Monthly Archive for May, 2013

El punto final

El comienzo es muy sencillo. Un dolor localizado. La búsqueda de una silla. Sentarse. Tomarse el abdomen con las manos. Ese es el final.

Lo que hay justo en el punto final no se llega a saber a ciencia cierta; los bordes se hacen borrosos a medida que se los amplifica. Hay un pitido en todas partes. Crece. Ruge. El silencio se vuelve ensordecedor. Soñar muchas cosas al mismo tiempo, todas las cosas al mismo tiempo. Uno sabe de repente de qué hablaba Borges en aquel sótano porque lo acaba de presenciar. Dolor. Sentir que el cuerpo se curva todo hacia adentro como una hoja seca. Saber que en realidad se está moviendo de otra manera que no tiene nada que ver ni con la sensación ni con la voluntad. El dolor se parece al congelamiento. Cientos de cristales de hielo se abren paso desde adentro, rompen la carne, la vuelven un eje rodeado de radios punzantes. La columna vertebral emana agujas. Mi imagen se distorsiona; soy un dibujo hecho de líneas horizontales de colores desplazadas en todas direcciones.

En la lejanía, cada vez más cerca, oigo mi nombre en inglés. El aire se siente súbitamente frío, una niebla que no sabía que estaba ante mis ojos se disipa y de pronto me encuentro rodeada de gente desconocida mirándome desde arriba. Parece una película. Entonces veo a Cavorite y entiendo más o menos dónde estoy.

“I don’t know what happened, I don’t know what happened, I don’t know what happened”, repito incesantemente mientras me llevan a un sofá, me quitan los zapatos, llaman a un médico y me traen jugo y galletas de soda. No quiero soltar la mano de Cavorite. Conservo una bola de dolor en el abdomen y no puedo moverme en absoluto. Pienso en mi abuelo, en su dolor constante y su inmovilidad. Qué terrible debe ser estar así todo el tiempo. Dos días después, mi abuelo se va.

Papá Julito

Papá Julito no estaba hecho de carne y hueso, o al menos no primordialmente. Estaba hecho de palabras. Esto le dio una gran ventaja cuando le falló el cuerpo, pues entonces descubrimos que se había multiplicado en todos nosotros.

Mi abuelo materno tenía tantas historias para contar que hasta el último instante lo oí murmurando algo sobre un señor muy bajito que tenía un caballo mucho más grande que él y que era respetado en todo el pueblo. Papá Julito trazaba un puente que se extendía a través del tiempo hasta el puerto de Beirut, de donde había zarpado su abuelo en misión de negocios, y pasaba por un caserío de Córdoba llamado Tres Piedras. En el mundo que cargaba consigo había, entre un sinnúmero de cosas, una casa con un telégrafo, el olor del chicharrón recién hecho en las mañanas, frases en árabe y la canción que anunciaba el principio de las funciones de un cinema de pueblo.

La última vez que nos vimos me preguntó si otra vez saldría para Pittsburgh. Asentí. “Que no se le vaya a volver vicio”, bromeó con el hilito de voz que le quedaba. No es esa lucecita apagándose la que recuerdo más, empero, sino un haz poderosísimo que una tarde me retó a un concurso de risa y yo perdí del susto de pensar que con esa carcajada arrolladora le iba a dar un infarto.

Quién sabe adónde irán a parar los cuentos que no nos alcanzó a referir, las cosas que nos dijo y olvidamos, lo que fui incapaz de anotar por miedo a la tristeza que me embargaría si llegara a releer sin tenerlo al lado. No obstante, creo que el puñado de frases que alcanzamos a retener es suficiente para no ver su desaparición como una ausencia total. Es cierto que ahora faltan algunos elementos importantes, que ya no podemos sentir sus manos arrugadas y frías ni pedirle un beso en la frente, pero no es sino que nos pongamos a hablar para que se manifieste de inmediato entre nosotros.

“Vea usted”, decía él que decía yo que decía él.

Luontoon

Me mandan a una misión en un santuario de flora y fauna en la selva andina. No hay Internet ni teléfono ni nada que me permita establecer contacto con el mundo exterior. Poco a poco el trabajo se va apoderando de mi cerebro y voy olvidando quién soy. Recuerdo apenas lo básico. Tengo una hermana. Quise (¿quiero?) a alguien. Tengo otro viaje después de este. Ni siquiera escucho música; me limito a recibir lo que ofrezcan los pájaros. Una tarde decido rescatar un pedacito de mí y lleno una hoja de cuaderno con frases en japonés. No recuerdo cómo se escriben los kanjis. Consulto en el celular sin señal.

Escucho finlandés a mi alrededor todo el tiempo. Solo entiendo niin (“sí”), joo (también “sí”), ei (“no”), kiitos (“gracias”) y, tiempo después, päivä (“día”), kasa (“pila”, “montón” —señalan el arroz de la cena para ilustrarlo—), mustikka (“arándano”), vadelma (“frambuesa”) y maitosuklaa (“chocolate de leche”). Los finoparlantes juegan con las palabras que suenan igual en su lengua y la mía. Hablan de cómo “pato” es anka pero “anca” es una pata trasera. Me preguntan por el Pato Donald y por Rico McPato. Rikkoa es “romper” y pato es “represa”, así que Rico McPato suena como a “romper la represa”. Lloran de risa.

Los finlandeses me dan sopa de bayas. Sopa de bayas. Anoto la receta. También me dan a probar salmiakki (dulce de regaliz saborizado con sal de amoníaco). Sabe a lo que huele el champú medicado anticaspa. En su versión más fuerte, me siento masticando algo sacado del motor de un carro. Lo comería de nuevo.

Entre el trabajo y el sueño, el sueño y el trabajo, no hay mucho dentro de mi cabeza. Miro en lontananza durante los recesos. La gente que pasa a mi lado me pregunta si estoy cansada. Solo atino a decir “uf”. No comprenden la dimensión del agotamiento que se acumula dentro de mí.

Afortunadamente, el tiempo siempre pasa y los días siempre se acaban. Pronto estoy de regreso en la casa. No, no, no es así de rápido. Primero me monto en una camioneta, luego mi celular empieza a recoger todo lo que dejó atrás hace unos días, empiezo a ver casitas, desaparece la selva, llego a una ciudad, entro a un supermercado, veo muchos tipos de pasabocas, veo variedad. Nunca he visto The Shawshank Redemption pero llevo un buen rato pensando en The Shawshank Redemption. Quisiera correr, bailar, dar brincos por un potrero como las vacas que salen de su encierro en primavera. El cansancio se vuelve frenesí.

Empiezan a reaparecer las personas en mi vida. En mi mente es como si se fueran bajando de la nave del final de Encuentros cercanos del tercer tipo, aunque a todas luces la perdida era yo. j. me recomienda que vuelva a practicar mi canción. ¿Mi canción? ¿Cuál canción? La que estaba practicando antes del viaje. Ah, vaya, yo toco el ukulele y tengo un proyecto en progreso. Sin embargo, mi garganta está demasiado débil para retomarlo. Me pregunto qué otras partes de mí siguen faltando.

Al otro día recuerdo haber soñado con un parque nacional a la orilla del mar. Las rendijas de la persiana son franjas de azul intenso. Ya no estoy bajo la incesante lluvia y tampoco en una cama que me despierta con sus crujidos cada vez que me volteo. Ya no hace frío. Es mi vida de nuevo: fluyen los recuerdos y las obligaciones. La calma —y la complejidad— se mantendrán hasta mi próximo trabajo de palata luontoon.

Nunca es suficiente

Ayer mi mamá y yo nos pusimos a ver un concurso de compradoras de ropa en televisión. Antes de que empezara el programa, alcanzamos a ver los últimos minutos de otro, el cual mostraba la transformación de una madre y su hija (nueva ropa, nuevo corte de pelo, adición de maquillaje). La hija era apenas una adolescente, su cara seguía siendo de niñita, pero todos sabemos que una mujer nunca es demasiado joven para requerir mejoras.

Mientras la familia y amigos de la niña la vitoreaban por el nuevo look, la cámara se detuvo brevemente en su novio, quien aprobó el cambio. El chico se veía realmente mal con su bozo obstinado y melena fallida (una especie de casco de pelo inflado), pero era claro que a él nunca se le pediría modificar nada de su apariencia. Como hombre que era, tenía derecho a ser él mismo tal cual, mientras que ella había tenido que pasar por la picota pública por no ser su mejor versión posible.

Después del concurso de compradoras de ropa —nada que comentar al respecto— empezó otro programa, esta vez sobre una mujer que se ponía ropa demasiado holgada porque le acomplejaba su cuerpo después de una temporada de sobrepeso posparto y ahora a su esposo se le había conferido el poder de destruir todas las prendas de ella que le desagradaran para luego escoger lo que preferiría verle puesto. “Esta es la mujer de la que me enamoré”, se lamentaba el esposo frente a una foto de la señora vestida de gala para un evento cuando aún no tenía hijos. Una vez más, lo cautivante no era la mujer en sí, sino su mejor versión posible, y a eso aspiraba él a devolverla mediante la humillación de pasarle la ropa por una trituradora.

La vida de la mujer se va en estar parada frente al jurado de la gente que la rodea y esperar su aprobación, aguardar por sus notas de edición, sus sugerencias de retoques. Se va en saber que, tenga las cualidades que tenga, nunca es suficiente. Podrá ser una gran persona, pero nadie quiere una persona sino una mujer, algo que más que un género es una especie de quimera. No se trata de ser más bella porque incluso a la más bella también habrá algo que achacarle. Algo hay que cambiar. Se requiere más esfuerzo. La mujer debe aspirar a ser la mejor versión posible de sí misma, pero como la zanahoria atada a la caña sobre la espalda del burro, esta versión es inalcanzable. El jurado se va insatisfecho.