Monthly Archive for February, 2017

Sesenta y cinco turnos

El banco está a reventar. Frente a las cajas hay un número muy optimista de sillas en torno de las cuales hay un montón de gente parada, resignada, extrañamente paciente. El sistema de papelitos numerados acabó el año pasado con las filas intimidantes y ya uno no sabe en qué lío se está metiendo sino hasta que se da cuenta de que está a sesenta y cinco turnos de hacer un pago urgente.

Yo estoy a sesenta y cinco turnos de hacer una transacción cuyo plazo se acaba hoy. Existe la posibilidad de que me manden algo del trabajo para entregar lo más pronto posible pero lo rechazo porque he perdido toda noción de mi futuro cercano. Alcanzo a ir a otro banco y hacer una averiguación. Regreso: nada ha cambiado. A mi lado una pareja de costeños mayores se plantea la posibilidad de que los números vayan de diez en diez, porque la discrepancia entre el que está impreso en el papel que tienen en la mano y el que sale en la pantalla simplemente no puede ser. Pero es. Deciden irse a otra sucursal. Casi al mismo tiempo queda un puesto libre para sentarme. En realidad no es uno sino medio puesto, ya que en cada hilera hay tres sillas amplias pero en una decidieron apretujarse cuatro y nadie restableció el orden normal cuando el cuarto ocupante se fue. Por un momento se me ocurre que podría más bien pasar el tiempo en el supermercado, pero un puesto en el banco es algo que cuesta conquistar y no hay que abandonarlo así como así. Me acomodo y saco un libro de Isaac Asimov que cargo para este tipo de circunstancias.

Entre las personas de pie aparece un señor con un casco rojo. Su pinta casual hace que sea difícil determinar si de repente tuvo que dejar su trabajo a medias o si el casco es un fashion statement. Si la opción número dos es la correcta, debo decir que lo lleva muy bien.

A veces entran personas que habían decidido irse a hacer otras cosas mientras les toca su turno. En algunos casos llegan justo en el momento preciso y caminan con paso seguro de la puerta a la caja que les corresponde. Otras veces frenan en seco y miran con decepción su papel, luego la pantalla, luego el papel otra vez. Ya es demasiado tarde y no les queda energía para pedir otro turno y repetir la operación en busca de mejor suerte.

Detrás mío hay un papá con su hija. La niña habla animadamente de una infinidad de temas sin transición alguna entre uno y otro. El papá la escucha y corrige su pronunciación, paciente pero firme. Tran. Tran. S. S. Trans. Trans. Transportar. Tranksportar.

La lectura me transporta (¿tranksporta?) a mi adolescencia, a las vacaciones en la finca de mi abuelo sin más opciones de entretenimiento que un par de libros de Asimov y un montón de Selecciones del Reader’s Digest. Me quedaba horas en la hamaca leyendo. Ahora me pregunto qué hacía mi hermana mientras yo leía. Cuando nos acompañaba mi primo el tipógrafo, la lectura pasaba a un segundo plano y los tres nos dedicábamos a buscar caminos y recorrerlos para ver adónde nos llevaban mientras jugábamos a que éramos científicos exploradores. Detesto haber perdido el contacto de mi primo el tipógrafo.

De repente estoy a cinco turnos de que me llamen y ya no me puedo concentrar en el libro. Muchos portadores de papelitos han claudicado ya y el banco ha quedado casi vacío. Ahora la voz computarizada que anuncia nuestros números los va saltando rápidamente al notar los cajeros que aquellos clientes ya no llegarán. Toca poner mucha atención y brincar apenas digan “H155” como si de un bingo se tratara, no sea que me confundan con otro turno perdido.

Cavorite dice que ser adulto es hacer vueltas porque ya nadie las va a hacer por uno. Salgo del banco como si nada, como si no hubiera pasado quién sabe cuánto tiempo esperando para hacer una operación brevísima, y me dirijo al supermercado. De allí emerjo poco después arrastrando una caja gigante de cereal. La definición de Cavorite es muy cierta, pero desde hace unos años yo tengo una adicional: ser adulto es ganar plata para luego tener la libertad de comprarse con ella todo un kilo de Corn Flakes.

Un romance adolescente en Colina Campestre

Colina Campestre es un barrio al norte de Bogotá donde vivía un montón de gente de mi colegio. Antes constaba de unos cuantos conjuntos rodeados de potrero infinito, pero ahora de campestre no tiene nada. Mi amigo Changhee dice que Colina Campestre es un sitio muy propicio para los romances adolescentes. Puede que tenga razón: mi primer beso fue justo en ese barrio.

Una amiga me invitó a su fiesta de cumpleaños una noche de octubre, cuando yo tenía dieciséis años y estaba estrenando mi nueva cara: sin acné, sin brackets y sin gafas. Desde nuestras sillas Rimax alguien me señaló a un tipo sentado al otro lado del salón comunal. No me pareció nada feo. Tenía una naricita puntuda que me gustaba mucho. (Curiosamente, ese tipo de narices ya no me suscita el menor interés.) Era bastante más bajito que yo, pero eso solo lo llegaría a constatar después. El chico era amigo de internet de otra amiga que también estaba en la fiesta; intercambiaban mensajes y fotos, pero todavía no se conocían personalmente. No sé por qué me lo presentaron a mí en vez de a ella.

El recién conocido arrimó una silla blanca frente a mí y nos pusimos a hablar. Pronunció mal una palabra. Seguro me burlé y lo corregí. Se me ocurrió presentárselo a mi amiga, quien (yo suponía) tendría interés en tenerlo frente a frente por fin. Sin embargo, ella se molestó conmigo: me pegó un “gato” (golpe dado con el puño que imita el movimiento de la pata delantera de adivinen qué animal) en el brazo, recriminándome mi inoportuna actuación como Celestina, y se fue. Me pregunto qué tan noventero es el recuerdo de que a uno le hayan pegado gatos. El caso es que quedé con este interlocutor para mí sola, y la charla fluyó libremente.

Nos salimos del salón comunal y seguimos la conversación al borde de una gran matera. Yo, que nunca sé de qué hablar con la gente, me puse a disertar sobre las constelaciones. Tauro se veía bastante bien. Ahí estaban las Pléyades, que me gustan porque —en la noche contaminada de luz— uno no sabe bien si las está viendo o no.

—Qué bonitas estrellas— dije.

—Qué bonitos cables— respondió.

Detrás nuestro se levantaba la inmensidad del potrero como un gran muro negro. Me levanté y avancé un par de pasos, con la mirada fija en el cielo. Él me siguió, se paró al lado mío y muy sutilmente puso su mano detrás de mi mano, de tal manera que se tocaran. Al constatar que yo no me retiraba, pasó a rodear mi cintura. Entonces nos terminamos de acercar.

“Ah, ¿es esto?”, pensé durante el beso. La sensación no me pareció gran cosa —no fue culpa de él, estoy segura de que fue un beso decente— pero no hice nada por detenerlo las dos veces siguientes que interrumpimos nuestra caminata a un costado del conjunto.

Yo no tenía idea de qué hacer después de retirar mi cara de la suya y solo se me ocurrió apoyar mi cabeza en su hombro. Recordemos que él era más bajito que yo, así que esto no es la típica escena de las películas donde la mujer se recuesta en el pecho del hombre mientras bailan despacio, o al menos mejilla con mejilla. Mi mentón quedó perchado sobre su hombro un rato y yo quedé medio agachada. Luego reanudamos la marcha. Cuando llegamos al final de la cuadra, pasó por ahí una camioneta de la policía y recordamos que esto era Bogotá y de pronto era mejor dejar de deambular por las calles. Entonces volvimos a la fiesta como si nada.

Ayer fui con mis papás a un nuevo centro comercial allá en Colina. A la salida me di cuenta de que nos encontrábamos justo a las afueras de aquel salón comunal. El potrero había desaparecido. Yo acababa de comprar pijamas dentro de su reemplazo.

Dos años después de la fiesta, cuando estaba a punto de graduarme del colegio, el chico y yo nos cuadramos (fijo esta expresión pasó de moda con el Y2K). A mí me encantaba ser una de esas niñas que tenían a alguien al que podían mencionar todo el tiempo, llevar a las reuniones como “miren, no vengo sola” y escribirle e-mails desde un café internet carísimo y lentísimo en la excursión de grado. No obstante, yo odiaba la palabra que describía nuestra situación (por cursi) y me refería a él como “mi asociado”. Tres meses más tarde, me fui a vivir a Iowa y en un asado en medio de la nada conocí a mi segundo novio. Tuvo que pasar un par de años para que el chico y yo volviéramos a ser amigos. Ahora él está casado y esperando una hija. Nos vemos mucho menos de lo que quisiéramos. Nunca hablamos de esa noche.