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Quand le ciel bas est lourd

No quiero llegar triste a mi cumpleaños. El año pasado lo hice, pero tuve el aliciente inmediato del curso en Honolulu. Extraño Honolulu. Es una lástima que la Universidad de Hawaii no tenga maestría en interpretación porque me iría derechito allá y buscaría quedarme en la isla de Oahu por siempre. O por un buen rato, al menos. Llevo tres años y medio en Bogotá y el cielo gris me está pesando.

Hoy es el cumpleaños de una amiga que tenía en Dubuque. No hablo con ella desde hace mil millones de años. Podría decir con toda seguridad que ya no es mi amiga, pero ahí está en Facebook. De mi paso por Iowa no me queda ningún amigo. Ocasionalmente recibo algún mensaje breve de Minori, mi ex de esa época. Hace poco me dejó un comentario con motivo de la victoria de Colombia sobre Japón. Él vive en Tokio con su esposa y no sé cómo se ve ahora porque nunca publica fotos —hace tiempo me encontré por accidente una foto de él con la entonces novia, le conté y casi me manda matar de la paranoia por su privacidad—.

De Tsukuba sí me quedan amigos. Alicia me cuenta que tiene tres días de descanso al mes en la empresa de tercerización de servicios hospitalarios donde trabaja. Está exhausta. Hazuki vive en el dormitorio de su compañía, que no sé si será la misma relacionada con teatro que me había mencionado en una carta cuando recién volví a Colombia. Vi la dirección en Google Street View: parece ser un lugar bonito. Yurika renunció a su empleo en abril y se fue a Chiang Mai con el novio. Masayasu debe estar terminando ya su doctorado. Me escribió antes del partido Colombia-Japón.

(Creo que sin querer los nombré en orden de adaptabilidad a la vida japonesa, del más conforme al más inconforme —a Masayasu no lo aceptaron en ningún trabajo y en la última entrevista laboral le sugirieron tomar la vía académica, la vía de los no-aptos para la vida en sociedad—.)

Quisiera ir a Japón en tour de visitas pero no he hecho sino tomar desvíos. Siempre se atraviesa un viaje más imperioso. Pero ya llegará el momento. Supongo que si no estoy buscando el regreso con tanta vehemencia es porque aún no lo necesito, o ya no lo necesito tanto como creía. O no sé. Japón sigue siendo para mí el novio de la relación conflictiva, el que uno extraña pese a que con él no hubo sino peleas. Ese que uno esperaba que fuera the one pero éramos de temperamentos distintos y cómo así que no funcionó, no puede ser, si era tan buen partido. Y ahora estoy con uno peor, entonces termino idealizando algo que tuvo sus buenos momentos pero no era para toda la vida. ¿Podremos ser amigos al menos?

El cielo de Bogotá deja entrever un par de parches azul oscuro con desgana. La sensación de agobio continúa. Nunca pensé que Baudelaire pudiera llegar a hablar por mí. Y de qué manera.

3.11

Durante todo el tiempo que viví en Japón me pregunté constantemente qué haría si el Gran Terremoto del que tanto advertían me cogiera en un lugar concurridísimo. El peor escenario era la estación de Shinjuku, indudablemente. Sin embargo, estas reflexiones nunca se tradujeron en la consideración de la amenaza como algo real. Uno no espera, de verdad no espera que las cosas sucedan de esa manera.

“El Japón que conoces ya no existe”, me escribió Hazuki en una carta que recibí para mi cumpleaños el año pasado. Creo que alcancé a notar el cambio cuando por fin pude volver a Tokio después del terremoto. Todo, desde la misma estación de Tokio, estaba a media luz y en silencio. Era como si Tsukuba se hubiera expandido y se hubiera tragado la región entera. Ese es el Japón que abandoné y que sigue ahí, según parece. El “según parece” es la parte que me duele. Desde el 11 de marzo de 2011 no he sabido nada de primera mano.

A veces me siento culpable por no haber estado en Tsukuba en ese momento y tampoco haberlo estado mucho tiempo después. Puedo jurar que lo mío no fue huida, pero se parece mucho a todos esos casos de extranjeros que acamparon en Narita para largarse en el primer avión que los llevara. O no sé si se parece. Se parece en que no pude entregar el apartamento como debería y dejé un montón de cosas botadas. Se parece en que no he vuelto a pisar suelo japonés y eso aún me entristece. Siento como si al haber estado en Nagasaki hoy hace un año y tener mi tiquete de regreso a Colombia reservado para el 31 de marzo me hubiera deshecho deliberadamente de la responsabilidad de una catástrofe que nadie pudo haber previsto ni controlado. Como si mi fortuna me hubiera quitado el derecho al miedo, a la incertidumbre e inmensa soledad que de hecho sentí.

No puedo hablar de la tragedia en sí porque no estuve ahí. Ha pasado un año y sigo sin entender nada.

2010 (Reprise)

El año del ukulele. El año de los dibujitos. El año de la bisutería. El año de Sia. El año de Tsukuba – Guam – Kioto – Nara – Tokio – Ginebra – Lyon – Montreux – Aigle – Lausanne – París – Amsterdam – Lisse – Seúl – Bogotá – La Dorada – Pandi – Buenos Aires – Nueva York – Naoshima. El año de la tesis. El año de la mudanza de los blogs. El año del hikikomorismo.

Un año que prometía ser el más feliz de mi vida pero al final resultó un timo total. Uno en el que aprendí que si bien el amor todo lo puede y todos lo buscan, el mío es una cosa estorbosa de poder nulo.

Un año compuesto de millones de instantes. Las conversaciones cantadas con Cavorite. La noticia del matrimonio de Minori. Mi abuelo en cuidados intensivos hablándome de aritmética. Los desayunos con Yurika en el parque. El mejor helado del mundo en cama con mi hermana. Hazuki en mi casa, en ruana. María Lucía y Ueo a la vera del río. Una flor roja en el pelo de Amber. El peor cólico del mundo en una banca rodeada de venados, al lado de j. El milagro navideño del pollo frito de combini con Azuma. Mer y Santiago tiñendo de felicidad el subway. El CERN. El KEK. La JAXA. “Vous êtes jolie”. Cada uno de los cuatro mil sánduches que elaboramos o compramos con Cavorite. El pescado más gracioso del planeta en compañía de Yin y Azuma. “Wonderwall” a dúo para un público ribereño. El reencuentro con Alicia. El museo Chichu, la antesala del cielo. Un vuelo NYC-Tokio pasado por agua. Aquella persona que quise tanto conocer y no pude. La gran película de acción que fue la entrega de la tesis. Los traboules. Las postales. Los lápices de colores. Las torres de libros.

Ahora estoy enferma y no puedo levantarme a darle un final decente a este año de telenovela, pero bueh. De todas maneras el final final, el definitivo, inexorable e impajaritable, vendrá en marzo. Este es solo un cambio de fecha en el frío del invierno. Bah, bah, bah y recontra bah.

自転車なしでの出会い

Llevo una semana sin bicicleta. ¡Ya una semana!

El viernes pasado, saliendo de la alcaldía de Tsukuba, mi fiel vehículo decidió protestar y dejarme abandonada a mi suerte en medio del campo. Después de comprobar que no podía hacer nada al respecto —al menos no ahí en falda—, empecé a dar mis primeros pasos resignados cuando sonó el teléfono. Era el señor Sakaguchi, que quería invitarme a comer (“me encantaría acompañarte en tu caminata, pero debo ir a clase”, dijo). Nada mal para un chasco de este tamaño. Como ando tan de buen humor últimamente, no me disgustó en absoluto el paseo de hora y media que me tocó hacer entre bosques y sembradíos. Como si fuera poco, a la entrada del casco urbano me detuve en un almacén de muebles y compré un juego nuevo de cortinas, un par de cojines y dos cómodas…

Miren, acabo de usar la palabra “cómoda” que tanto salía en los libros que leía cuando era niña. Siempre me ha parecido interesante porque nunca he oído a nadie decirla. Si en persona me preguntaran por las cómodas, yo hablaría de los “muebles de cajones”. Ya sé. Seré la primera persona en decirla. Alguien por favor llámeme y pregúnteme por mis muebles nuevos.

¿En qué iba? Ah, sí. Compré todo eso en un repentino afán de mejorar ostensiblemente mis condiciones de vida, misión que había venido aplazando indefinidamente por el excesivo amor que les tengo a las cajas de cartón. En fin. Volví a casa un poco adolorida de los pies (acuérdenme de usar tenis y nada más que tenis en la vida), pero igual de dichosa que… que todos estos días. [ inserte sonrisa estúpida aquí ]

Pues bien, desde entonces me he estado topando con el señor Sakaguchi en todas partes. Saliendo del Media Center tras escanear una ilustración, a la entrada de la biblioteca con Azuma mientras esperaba a Hazuki… Anoche andaba en mi pequeño mundo rumbo al combini cuando una bicicleta me cerró el paso: era él, otra vez. En vista de tanta coincidencia, finalmente hicimos lo que deben hacer las personas que se encuentran en todas partes: cenar juntos. Ya me estoy cansando de llamarlo el señor Sakaguchi, siendo Sakaguchi un apellido tan común y teniendo él un nombre tan sonoro. Se llama Masayasu.

[ Hail Mary — Pomplamoose ]

Bloomsday

I've Been Meaning to See You, But I Got Trapped in a Dream

Pudo haber soñado cualquier cosa. Pudo haber sido de nuevo el inexplicable fantasma de su amiga muerta sentada en el sofá. Pero ahora sus ojos estaban abiertos y ya no recordaría nada. Un día nublado. Lo primero que se ve siempre es la ventana—corrección: un borrón. Las gafas están a un lado, tal vez en el piso, tal vez sobre un libro, tal vez camufladas entre una maraña de cables.

El día tarda en empezar, pero las horas transcurridas entre el computador, el futón y la guitarra son infinitas. Olivia Ruiz. Un rato eterno se va escrutando una bolsa de marañones. Qué curioso que estas sean las semillas de una fruta que crece justo debajo de estos riñoncitos. Hay marañones planitos, mitades abandonadas. Otros están completos y son gordos. Tres episodios de Daria. El gran almuerzo de hoy: arroz con marañones. Arroz con furikake sabor a ajo y marañones. Y una taza de yujacha. Mientras restregaba el calentador de agua de la cocina con una esponjilla jabonosa podía oír un eco metálico reprochándole el opíparo banquete de un tazón de arroz con marañones comprados en una feria callejera el mes pasado, comparado con—algo peor. Siempre hay algo peor, porque es ese país y no este. Concurso de miserias. Permanece lo dicho, pero su voz se ha desvanecido. La de Sandra, fallecida hace años, suena clara como una campana de verano desde esa noche, pero la de él se ha evaporado, dejando apenas el residuo granuloso de las palabras.

Vaya, el momento más emocionante de mi día. Diez minutos antes de la hora de partir, el cierre de la falda se ha enganchado en las medias pantalón y ahora hay un hueco a la altura del trasero. Y aquí no venden medias pantalón para mí, el compás humano. El momento más emocionante de mi día. La aventura. La búsqueda del esmalte más barato de la colección—una aguatinta color verde limón—, la paciente aplicación del mismo en derredor del agujero mientras se escucha el portugués más bogotano de la vida en un video de Internet. Si es portugués de Portugal no debería entender tanto, ¿verdad? Una cara familiar. Él sí está hablando portugués y no portuñol. Me gusta el verbo “ficar”. Nunca he leído a Pessoa. Se imaginó informándole eso al desapegado boticario que recomienda bananos para el mal genio, una mesa metálica redonda en medio de los dos.
—Nunca he leído a Pessoa.
Sobre la mesa hay granitos de azúcar.

En el parqueadero estaba la gata Kiku observando a su novio El Rubio desde el calor de una moto. Algunos están plácidos y felices. Algunos tienen a alguien a quién observar largamente desde un lugar alto y cálido. Ya rodando en la bicicleta, rodeando un árbol, reflexionaba sobre los dieciséis de otros junios. Las raíces habían levantado breves ondulaciones que ella nunca esquivaba. Para eso es una bici de montaña. La falda al vuelo sobre la bici de montaña.

La clase fue un largo bloque de tiempo muerto. Su cabeza jamás estuvo allí. Sin embargo, la aparición de Hazuki marcó el verdadero comienzo del día. Su blusa de colores parecía sacada de otra década, pero se veía impecable. Bella. Y una vez más, la niña que usa shorts ridículos llegó al salón. Miradas de complicidad contra la moda japonesa. Cuánta alegría le daba poder tener miradas de complicidad con ella. Juntas salieron del salón y partieron en dirección de Frijol, el restaurante mexicano. Como estaba cerrado, siguieron hacia Kuraudo, el restaurante de okonomiyaki. Mientras esperaban, Hazuki sacó un sobre de su maleta.
—Tu cumpleaños es en julio. Como no nos vamos a encontrar, te traje un regalo.
—¿En serio?
Su rostro se iluminó. ¡Un regalo! ¡De Hazuki! ¡De cumpleaños! ¡Se acordó! ¡Me quiere! Era una edición moderna con ilustraciones simpáticas de un manual antiguo chino de salud. Gracias. En serio, gracias. Gracias. Arigatou. Hontou ni, arigatou. Bajo la iluminación del recinto, el rostro de Hazuki creaba sombras hermosas. Solo su nariz se asomaba a la luz. Ella es hermosa bajo cualquier luz, pero no lo sabe, o lo sabe y lo niega. ¿No hay mayonesa? El okonomiyaki siempre sabe mejor con mayonesa. Como el último okonomiyaki que comimos en Hiroshima. La conversación se estancó en cómodos silencios. Qué llenura tan terrible, pero igual tengo ganas de sherbet de yuzu. No está caro, en todo caso. Entonces vio el fin acercándose como la pared de un cuarto de tortura. Algún día no podré verla más.

Regresó a su hogar en silencio, bajo la lluvia invisible. Mientras aseguraba la bicicleta vio a Azuma en el pasillo del edificio. Hola, estaba comiendo con Hazuki. ¿Quieres pasar? El clima no coopera. La televisión está malísima, como siempre. ¿Puedo cambiar de canal? Por favor.
—Soñé con una amiga que murió hace años—dijo de repente, recostada contra una almohada y una serpiente de peluche—. Era tal como la recordaba, la voz, la actitud… Estaba sentada en el sofá de mi casa. Era diciembre 13. Entonces llegaba Himura y preguntaba si alguien más vendría de visita. No, nadie, ¿por qué? Para mí era como un fin de semana normal. “¿Ustedes no celebran la cremación del cedro?” No, no tenía idea de que existía esa celebración. Mejor ven, te presento a Sandra. O más bien, al fantasma de Sandra.

(¿A qué viene todo esto?)

[ La saule pleureur — Olivia Ruiz ]

金曜はどう?

Pese a que aborrezco la rigidez de la vida social japonesa, he aprendido a apreciar ciertos rituales que la componen. Uno de ellos es la planeación anticipada de encuentros.

Japón es un país pionero en tecnología, pero existe cierto apego inexplicable hacia lo análogo. Los gráficos computarizados son impecables, pero los programas de televisión usan modelos de cartulina e icopor para ilustrar la información que presentan. Así pues, pese a que todos los teléfonos celulares traen calendario y alarmas, la agenda de papel es una posesión imprescindible.

Hacia el final de cada encuentro, las partes que hasta entonces venían llenando vaso tras vaso de té se inclinan hacia un lado y esculcan el fondo de sus carteras. Entonces se concentran en sus respectivas libretas y llevan a cabo un ping-pong de disponibilidad.
—¿Qué tal la próxima semana?
—La próxima semana me queda un poco difícil. ¿La siguiente está bien?
—¿Qué día?
—¿El lunes?
—Hm, el lunes estoy ocupada. ¿El miércoles?
—¿Miércoles por la noche?
—Sí.
—Sí, tengo tiempo.
—¿No hay problema?
—No.
—¿Segura?
—Segura.
Entonces la visita se da por terminada y las partes no establecen comunicación alguna sino hasta la siguiente cita, a no ser que hayan quedado de discutir algún otro detalle por mensajes de texto. La excepción son las buenas amistades, que según me dicen, se envían mensajes en una continua y lenta conversación. Creo que Alicia intentó eso conmigo cuando estudiábamos alemán juntas, pero en ese entonces yo no entendía las curiosas dinámicas de la amistad japonesa y di por terminadas muchas charlas escritas. Finalmente dejé de estudiar alemán y se acabaron las excusas para decirnos algo que no fuera “hola”.

Algunas personas me dicen que no es tan difícil hacerse amigo de los japoneses, que en estadías cortas se han hecho a un corrillo de curiosos sonrientes con los que han compartido ratos agradables. Sin embargo, vale la pena anotar que la actitud de la mayoría cambia en cuanto se enteran que uno no vino acá de intercambio sino para quedarse un buen rato (por “un buen rato” me refiero a más de un año). Entonces, tarde o temprano, la novedad se acaba y la sonrisa de bienvenida se desgasta. Habiéndose agotado el repertorio de preguntas estándar para extranjeros, la relación se erosiona y muere.

En parte no los culpo: en una sociedad donde el respeto excesivo de los límites personales ha erigido auténticas fortalezas alrededor de cada uno, establecer un vínculo amistoso es toda una proeza, aún entre ellos. La espontaneidad no existe, quedando en su reemplazo una estela de excusas tras cada reunión. No obstante, sigue irritándome que por tener uno las piernas más largas y los ojos más redondos merezca uno un trato completamente distinto. A más de uno le he escuchado eso de “no saber cómo hablarles a los extranjeros” como excusa para excluirlo a uno de toda interacción posible. Como si todos fuéramos a reaccionar igual, con nuestros tentáculos asesinos que no perdonan las intrusiones incorrectas. Nos imitan con su pelo ondulado a la fuerza y los ojos redondos de sus personajes, pero el día que se topan con nosotros frente a frente hacen corto circuito. Empero, pese a todo, no me rindo.

Probablemente el aprecio que le tengo a este ritual pese a que destila acartonamiento se debe simplemente a que presenciar la apertura de aquel librillo significa que quien tengo al frente pretende volver a verme. Armada de una cuchara y mis uñas abro agujeros en las paredes. Al otro lado una persona me sonríe, y es uno de esos rarísimos casos en los que puedo estar segura de que la sonrisa es sincera.

[ Listen — Collective Soul ]

Soliloquios

Yo: ¿No te ocurre a veces que pasa el día entero y no usas la voz ni una sola vez?
Hazuki: No.
Yo: ¿No?
Hazuki: No. Yo hablo sola.

[ You’re a Cad — The Bird and the Bee ]