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La bonanza del tiempo

Últimamente me encuentro con más tiempo en mis manos porque mi trabajo ha cambiado un poco. No sé si esto sea temporal, pero se siente extraño no dedicarle cada segundo de mi vida a traducir contrato tras contrato tras contrato. Hace un año no podía darme ni un respiro. Ahora me doy cuenta de que hay que aprovechar esta bonanza del tiempo.

No sé en qué momento, tal vez hoy mismo, vi un chispazo de una vida anterior donde escribir de largo era una actividad deseable. Puede haber sido cuando vi una serie de fotografías de los habitantes de un dormitorio estudiantil, jóvenes, en pasillos y camarotes, y luego adultos, más o menos emulando la escena original, despojados de algo que no podía señalar con exactitud. O tal vez fue cuando me encontré por casualidad con un tesoro de fotos olvidadas que había tomado con un celular viejo, y la joie de vivre de la juventud me dio de lleno en el rostro. Un ukulele nuevo en la playa. Un karaoke. ¿Qué quería yo en ese entonces?

¿Qué quería yo?

¿Qué remordimiento me queda del pasado? ¿Qué dejé de hacer en mi infinita procrastinación que podría aprovechar para hacer ahora? Estoy analizándolo todo como si me hubiera ganado la lotería y ahora tuviera que tomar decisiones inteligentes sobre cómo invertir el premio. Sacarle la herrumbre a mi japonés semiabandonado podría ser una buena opción. Dolorosa, eso sí. Retomar el ukulele. Volver a dibujar. Intentar por enésima vez volver a ser yo en vez de una silueta con mi nombre.

Así que heme aquí, no tan sonriente como en aquellas fotos desenterradas, con un montón de tiempo en mis manos, algo de nervios y poca fuerza de voluntad. Heme aquí pensando en emular la felicidad del pasado, pero despojada de algo que no podría señalar con exactitud.

Le quatorze juillet

Esta mañana tomé mi primera clase de francés después de muchos años. Este es mi quinto intento en la vida y estoy peor que nunca. Confundo “il” con “elle”. La profesora me habla y yo me quedo mirándola con ojos entre confundidos y ausentes. Creo que pongo cara de avestruz. Leer números es una tortura porque solo se me ocurren en japonés.

Unas horas después de la lección me di cuenta de que hoy es la Fiesta Nacional francesa. Parecería como si hubiera querido abrir esta etapa con toda la pompa posible. Solo me faltó una cinta de inauguración frente a la parte de mi cerebro donde se van a trazar los nuevos caminos neuronales.

Después de hora y media de errores tontísimos (es una clase privada, así que soy la estudiante que hace el oso el 100% del tiempo), volví a mis labores en inglés y luego me fui a tomar chai con Gianrico. En medio de la tertulia recibí una llamada inesperada de la Embajada de Japón. No se molestaron en decir una sola palabra en español, ni siquiera para preguntar por mí. Entendí todo. Se sintió raro.

Mozartkugeln

Un día, cuando estudiaba en Los Andes, había un corrillo reunido alrededor de una compañera de mi clase de francés. Este recuerdo no tiene un contexto muy claro, así que es como uno de esos cortos institucionales donde hay un pequeño tumulto sin razón en el salón de clases o la oficina y la cámara se acerca para saber qué está pasando. Una de las personas en el grupo se asoma y dice algo relevante para el tema del video. En mi caso, el gran mensaje fue que yo había llegado demasiado tarde y la compañera acababa de regalar el último Mozartkugel que había traído de Austria. Yo no tenía ni idea de qué era un Mozartkugel pero me lo pintaron como el bombón más maravilloso y especial del universo. Me prometí que algún día lo probaría.

El semestre se acabó, dejé de estudiar francés y empecé a estudiar chino, dejé de estudiar chino y seguí estudiando japonés, me fui a Japón, estudié alemán, retomé el francés (“retomé” es un decir; me metí a la clase de pura facilista y no estudié nada), aprendí un tris de italiano, y lo más cercano que vi a un Mozartkugel era el licor de chocolate Mozart que vendían en el Yamaya (la tienda de productos importados) y nunca compré porque siempre me dije al ver las botellas que mejor la próxima vez, y luego la próxima, y así.

El sueño de los Mozartkugeln tenía que desvanecerse tarde o temprano, especialmente con la aparición progresiva de nuevos (y muy tangibles) manjares. Pero de repente, todo este tiempo después, reemergió de la nada. Hoy me reuní con Laura y Kelly, dos amigas con quienes he corrido de aquí para allá en festivales de cómic. Laura había regresado de un viaje a Europa y nos contó que nos tenía regalitos. Hubo cómics y cuadernitos para hacer cómics, pero en la mesa también aparecieron… ¡Mozartkugeln!

No aguanté ni un minuto para comerme el mío. ¡Ya había esperado más de una década! Estaba tan rico como esperaba, tan rico como me habían dicho las compañeras de francés. Con razón tanta conmoción aquella tarde.

N2合格

En diciembre del año pasado presenté el examen internacional de japonés, siguiendo el consejo (¿la orden?) de la Señora Sakihara, de la Embajada de Japón. Luego me olvidé del asunto, convencida de que lo había perdido.

Hoy, por casualidad durante una conversación sobre el aprendizaje de idiomas, me enteré de que ya habían salido los resultados. Mucho antes de lo que esperaba. Seguí el link que me dieron y consulté mi puntaje, con la absoluta certeza de que no había pasado. No sería grave. Tendría todo un año para prepararme y volver a intentar.

Pues bien, pasé.

Estallé en carcajadas de la incredulidad.

Nota aparte: Hoy me tocó hacer traducción simultánea de un par de capítulos del Profesor Súper O. La audiencia quedó encantada.

Lima, día 2: Gracias a las intérpretes

Desperté en un lugar hermoso. El apartamento adonde había llegado era amplio, luminoso, con muebles bonitos y utensilios de cocina impresionantes. Era el hogar de Ana, una amiga a quien le había escrito para encontrarnos un día pero me propuso que más bien me quedara en su casa y alimentara a sus gatas cada mañana mientras ella volvía de Colombia. Así que lo primero que hice fue buscar el comedero. Me sentí un poco rara de no poder comunicarme con las gatas para que me guiaran al sitio. Me di cuenta de que yo hablo perro pero no hablo gato.

Hacia el mediodía, Manuel (personaje importante de esta serie, ver día 1) me hizo el favor de recogerme y llevarme a la FIL.

La Feria Internacional del Libro de Lima es como un gran laberinto, pero en comparación con la de Bogotá es apenas un pabellón. Igual uno se pierde. Entramos al final de una charla de Matthias Rozes, de L’Association (la editorial de cómic francés). La charla era en francés con interpretación simultánea. Como llegamos tarde, no se nos ocurrió pedir audífonos, pero igual yo entiendo un poco. O al menos eso quisiera creer.

Cuando llegó la hora de las intervenciones del público, un joven de chaqueta de pana que estaba sentado justo al frente nuestro hizo una pregunta larguísima sobre cómo ganar mucha plata haciendo cómics o algo así. No le puse mucho cuidado, la verdad. Matthias se bajó los audífonos y procedió a responder. Era una explicación larguísima. Seguía y seguía y seguía. Y seguía. En francés. Mientras tanto, el pobre preguntador empezó a hacer señas de que no tenía audífonos y no entendía. Miraba a todas partes señalándose las orejas, clamando la misericordia de los organizadores del evento. Matthias seguía hablando. El tipo seguía sin entender ni jota. Finalmente un técnico de sonido se apiadó del joven y le puso unos audífonos en la cabeza. En el preciso momento en que el aparato se posó sobre sus oídos, una voz dijo en español: “gracias a todos por su participación y gracias a las intérpretes”. Y la presentación se acabó.

Estaba que me reventaba de la risa.

De repente, Manuel señala a alguien al otro lado del auditorio y me dice: “¿Esa no es Francesca?”

Flashback (suena uauuuauuuauuua, como en Kung Fu, la leyenda continúa):

En 2011, Olavia Kite llega a Lima por primera vez, en el último trayecto de un tour Argentina-Chile-Perú. El objetivo: visitar a Francisco, uno de sus primeros amigos de Internet. Pronto surge un malentendido y Olavia y Francisco no se vuelven a dirigir la palabra. El problema: Olavia sigue en casa de Francisco y todavía le quedan muchos días en la ciudad. Ya se imaginarán lo divertido de la situación. Entonces aparece Francesca, amiga de Francisco de quien Olavia había oído hablar. Rescata a Olavia. Pasan muchas cosas absurdas y divertidas. Hay pisco sour. El paseo se ha salvado.

(uauuuauuuauuua de vuelta al presente)

¡Era Francesca! Manuel la reconocía porque también es ilustradora. Le hice señas. Menuda sorpresa se llevó de verme ahí.

Apenas se disipó la multitud me acerqué a hablarle. Me hizo muchas preguntas. Alguien de las que iban con ella preguntó si yo dibujaba. Dije que no. “No le hagan caso”, repuso ella. Fue bonito saber que, a pesar del paso del tiempo, todavía nos reíamos como descosidas cuando estábamos juntas. Me presentó a Deborah, su socia, de quien también había oído hablar mucho hacía tiempo. Me contaron que a las intérpretes se les olvidó apagar el micrófono un momento y todo el auditorio las oyó ofrecerse comida.

Salimos de la FIL y Manuel me invitó a almorzar ceviche. Luego me acompañó a un supermercado a comprar una SIM card para mi celular porque este es el siglo XXI y vivir incomunicado ya no es opción. O porque soy una adicta irredenta.

Volví al apartamento y dejé que el día gris se agotara.

Reflexiones inconclusas en Copacabana

En la anterior entrega de este diario de viaje, dejamos a mis amigas en un bar de samba mientras yo dormía. Pues bien, ellas volvieron a la casa a las 3 o 4 de la mañana con historias de encuentros surreales con chicos hermosos y cuentas pagadas por desconocidos. Y muchas caipirinhas. Todo eso me hizo pensar en mi condición actual de no-del-todo-soltera, cosa que no lamento pero que tal vez habría interferido con la experiencia de anoche si hubiera ido. Debo confesar que pienso mucho en Cavorite. Sería bonito cantar juntos La Bossa Nostra bajo el sol de Copacabana (preferiblemente sin quemarnos).

Almorzamos bolinhos de bacalhau, frango à passarinho y yuca frita en un puesto junto a la playa en Copacabana. Luego nos echamos a descansar frente al mar. El sol ya no brillaba tanto, pero de todas formas me cubrí generosamente con diversos productos bloqueadores recién comprados en una droguería frente a la entrada del metro. Hasta chapstick especial llevé, porque esta mañana los labios se me estaban descascarando cual papel de colgadura viejo. Al final de la tarde paramos por una tienda de jugos y probé uno de cacao. No sabía a chocolate.

En la playa estuve pensando acerca de una cuenta de Instagram que había visto la otra vez, cuya dueña era muy delgada y salía en bikini y todos la alababan. Para una persona blandita como yo, vencer el temor de exponerse en la playa en bikini es relativamente fácil. Al fin y al cabo, a la playa va todo tipo de cuerpos y a nadie le importa. Sin embargo, creo que esa liberación aún no llega a traducirse en las fotos. ¿Cómo sería si la del bikini en Instagram fuera alguien como yo, con pliegues en la panza? Seguramente pocos comentarían directamente, pero haría las delicias de grandes y chicos con mi cuerpo feo, o algo así. (A veces pienso que es más fácil ser una voz del feminismo cuando se es convencionalmente atractivo. A Gloria Steinem le funcionó y ella misma lo acepta. Es una paradoja tremenda.) Se me acaba de ocurrir que al no publicar fotos con mi panza blandita estoy ayudando a perpetuar la idea de que solo las ultraflacas/megaatléticas tienen derecho a salir en fotos en bikini. Tengo que ponerme a hacer harto ejercicio y decirle no al bolinho de bacalhau para ganarme el derecho de… ¿ser un objeto? Esto está difícil y yo tengo que madrugar mañana. Le voy a echar cabeza.

Empiezo a pensar que no sería mala idea seguir estudiando rudimentos del portugués aún después de regresar a Bogotá. Lo poco que entiendo ha sido útil. Además, tengo la impresión de que algún día volveré a este país.

弾力のある私

Mi vida parece encogerse y expandirse al ritmo de mis trabajos de traducción. No sé por qué me asombra, pero a veces estoy metida en un proyecto grande en el que solo puedo pensar en, digamos, nombres de clases y partes de electrodomésticos y de repente recuerdo que existe otro yo que toca ukulele, hace dibujos, planea viajes y lee con paciencia un libro de cuentos en japonés. Pero ese yo no puede regresar hasta que el otro, versión limitada, no cumpla su misión de pasar todos esos nombres de clases y partes de electrodomésticos a otro idioma.

Creo que disfruto la sensación en retrospectiva. Olvidarme de muchos aspectos de mí misma, reducirme a equivalencias, a pesquisas de palabras que designan cosas que siempre vi pero nunca se me ocurrió nombrar. Pero solo en retrospectiva.

Hoy terminé un trabajo larguísimo y sumamente tortuoso unas horas antes de lo previsto y fue como si me hubieran sacado de prisión de repente y dejado a la orilla de una carretera en el desierto. ¿Y ahora qué? Sé perfectamente qué, pero no estaba preparada para volver a ser yo tan pronto. Sin embargo, es algo que anhelo cada instante mientras trabajo. Crecer y recuperar mi tamaño original; ese que ocupa tanto espacio, tantos espacios.

Lección para una coleccionista de islas

Colecciono islas. Es una afición que requiere paciencia; no se puede ir a todas al tiempo, y mucho menos se puede pretender abarcar todas en una sola vida. De todas maneras, una a una las voy visitando, dispuesta a que me enseñen cosas.

Rapa Nui es el lugar más inhóspito en el que he estado. En Hanga Roa (el único pueblo) hay casas y gente, sí, pero basta alejarse un poquito para quedar solo solo solo. Recorrí cuevas, caminé entre caballos salvajes galopantes, incluso tuve el placer —y quiero pensar que el honor— de tocar ukulele frente a un moai solitario sin nadie, absolutamente nadie, a mi alrededor.

Lo que llegué a entender estando allá era que llevaba mucho tiempo llorando por un amor perdido y ya era hora de dejarlo ir. Me refiero a Japón. No sé en qué momento entendí de repente que mi hogar durante cinco años no era el sueño de mi vida que yo había dejado escapar sino apenas un archipiélago en el mar donde está mi colección.

Desde que volví he estado estudiando japonés de a poquitos, al fin libre de la presión de sentirme una anomalía que fue allá pero no encajó lo suficiente, no se esforzó lo suficiente, no amó lo suficiente. Ya no siento la necesidad de desligarme de un idioma que aprendí, así que ahora lucho contra el olvido.

No sé cuál será la siguiente isla de la lista. En realidad, nunca se sabe. Vendrá cuando venga, y con ella, otra lección.

Arqueología de los papeles II: El misterio de la carrera equivocada

Se ha manifestado insistentemente un folleto en las cajas que estoy desocupando: “Lenguajes y estudios socioculturales”. Recordemos que antes de irme a Japón yo era la más miserable de las estudiantes de literatura en la Universidad de Los Andes. OK, estoy exagerando. Sé que estoy exagerando. Quiero creer que estoy exagerando, pero recuerdo que cada fin de semestre llegaba un momento en que me ponía a llorar de desesperación por estar haciendo trabajos sobre algo que no me interesaba en absoluto. Mi mamá decía que era la saturación típica de los finales, cuando uno ya solo quiere salir a vacaciones, pero poco a poco se fue haciendo evidente que no se trataba solo de eso. Digo “poco a poco” pese a que recuerdo que, en la primerísima semana de universidad, la única clase que me llamó la atención fue lingüística. Desde el puro principio yo sabía que estaba en el lugar equivocado.

Me estuve sintiendo mal un buen rato mientras me detenía en cada fotocopia y examen que iba botando. Por qué no seguí mi verdadera vocación (“La fonética”), por qué avancé tanto en una carrera que no me interesaba y en la que muchas veces me sentí adivinando las respuestas (“¿Cómo se concibe el tiempo en ‘El contemplado’?”), de dónde saqué la idea de que algún día sería escritora (“Hamartia”). No ayudó el hecho de encontrar algunos borradores de cuentos desastrosos en el camino. Y pensar que este blog todavía tiene el descaro de existir.

La racha de autopalo ocurrió a pesar de que acababa de ver unos formularios que indicaban que, para cuando solicité la beca de Japón, yo ya me encontraba en proceso de iniciar la doble carrera con lenguajes y estudios socioculturales. ¡O sea que no me estaba condenando a la desdicha total por siempre! No obstante, queda la incógnita de por qué elegí el mismo camino que me hacía infeliz cuando tuve la oportunidad de volver a empezar. Creo que en esa época pensaba que mi carrera era lo único que sabía hacer y que me serviría para convertirme en una gran traductora de textos en japonés. Eso no sucedió al fin, pero estudiar literatura en Tsukuba fue una experiencia completamente distinta a la de Bogotá y en cuanto a lo académico fui muy pero muy feliz.

(Incidentalmente, los muebles de mi apartamento se los compré a la traductora de Haruki Murakami al rumano.)

Cuando pienso en las cosas que me gustaban de Los Andes, siempre me remito a mis clases de japonés, francés, chino y latín. Seguro la habría pasado fenomenal en lenguajes y estudios socioculturales, pero si es solo cuestión de aprender idiomas, puedo hacer eso en cualquier momento y en cualquier lugar. Es más, debería dedicarme a eso ahora.

2013-07-27 (La palabra correcta)

Estoy empezando a cansarme de mis compañeras del curso, y eso que apenas llevamos una semana. Estoy harta de que anden haciéndome comentarios sobre mi desempeño en clase y sobre cómo tal vez yo no debería estar aquí porque supuestamente ya estoy por encima del bien y del mal.

Ayer hubo una fiesta en casa de una de las estudiantes del grupo de japonés y la Trasladadora me preguntó cómo me parecía el curso hasta ahora. Debo haber respondido alguna bobada tipo “hm, bien” (venía enojada por la lentitud del bus que me había traído), pero ella insistió.

—¿Pero bien cómo? ¿Diez, dos, uno, cero? ¿Menos cero? Es que como ya te lo sabes todo.

No pude evitar hacer mala cara por esa burrada de “menos cero”.

En otra rueda de conversación en la reunión (otra vez con las del grupo de español) mencioné que me identifico un poco con Dory el pez por mi mala memoria a corto plazo. “Es que tienes la cabeza llena de sinónimos”, replicó otra compañera. Algún optimista me dirá que debería sentirme halagada, y fuera de todo contexto sí me parece una de las cosas más bonitas que me hayan dicho, pero esa insistencia en trazar una línea entre Olavia y el resto es aburridora.

Entonces viene el más reciente episodio.

Hoy tuve que ir a la tienda Apple por culpa de un cargador defectuoso —aunque los cargadores de Apple son, por definición, defectuosos— y me encontré a la de los sinónimos, quien trabaja ahí.

Se burló de la cantidad de arena que cargaba encima. Expliqué (porque soy muy mala para las respuestas mordaces) que antes de venir a la tienda me había metido al mar y había encontrado mi bolsa y toalla parcialmente enterradas al volver. Usé la palabra “sea” para referirme al mar. “Oh, no, nosotros nunca decimos ‘sea’ sino ‘ocean’“, corrigió. Pensé que era una cuestión hawaiiana; al fin y al cabo, técnicamente nosotros sí estamos en medio del océano. “Lo siento, es que soy de las montañas”, repuse en broma.

—Bueno, por fin no tienes la palabra correcta—, comentó ella entonces, y se alejó.