Archive for the 'feminismo' Category

Tiene bigoticos como el gato del emoji

Ayer en la mañana, mientras Cavorite me miraba la cara de cerca, descubrió unos pelitos a los lados de mi boca. Cuando lo mencionó —con las palabras que dan título a este post— tuve una doble reacción interna: por un lado, me sentí desafiante porque así soy yo y tarde o temprano tenía que saberlo; por el otro, tuve el terror inculcado de haber sido descubierta en mi secreta realidad de persona horrible. Le conté, después de aclarar que no tengo por qué explicar nada sobre mi apariencia, que llevo ya un buen tiempo en tratamiento de depilación IPL pero esos pelitos nada que desaparecen. Al menos los del mentón sí, y esos sí que eran largos y gruesos y cuando descubría uno no podía dejar de tocarme la cara obstinadamente, intentando arrancarlo a ciegas con las uñas.

Desde que empecé el tratamiento he perdido la obsesión con los pelos de mi cuerpo. Antes andaba revisándome a cada nada en busca de algo que aniquilar, pero ahora es como que bah, en todo caso lo que pueda haber ahí está por desaparecer. Creo que más allá de los resultados visibles, el tratamiento de depilación me ha traído la libertad de no preocuparme nunca más por problemas que puede que aún no hayan sido resueltos. De ahí que ahora me dé lo mismo si hay o no pelitos en mi cara.

De todas maneras, no dejo de ser una mujer en la sociedad y la mirada del otro —el otro deseable, específicamente— activa una alarma que llevaba mucho tiempo adormecida. Y al mismo tiempo no, porque es natural y no me importa. Y al mismo tiempo sí, porque debería importarme. Y al mismo tiempo no, porque nos tenemos confianza. Al final termino pasándome la cuchilla —porque el tratamiento IPL me arrebató el maniático placer de usar las pinzas— y la vida sigue. Gana la sociedad, obviamente.

Orlando 2016

Uno de mis mejores amigos (cuando lo conocía como una de mis mejores amigas) pasó mucho tiempo hablando de un novio que había tenido hasta que decidió confesarme que el novio era en realidad una novia, quien aún le esperaba en su país de origen. Me lo dijo porque nos íbamos a ir de viaje juntos y nos iba a tocar compartir una cama, y tenía miedo de que yo no fuera a ser capaz de dormir al lado de él por ese pequeño detalle. Otro de mis mejores amigos esperó a que yo me graduara de la universidad y me fuera de Japón para contarme que le gustaban los hombres. Tenía miedo de que yo no quisiera ser más su amiga por ese pequeño detalle. En su país de origen, la gente va a la cárcel por detalles como ese.

Temores como esos son lo de menos. También está el miedo a morir a manos de algún “justiciero divino”, “adalid de la moral” o lo que sea, “asqueado” por el “estilo de vida” que han “elegido” aquellos “degenerados”. Degenerados por enamorarse, por sentir atracción por alguien, por llevar a cabo los ritos de cortejo que todos conocemos pero no en la configuración preferida por… ¿quién?

Hay mucho de machismo en la homofobia. Una mujer a la que le gustan las mujeres es una “marimacha”, alguien que trata de ser hombre en vez de quedarse en su puesto (a no ser que se dé besos con otra mujer frente a un hombre con el fin de darle placer de este último). Un hombre al que le gustan los hombres es un “afeminado”, toda una afrenta a la institución de la hombría. Es en ese afán de preservar el patriarcado que surgen estas manifestaciones en contra de cualquiera que no se atenga a sus ridículas reglas.

Y así es como termina muriendo gente en una discoteca, porque qué asco dos tipos besándose. Porque van a corromper a nuestros hijos y les van a enseñar atrocidades como que no hay reglas para ser hombre o mujer o ninguno de los dos.

Déjalo pasar (aclaración)

El acto sexista del que hablé anoche es mucho más pequeño de lo que ustedes imaginarían. Fue un chiste. Un estúpido chiste sobre las mujeres. “Aaaah, noooo, pero eso no es nada”, dirán. Pero para mí, es bastante. Es bastante si uno se detiene a pensar en la cantidad de veces que tiene que tolerar en la vida estas cosas que “no son nada”. ¿Han oído los chistes en la radio? ¿Han llamado “nena” a alguien cobarde? ¿Han oído/hecho algún comentario sobre cómo lo mal que conduce alguien halla explicación en el hecho de que ese alguien es mujer? ¿Les cae mal una mujer y de una vez la van llamando “perra”? ¿Han cuestionado la vida sexual de una mujer especulando sobre su amplia o escasa experiencia en la materia? Pues de eso se trata. Todo esto —además de las cosas grandísimas y horripilantes que viven ocurriendo, las violaciones, los asesinatos, las golpizas— es lo que no quiero seguir dejando pasar.

Le he dicho a mi hermana que nosotras podemos seguir demostrando con nuestros actos lo fuertes que somos (y ella lo ha hecho con creces), pero eso por sí solo no va a detener las microagresiones. Ella tiene un modo de actuar más calculador y, tarde o temprano, responde de manera brillante. Yo me inclino más por el temprano, cosa que, obviamente, me trae problemas. Aunque en este momento estoy tan harta que no me importan los problemas.

Hago esta aclaración para que no piensen que a) en mi casa hay un caso de abuso intrafamiliar, o b) mi hermana es machista (el chiste estúpido fue una generalización sobre las mujeres que vino de otra persona a raíz de algo que hizo ella, algo que ni siquiera hizo mal). También lo aclaro para llamar la atención sobre las microagresiones que sufrimos todos los días y respecto de las cuales nos piden que tengamos buen humor y no armemos escándalos por bobadas. No son bobadas.

Déjalo pasar (o En serio ya no doy más con el sexismo)

Hoy me opuse fuertemente a un acto de sexismo en mi propia familia. Alguien me pidió que lo dejara pasar “para estar tranquila conmigo misma”. Otra persona dijo que ella “es fuerte y esas cosas le resbalan” y, palabras más, palabras menos, que mi defensa de ella la ofendía.

Desde entonces he estado muy triste y pensativa. ¿De verdad se puede vivir tranquila siendo mujer y “dejando pasar” ofensa tras ofensa? ¿Por qué la mejor opción es “volverme fuerte” y hacer que “me resbalen” hechos que no deberían ocurrir en absoluto? ¿Por qué mi silencio sería un acto de fortaleza? ¿En qué contribuye a mi paz interior permitir que continúe esta hostilidad tan corrosiva?

Las mujeres somos tema de chiste todo el tiempo. Nuestro género es la razón de cualquier cosa que nos salga mal. Nos enseñan a vivir para agradar. Tiene que llegar un punto en donde uno ya no aguante más. Yo, por lo menos, he alcanzado el mío. No concibo la fortaleza ni la tranquilidad en estas condiciones.

No me importa si me acusan de aguarle la fiesta a la gente, si me miran con pesar, si me dicen —como hoy— que “contigo siempre es así”. SÍ, SIEMPRE SERÁ ASÍ. Será así porque, si no hablo, el silencio dirá por mí que lo que hacen en nuestra contra es normal, que lo acepto, que todas lo aceptamos. Y todas sabemos que eso no es verdad.

Reflexiones inconclusas en Copacabana

En la anterior entrega de este diario de viaje, dejamos a mis amigas en un bar de samba mientras yo dormía. Pues bien, ellas volvieron a la casa a las 3 o 4 de la mañana con historias de encuentros surreales con chicos hermosos y cuentas pagadas por desconocidos. Y muchas caipirinhas. Todo eso me hizo pensar en mi condición actual de no-del-todo-soltera, cosa que no lamento pero que tal vez habría interferido con la experiencia de anoche si hubiera ido. Debo confesar que pienso mucho en Cavorite. Sería bonito cantar juntos La Bossa Nostra bajo el sol de Copacabana (preferiblemente sin quemarnos).

Almorzamos bolinhos de bacalhau, frango à passarinho y yuca frita en un puesto junto a la playa en Copacabana. Luego nos echamos a descansar frente al mar. El sol ya no brillaba tanto, pero de todas formas me cubrí generosamente con diversos productos bloqueadores recién comprados en una droguería frente a la entrada del metro. Hasta chapstick especial llevé, porque esta mañana los labios se me estaban descascarando cual papel de colgadura viejo. Al final de la tarde paramos por una tienda de jugos y probé uno de cacao. No sabía a chocolate.

En la playa estuve pensando acerca de una cuenta de Instagram que había visto la otra vez, cuya dueña era muy delgada y salía en bikini y todos la alababan. Para una persona blandita como yo, vencer el temor de exponerse en la playa en bikini es relativamente fácil. Al fin y al cabo, a la playa va todo tipo de cuerpos y a nadie le importa. Sin embargo, creo que esa liberación aún no llega a traducirse en las fotos. ¿Cómo sería si la del bikini en Instagram fuera alguien como yo, con pliegues en la panza? Seguramente pocos comentarían directamente, pero haría las delicias de grandes y chicos con mi cuerpo feo, o algo así. (A veces pienso que es más fácil ser una voz del feminismo cuando se es convencionalmente atractivo. A Gloria Steinem le funcionó y ella misma lo acepta. Es una paradoja tremenda.) Se me acaba de ocurrir que al no publicar fotos con mi panza blandita estoy ayudando a perpetuar la idea de que solo las ultraflacas/megaatléticas tienen derecho a salir en fotos en bikini. Tengo que ponerme a hacer harto ejercicio y decirle no al bolinho de bacalhau para ganarme el derecho de… ¿ser un objeto? Esto está difícil y yo tengo que madrugar mañana. Le voy a echar cabeza.

Empiezo a pensar que no sería mala idea seguir estudiando rudimentos del portugués aún después de regresar a Bogotá. Lo poco que entiendo ha sido útil. Además, tengo la impresión de que algún día volveré a este país.

Celulitis

El otro día me compré por Internet un pantalón para hacer ejercicio. Mi trabajo me exige quedarme sentada todo el santo día, así que me toca hacer como los hámsters y correr en una ruedita para no anquilosarme. El pantalón llegó por correo poco tiempo después. Era tan bonito como en la foto. Me lo medí y me miré al espejo. Hm. Mi trasero se veía como si en algunas partes le hubieran sacado cucharaditas. Probablemente debía devolver la prenda y comprar algo más acorde con mi realidad.

Sin embargo, el pantalón me gustaba mucho y yo me sentía particularmente terca respecto de mi compra; el problema era simplemente el cuerpo que lo rellenaba. Pero tal vez eso se podía arreglar. Con un poco de disciplina, posiblemente. Busqué en Internet remedios y ejercicios para eliminar esos huecos. Cepillarse la piel, pagar por unos masajes agresivos, echarse no sé qué cremas, comer tal cosa y beber tal otra, levantar pesas. A medida que avanzaba en mi investigación, la esperanza de hallar una cura se fue reduciendo. Vi fotos de muchas celebridades en bikini. Flacas, no tan flacas, musculosas. Todas con celulitis. Y si esta gente tiene todo el dinero del mundo para arreglarse lo que sea y el problema sigue ahí, pues debe ser que realmente no tiene solución. Recordé incluso un episodio de Dr. 90210 donde una actriz porno adicta a las cirugías plásticas se mandaba operar un hoyuelito que le salía en la parte trasera de su muslo y doctor le hacía una costura especial bajo la piel. Al final salía una toma de la actriz satisfecha con el resultado, alejándose en shorts por un terreno rocoso. El hoyuelito seguía ahí.

Más del 90% de las mujeres tenemos celulitis. Entonces, ¿por qué debo sentirme mal? ¿Por qué debo esclavizarme en la búsqueda de una solución que no existe para un problema que no lo es? ¿Por qué debería esconderme como si fuera un monstruo? A este paso, todas las mujeres tendrían que taparse y sentirse avergonzadas. Y claro, muchas lo hacen. No es noticia que la industria de la belleza vive de vender lo normal como error de la naturaleza (¡o error de uno mismo al negarse a usar los productos redentores!). Las revistas de chismes hablan de “los peores cuerpos para la playa” y escrutan hasta el último centímetro de mujeres que se están dando el lujo de pasar tiempo en un buen balneario. Como si uno tuviera que ganarse ese derecho. Los medios andan diciéndonos que aún en pleno descanso tenemos que hacer lo posible por no dañarles el paisaje a los demás vacacionistas con nuestras abominables masas gelatinosas. Las mujeres debemos sacrificarnos por el bien de las miradas que nos acechan. El premio de quienes sufren es atraer más miradas.

Pero bah, yo digo que al diablo con todo eso. Yo lo que quiero es hacer ejercicio con ropa chévere y estoy en todo mi derecho porque sí. Abandoné la búsqueda y las preocupaciones y me quedé con el pantalón. Es cómodo y me gusta como se ve: no hay nada más acorde con mi realidad que eso.

No es el peso sino el género

Ya todos conocemos el revuelo que causó la columna de Alejandra Azcárate en Aló. Yo procuré abstenerme de hablar al respecto; al fin y al cabo es una enorme estupidez. Sin embargo, el artículo no dejó de parecerme revelador. Es claro que ataca a las mujeres gordas, pero yo creo que su opinión no habla tanto de la obesidad como de la condición femenina en una era supuestamente postfeminista.

Estamos en pleno XXI, pero una mujer todavía sale a atacar a otras porque no se rigen por los estándares impuestos de un cuerpo en conflicto. A la luz de la columna, en esta época todavía se habla de mujeres virtuosas que no ocupan espacio, son invisibles y no disfrutan de los placeres terrenos. Nos referimos a la histeria como cosa del pasado, a la ablación de clítoris como práctica de bárbaros, y sin embargo sale alguien a criticar a las mujeres que gozan del sexo sin inhibiciones. Condenamos el uso de la burqa y al mismo tiempo nos dicen que nuestros cuerpos no son dignos de ser vistos en la playa. Esto no se limita a un grupo poblacional por encima de cierto índice de masa corporal; es impensable que una mujer, sea como fuere su figura, no se resigne a los sacrificios cuasirreligiosos que implican el pertenecer a su género. Hay que castigarse por caer en el descontrol de comer, hay que adelgazar hasta desaparecer. Hay que corregir los errores de la naturaleza y entregarle el cuerpo a los cirujanos para que lo purifiquen en el altar del quirófano como ofrenda a la diosa Belleza. Azcárate nos repite a todos —se repite a sí misma— que es mejor ser flaca que gorda, pero al mismo tiempo reconoce en su texto que todo eso que la hace virtuosa es “una lucha sin sentido”. La feminidad a la que ella se ha sometido y que nos intenta imponer a toda costa es un esfuerzo tan incansable como inútil.

La comunidad ha salido lanza en ristre contra esta columna y su autora. Sin embargo, los mismos pecados de los que se le acusa son involuntariamente cometidos por sus detractoras: descalificarla por su físico y justificarse con la propia deseabilidad. Decir que Azcárate tiene cara de caballo o que alguna vez fue gorda no es un argumento válido, de hecho ni siquiera nos dice por qué es ofensiva la columna. Asimismo, cada mujer que ha sentado su voz de protesta contra el artículo ha señalado que la gordura no ha sido un impedimento para tener parejas sexuales. Azcárate menciona el temor de la mujer gorda de que cada relación sexual sea la última de su vida, como si de ello dependiera su credibilidad como miembro del género femenino. Las lectoras se defienden y sacan a relucir sus credenciales de mujeres deseables, contando cómo a ellas sí se las quieren comer. ¿Esos son los parámetros con los que establecemos nuestra feminidad? Pasan las décadas y seguimos midiéndonos con la vara de la mirada masculina.

A mí no me vengan a decir que alcanzamos la igualdad hace mucho tiempo y que este es solo un chiste de autocrítica en la ‘jocosa’ guerra de los sexos que tanto explota la autora de la columna. Azcárate se engañó a sí misma creyendo que escribía en contra de la gordura: en realidad nos puso a todas en un espejo tristísimo y nos demostró que el verdadero problema no es el peso sino el género.

Postfeminismo

Vivimos en una época en la que podemos darnos el lujo de decir que ya trascendimos el movimiento feminista y no lo necesitamos más. Sin embargo, no por eso debemos olvidar de dónde venimos. Hemos tenido que hacernos grandes preguntas para poder llegar a las pequeñas. ¿Quiero levantar pesas? (¿Puedo hacer deporte?) ¿Quiero dirigir un país? (¿Tengo voz y voto?) ¿Quiero pagar mi parte de la cuenta? (¿Tengo independencia financiera?) ¿Quiero ser científica o astronauta? (¿Puedo estudiar?) ¿Quiero hacerle la cena y plancharle la ropa al hombre que me gusta? (¿Acaso la palabra no es “debo”? ¿Puede gustarme una mujer?) El feminismo nos ha traído opciones donde todo lo que teníamos eran deberes.

Betty Friedan cuenta que, durante la segunda guerra mundial, las mujeres norteamericanas llenaron los vacíos que dejaron los trabajadores de las fábricas que fueron reclutados. La propaganda hizo que la fuerza bruta en la mujer no fuera indeseable en esa época. Una vez terminada la guerra, empero, los hombres tuvieron que retomar sus puestos y las mujeres debían dejárselos. ¿Cómo lograrlo? Fácil: convenciéndolas de que encerradas en una urna de cristal llena de electrodomésticos serían reinas. Una campaña sumamente efectiva, si tenemos en cuenta que todavía creemos que el trato caballeroso es deferencial y no condescendiente, y que no deberíamos intentar sobreponernos a nuestras desventajas biológicas. Un error común al hablar del movimiento feminista es pensar que su objetivo es hacer que la mujer sea igual al hombre y ver esto como algo malo. Posiblemente esto derive de las asociaciones negativas que conlleva la masculinidad, como la violencia física. No obstante, ¿por qué tiene que ser tan malo querer lograr lo que ellos han logrado? Ninguna mujer correría una maratón hoy en día si Kathrine Switzer no hubiera creído en 1969 que podía hacer lo mismo que los hombres.

¿Para qué queremos el poder? No necesariamente para convencer incautos y llevar el mundo al caos. Queremos el poder para tomar nuestras propias decisiones, ya sea sobre nuestro cuerpo o en el ámbito político. Queremos el poder para que nuestros roles e intereses no nos sean impuestos y para que el día que queramos demostrar que somos capaces de algo, de lo que sea, nadie nos diga que por ser lo que somos no vale la pena. En ese sentido, aún distamos mucho de poder considerarnos una sociedad postfeminista.

2010 (Reprise)

El año del ukulele. El año de los dibujitos. El año de la bisutería. El año de Sia. El año de Tsukuba – Guam – Kioto – Nara – Tokio – Ginebra – Lyon – Montreux – Aigle – Lausanne – París – Amsterdam – Lisse – Seúl – Bogotá – La Dorada – Pandi – Buenos Aires – Nueva York – Naoshima. El año de la tesis. El año de la mudanza de los blogs. El año del hikikomorismo.

Un año que prometía ser el más feliz de mi vida pero al final resultó un timo total. Uno en el que aprendí que si bien el amor todo lo puede y todos lo buscan, el mío es una cosa estorbosa de poder nulo.

Un año compuesto de millones de instantes. Las conversaciones cantadas con Cavorite. La noticia del matrimonio de Minori. Mi abuelo en cuidados intensivos hablándome de aritmética. Los desayunos con Yurika en el parque. El mejor helado del mundo en cama con mi hermana. Hazuki en mi casa, en ruana. María Lucía y Ueo a la vera del río. Una flor roja en el pelo de Amber. El peor cólico del mundo en una banca rodeada de venados, al lado de j. El milagro navideño del pollo frito de combini con Azuma. Mer y Santiago tiñendo de felicidad el subway. El CERN. El KEK. La JAXA. “Vous êtes jolie”. Cada uno de los cuatro mil sánduches que elaboramos o compramos con Cavorite. El pescado más gracioso del planeta en compañía de Yin y Azuma. “Wonderwall” a dúo para un público ribereño. El reencuentro con Alicia. El museo Chichu, la antesala del cielo. Un vuelo NYC-Tokio pasado por agua. Aquella persona que quise tanto conocer y no pude. La gran película de acción que fue la entrega de la tesis. Los traboules. Las postales. Los lápices de colores. Las torres de libros.

Ahora estoy enferma y no puedo levantarme a darle un final decente a este año de telenovela, pero bueh. De todas maneras el final final, el definitivo, inexorable e impajaritable, vendrá en marzo. Este es solo un cambio de fecha en el frío del invierno. Bah, bah, bah y recontra bah.

おにぎり

Si he de recordar a Minori, lo primero que se me viene a la cabeza es una mesa cubierta de rayas proyectadas por la persiana, dos sillas, un bol lleno de cereal ensopado con fresas deshidratadas y dos cucharas peleando por la última fresa como si de un puck de hockey se tratara. Después viene un par de cojines frente a un televisor. Estamos viendo Black-Jack. Comemos cream stew con mucho queso encima y bebemos jugo de uva. Durante mi estadía en Dubuque, IA, él era mi vida. Y después su ausencia fue mi vida.

El apartamento de Minori quedaba en un edificio medio hundido. Todo lo que se caía rodaba, y si uno se acostaba hacia cierto lado se mareaba, como si estuviera de cabeza. Pasábamos los días subiendo y bajando aquella cuesta interna y también la grande que conducía a la universidad, alcanzando cosas de la nevera, abrazándonos para compensar las fallas de la calefacción. Minori tenía el pelo largo y negro y las cejas más hermosas que yo hubiera visto jamás. Minori, con nombre de niña, parecía una niña. Un vendedor en San Francisco me preguntó al inicio de la primavera por qué sería que los feos lograban encontrar parejas tan bonitas. Yo pensaba que se refería a mí al hablar de los feos.

En Dubuque, donde no había nada que hacer salvo engordar, nosotros nos entregábamos a infinitos roadtrips alternados con mercados en Wal-Mart o en el supermercado japonés de Chicago. Siempre comprábamos el mismo pan plano de hierbas, siempre el mismo jugo de uva, siempre un costal rosado de arroz. El camino —cualquier camino— estaba lleno de animales muertos para contar. Henos ahí en su carro negro cantando canciones de John Lennon y The Mamas and the Papas —35: la cola intacta al final del puré negro delata su antigua condición de mapache—. Henos ahí comiendo helado en Madison, WI, andando en sandalias y creyéndonos hippies. I can’t win, but here I am, awfully glad to be unhappy. Ahora está en la cocina haciendo onigiris para mis onces con el arroz sobrante de la cena. En sus manos salta una masa granulosa envuelta en plástico, convirtiéndose lentamente en un triángulo como los que salían en los programas de la NHK. Ya no recuerdo cómo me miraba. Creo que ya no recuerdo cómo me miraba nadie.

Odiaba el pueblo pero adoraba la domesticidad compartida que me ofrecía él, así viniera acompañada de cierta dosis de sumisión. Cuando por fin me estaba acostumbrando a la nieve perpetua alguien apagó la opción de desaturación del paisaje y me tocó volver a Bogotá. Mi vida siguió en el horror de haber perdido todos mis pasatiempos y dudosos talentos mientras que la de él se llenó de amigos indios y fiestas y trago. Lo extrañaba locamente. Quería terminar mi detestable carrera a toda velocidad e irme a recorrer todas las carreteras del mundo con él. Aprendí japonés y él español, pero los nuevos puentes lingüísticos parecían cruzar todo tipo de abismos menos el nuestro. La ruptura se demoró en llegar.

Mucho tiempo después volví a verlo en Tokio, y luego en Tsukuba y luego en Nueva York. Su pelo ya no era negro ni largo y sus cejas habían desaparecido. Minori, con nombre de niña, parecía una señora. Se horrorizó al encontrar un ejemplar de The Feminine Mystique sobre la mesa. Me dijo que me había vuelto feminista por ser fea, y que las feministas feas como yo se quedan solas y tristes por el resto de la vida. Tal vez sea cierto, yo qué voy a saber. Con declaraciones así quién no se entristece y quién no prefiere quedarse solo. Me echó de su apartamento que ya no se inclinaba hacia ninguna parte a las dos de la mañana. Me negué a pararme del sofá. Le dije que me diera cinco horas —hasta que ya no hubiera riesgo de que me violaran en la calle— y me largaría definitivamente. Y eso hice. De todas formas nos despedimos bien y supongo que le agradecí por todo. En esos días también me había hecho onigiris.

[ I Know — Fiona Apple ]