claro, verde claro, rosado y morado. No eran transparentes sino blancos con diseños como de rayos —¿o venas?— del color de la tinta.

Cafam de La Floresta es un lugar muy importante en la historia de mi vida. Era el supermercado al que iban mis abuelos maternos, con quienes pasé buena parte de mis primeros años. Lo he visto cambiar. Como lo remodelaron a medias hace años, hay rincones en los que puedo ver lo que había cuando yo era chiquita superpuesto a la realidad actual.

No tengo muy claro cómo ocurrió lo que voy a contar, pero sucedió cuando yo era adolescente. Recuerdo que en una de nuestras visitas a Cafam resultamos hablando con un viejito que estaba promocionando su libro de poemas. No lo anunciaba abiertamente, más bien era cuestión de acercarse a algún incauto como nosotros y conversar. En esa época yo escribía poesía, la publicaba en mi página web y hasta la mandaba a Caracol Estéreo para que la leyera “El Gato”, el locutor del programa nocturno. Movidos por mi parecido a él como escritora en ciernes, compramos el libro, se lo llevamos al señor viejito, y él me hizo una dedicatoria deseando que mis poemas salieran publicados muy pronto. (Nunca salieron y eso está muy bien.)

Han pasado muchos años y el libro sigue en mi biblioteca, intacto. Nunca llegué a leerlo porque la carátula me daba una especie de vergüenza ajena quinceañera que nunca terminó de desaparecer. Sin embargo, hoy me lo encontré mientras organizaba el cuarto y me pregunté qué habría sido de aquel poeta. Seguramente ya murió, pero ¿quién era? ¿Qué hacía además de publicar libros e impulsarlos en Cafam de La Floresta?

Lo único que encontré en Google fue una escuela de música con su nombre en un pueblito de Boyacá. Me animé entonces a abrir por fin el libro en busca de alguna reseña del autor: la escuela queda en su pueblo natal. Luis Gabriel Uscátegui Parra, nativo de Gámeza, Boyacá, dedicó toda su vida a la docencia de ingeniería. Solo cuando se retiró fue que se puso a escribir sus libros, que era lo que realmente deseaba hacer desde pequeño.

En un último intento de búsqueda, encontré una de sus obras mencionada en el breve catálogo de una biblioteca comunitaria que salía en una edición del boletín informativo de la Junta de Acción Comunal del barrio Los Andes en Bogotá. Menciono este detalle porque el barrio Los Andes queda justo detrás de Cafam de La Floresta. No sé si sea apenas una coincidencia o si el señor Uscátegui era vecino del barrio y la gente a su alrededor resultó con copias de sus libros, como yo.

Sigo sin leerlo, pero de repente le tengo más aprecio. Quién sabe si yo, hacia el final de mi vida, también me anime por fin a escribir.

Las vacaciones de mi maleta

A México solo he ido una vez en la vida, en 2014. Fue un paseo genial. Vimos una exposición de Yayoi Kusama en el museo Rufino Tamayo, desayunamos combinaciones de huevo con lo que se nos pudiera ocurrir y lo que jamás hubiéramos imaginado, le pagamos a un señor en la Plaza Garibaldi para que nos cantara unos boleros y me enfermé del estómago como nunca. Las fotos dan cuenta del progresivo hundimiento de mis ojos. Y luego me caí en un hueco en una calle oscura y quedé hecha un Cristo. Pero insisto, fue un paseo genial.

Creo que mi maleta quedó con buenos recuerdos de aquel viaje porque al regreso de mi última visita a Estados Unidos, donde tuve que hacer escala en Ciudad de México, esta no llegó a Bogotá. No la culpo: yo también quisiera volver a México a pesar de todo. Me la imagino sucumbiendo al aroma que expiden las ollas en los puestos callejeros —algo impensable para mi intestino delicado— y echándole ají a todo lo que se le atraviese. Sin embargo, tampoco la envidio del todo: Cavorite y yo estuvimos ahorita en Los Ángeles y eso es, en cierto modo, casi como estar en México directamente. De hecho, vimos una exposición en el LACMA sobre cómo se refleja en el diseño y la arquitectura el estrecho vínculo entre México y California. Durante nuestra estadía comimos tacos, sopes, tlayuda oaxaqueña y pollo con mole negro y tomamos champurrado con pan dulce. También tomamos atol de elote, pero eso es salvadoreño. Sabe igualito al peto que venden en la plaza de mercado de Anolaima.

La maleta llegó a mi casa poco después que yo, apenas al otro día. Fue un alivio, pero me habría puesto aún más contenta si me hubiera traído ajíes de souvenir.