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Horror subungueal

Cuando estaba en séptimo, Natalia G. metió la mano en el bolsillo delantero de su morral del colegio y se enterró un gancho de pelo bajo la uña. Yo estaba ahí cuando ocurrió. Siempre me pregunté cómo se sentiría eso, no con curiosidad entusiasmada sino con temor de llegar a averiguarlo.

Hoy metí la mano en mi morral de viaje y me enterré una cerda del cepillo de pelo bajo la uña.

He ahí mi respuesta, finalmente.

Adenda para mayor impresión:

En 2008 visité el Museo de la Guerra en Ho Chi Minh, Vietnam. Allí, entre muchas otras cosas tristes y horripilantes, había representaciones de cómo torturaban a los prisioneros. Dos métodos se me quedaron en la memoria para siempre: romperles los tobillos a martillazos y enterrarles agujas bajo las uñas.

Un romance adolescente en Colina Campestre

Colina Campestre es un barrio al norte de Bogotá donde vivía un montón de gente de mi colegio. Antes constaba de unos cuantos conjuntos rodeados de potrero infinito, pero ahora de campestre no tiene nada. Mi amigo Changhee dice que Colina Campestre es un sitio muy propicio para los romances adolescentes. Puede que tenga razón: mi primer beso fue justo en ese barrio.

Una amiga me invitó a su fiesta de cumpleaños una noche de octubre, cuando yo tenía dieciséis años y estaba estrenando mi nueva cara: sin acné, sin brackets y sin gafas. Desde nuestras sillas Rimax alguien me señaló a un tipo sentado al otro lado del salón comunal. No me pareció nada feo. Tenía una naricita puntuda que me gustaba mucho. (Curiosamente, ese tipo de narices ya no me suscita el menor interés.) Era bastante más bajito que yo, pero eso solo lo llegaría a constatar después. El chico era amigo de internet de otra amiga que también estaba en la fiesta; intercambiaban mensajes y fotos, pero todavía no se conocían personalmente. No sé por qué me lo presentaron a mí en vez de a ella.

El recién conocido arrimó una silla blanca frente a mí y nos pusimos a hablar. Pronunció mal una palabra. Seguro me burlé y lo corregí. Se me ocurrió presentárselo a mi amiga, quien (yo suponía) tendría interés en tenerlo frente a frente por fin. Sin embargo, ella se molestó conmigo: me pegó un “gato” (golpe dado con el puño que imita el movimiento de la pata delantera de adivinen qué animal) en el brazo, recriminándome mi inoportuna actuación como Celestina, y se fue. Me pregunto qué tan noventero es el recuerdo de que a uno le hayan pegado gatos. El caso es que quedé con este interlocutor para mí sola, y la charla fluyó libremente.

Nos salimos del salón comunal y seguimos la conversación al borde de una gran matera. Yo, que nunca sé de qué hablar con la gente, me puse a disertar sobre las constelaciones. Tauro se veía bastante bien. Ahí estaban las Pléyades, que me gustan porque —en la noche contaminada de luz— uno no sabe bien si las está viendo o no.

—Qué bonitas estrellas— dije.

—Qué bonitos cables— respondió.

Detrás nuestro se levantaba la inmensidad del potrero como un gran muro negro. Me levanté y avancé un par de pasos, con la mirada fija en el cielo. Él me siguió, se paró al lado mío y muy sutilmente puso su mano detrás de mi mano, de tal manera que se tocaran. Al constatar que yo no me retiraba, pasó a rodear mi cintura. Entonces nos terminamos de acercar.

“Ah, ¿es esto?”, pensé durante el beso. La sensación no me pareció gran cosa —no fue culpa de él, estoy segura de que fue un beso decente— pero no hice nada por detenerlo las dos veces siguientes que interrumpimos nuestra caminata a un costado del conjunto.

Yo no tenía idea de qué hacer después de retirar mi cara de la suya y solo se me ocurrió apoyar mi cabeza en su hombro. Recordemos que él era más bajito que yo, así que esto no es la típica escena de las películas donde la mujer se recuesta en el pecho del hombre mientras bailan despacio, o al menos mejilla con mejilla. Mi mentón quedó perchado sobre su hombro un rato y yo quedé medio agachada. Luego reanudamos la marcha. Cuando llegamos al final de la cuadra, pasó por ahí una camioneta de la policía y recordamos que esto era Bogotá y de pronto era mejor dejar de deambular por las calles. Entonces volvimos a la fiesta como si nada.

Ayer fui con mis papás a un nuevo centro comercial allá en Colina. A la salida me di cuenta de que nos encontrábamos justo a las afueras de aquel salón comunal. El potrero había desaparecido. Yo acababa de comprar pijamas dentro de su reemplazo.

Dos años después de la fiesta, cuando estaba a punto de graduarme del colegio, el chico y yo nos cuadramos (fijo esta expresión pasó de moda con el Y2K). A mí me encantaba ser una de esas niñas que tenían a alguien al que podían mencionar todo el tiempo, llevar a las reuniones como “miren, no vengo sola” y escribirle e-mails desde un café internet carísimo y lentísimo en la excursión de grado. No obstante, yo odiaba la palabra que describía nuestra situación (por cursi) y me refería a él como “mi asociado”. Tres meses más tarde, me fui a vivir a Iowa y en un asado en medio de la nada conocí a mi segundo novio. Tuvo que pasar un par de años para que el chico y yo volviéramos a ser amigos. Ahora él está casado y esperando una hija. Nos vemos mucho menos de lo que quisiéramos. Nunca hablamos de esa noche.

Pilates, día 2

Cuando estaba en el colegio, los profesores de educación física solían tratarme como a una especie de caso especial. Yo era la única que no podía pararse de cabeza ni hacer la media luna ni saltar lazo ni estirar bien las piernas. El test de Cooper me tocaba hacerlo abreviado para que el asma infantil no me dejara tirada por ahí. De esto último, empero, tengo un bonito recuerdo: el profesor que nos impartía la prueba también era asmático, así que, a pesar de que tenía fama de mala gente y era bastante duro con las demás, me daba mucho ánimo para que no me rindiera, incluso cuando perdí el test y lo tuve que repetir. Creo que nunca olvidaré ese gesto, acostumbrada como estaba a ser un caso perdido desde siempre.

Sin embargo, la pesadilla se reanudó en la universidad. Tsukuba, hogar de medallistas olímpicos y cuna del judo, tenía un requisito de deportes para todos sus alumnos. Como perdí todas las rifas de cupos para las clases más apetecidas, el primer año me tocó tomar danza y el segundo, balonmano. La profesora de danza era la coreógrafa de la selección olímpica japonesa de nado sincronizado en Pekín 2008, por lo cual ser tan descoordinada me parecía aún más vergonzoso. Era terrible verme en los espejos del salón, sobresaliendo por ser mucho más alta que mis compañeras y porque siempre iba para el lado que no era. En balonmano el capitán del equipo de la universidad me daba palabras de aliento y reconocía mi esfuerzo al final de la clase, pero la profesora dictaminó un día que mis piernas eran demasiado largas y por eso era tan propensa a los accidentes: una vez di un salto y mi rodilla, en vez de flexionarse hacia el frente en la caída, se dobló hacia el lado.

Tal parece que en pilates vuelvo a ser la “estudiante especial” del grupo. Soy la que no puede hacer algunos de los ejercicios porque la escoliosis no la deja. El resto de cosas las hago mal, creo. La instructora me dijo que he mejorado bastante (nótese que solo llevo dos sesiones) y preguntó si estoy haciendo algún otro ejercicio. Respondí que apenas había empezado a hacer yoga también. Durante la clase me veía en el espejo haciendo los ejercicios y, si se supone que he mejorado, debo imaginar que la semana pasada yo era lo peor que ella hubiera visto jamás. No obstante, no voy a ser tan boba de quedarme con el “era lo peor” en vez del “he mejorado bastante”. Es más, no voy a pensar en ninguna de esas dos cosas. Solo quiero ir y hacer lo que me toca y quedar con la tranquilidad de que por fin estoy dejando el sedentarismo a un lado.

At a Party (Briefly)

Me invitaron a una fiesta en un bar. Llegué más tarde de lo planeado por quedarme hablando con Cavorite sobre azúcar y viajes en carretera. Cuando llegué no vi al grupo, así que me senté sola en una mesa a pensar. Al fin se me ocurrió llamar y llegué adonde era. Pedí una cerveza michelada (sin tequila) y unos chili fries, against my better judgment.

Intenté hablar con una amiga del procedimiento de depilación IPL al que me estoy sometiendo, pero creo que ese tema solo me parece fascinante a mí (en serio, es increíble). Algo comentamos sobre el paso del tiempo, entonces. El hijo de ella está en quinto de primaria. Mi primo Juanfran acaba de cumplir dieciocho años. Vaya.

La cumpleañera nos presentó a un doctor en historia que vivió siete años en París y llevaba solo uno en Bogotá. El sitio estaba cada vez más ruidoso, así que terminamos hablando solo los dos porque las voces no alcanzaban a llegar a más de un par de oídos. Me contó que fue a China y a Tanzania y no recuerdo adónde más. Brasil, probablemente. Chile también, de pronto. Concluyó los apuntes de viajes observando que es muy difícil viajar desde Colombia. No supe qué responder. Me preguntó si había leído Crimen y castigo. No. Me preguntó si había leído el último libro de Juan Gabriel Vásquez. No. Hablamos de cómic un rato. Me recomendó algo de BD pero no pude oír bien los nombres de los autores.

A la mesa llegó un tarro de Jenga. El historiador, el esposo de una compañera del colegio y yo nos pusimos a jugar y llegamos al punto en el que ya no se podían sacar más bloquecitos. No pensé que eso fuera siquiera posible. Todo un logro de la mini-arquitectura moderna. El novio de mi amiga pasó tomando fotos. Creo que no salí en ninguna. El historiador me habló de lo curioso que era ver una cámara que no fuera de celular ni profesional en esta época. Luego se fue a jugar billar.

Mis amigas cambiaron de puesto. Ahora estaban todas juntas en un sofá. Quedé sola en mi silla. No se me ocurrió qué más hacer, así que pagué y me despedí. Le conté a la cumpleañera que había dejado las llaves de mi casa y tendría que volver pronto para no molestar demasiado a mis papás. Me escabullí y no me despedí del historiador; me pareció raro buscarlo y abordarlo sin dirigirle la palabra a nadie más. Salí. La calle estaba repleta y amenazante. En el camino a casa metí la mano en un bolsillo de la cartera: mi llave de repuesto estaba ahí.

Esperaba encontrar la casa a oscuras y en silencio, ahora que ya no tenía que timbrar, pero mi papá estaba en la sala viendo Gravity. Me senté a su lado y empecé a preguntar cosas sobre lo que estaba pasando. No me quiso contar. Me dijo que no importaba si ahora veía solo el final porque igual me faltaba verla desde el principio. La película terminó y subí a descansar. Y aquí estoy.

No sabemos ser criaturas de la mar

Vinimos a Rio de Janeiro a visitar a nuestra amiga J. El vuelo incluía una parada más bien larga en Santiago, así que tuvimos tiempo de subir el Cerro Santa Lucía y tomar caldillo de congrio en el Mercado Central. Fue agradable, pero se sintió raro no ir directo a Valparaíso ni poder ver a Azuma de nuevo.

Rio se me parece muchísimo pero muchísimo a Buenos Aires. Es más, si no fuera porque entiendo los letreros a medias, podría jurar que en cualquier momento podría salir a buscar la casa de mi hermana. No alcanzo ni a sorprenderme de la novedad de estar en este país. Pienso en amigos que podría ir a visitar pero en realidad no.

El pronóstico del tiempo nos prometió lluvia toda la semana, así que esta mañana salimos rumbo a la playa a aprovechar lo poco que se podía bajo las nubes pesadas. La famosa Ipanema. No se podía nadar en el mar, así que nos limitamos a meter los pies en la arena mojada y esperar la caricia de las olas. Yo estaba absorta en la sensación del agua fría y el suelo que se deshacía debajo de mí, cuando de pronto vi que el agua ya no me llegaba a los tobillos sino a la mitad de la pierna. ¿Cómo, si yo no había dado ni un paso? No me pregunten, yo no sé nada. El caso es que la siguiente ola ya no tenía aspecto de caricia sino de puño. Toma. Reboté en la arena y volví a pararme rápidamente. Me fui, amedrentada. Después descubrí que me había raspado una nalga.

Para completar la humillación, no sé qué nos hizo pensar que podríamos dejar de ser meticulosas en la aplicación de bloqueador solar y sobrevivir. Tal vez las nubes. Tal vez el queso asado con ajo y orégano. Tal vez la caipirinha. Tal vez la felicidad de ser un grupo de viejas amigas juntas en una playa en otro país. El tiempo pasó, hablamos de todo, bebimos y solo nos dimos cuenta de que eso no era precisamente la sala de una casa cuando nos fuimos y empezamos a sentir ardor en parches. Las partes donde el bloqueador no llegó son fácilmente discernibles. En mi caso, mi muslo lleva doble ardor gracias a la embestida del mar. Roja por delante y roja por detrás.

Supongo que los siguientes días de este viaje estaremos huyendo del sol cual vampiros. Al menos sabemos que la próxima sesión de playa no será mañana. No sabemos ser criaturas de la mar.

La impresora láser

Una vez en el colegio me tocó trabajar en grupo con N. y, por lo tanto, tuve que ir a su casa. El apartamento de N. quedaba en una loma, allá donde están los edificios finolis cuyos apartamentos ocupan todo un piso y uno sale directamente del ascensor al vestíbulo, sin pasillos de por medio.

El apartamento de N. tenía las paredes verdes y los apliques dorados, como dictaban las normas de decoración bogotana de ese entonces. No recuerdo mucho más, salvo que imprimimos el trabajo en papel Kimberly y para el título empleamos la fuente de las portadas ochenteras de la revista Ideas. También recuerdo una cosa más, la más importante: al terminar de escribir, N. puso el papel gris moteado sobre una gran mole cúbica ubicada en una esquina del estudio. La mole se comió el papel y al instante lo devolvió calientico y cubierto de letras nítidas y negrísimas. Era una impresora láser y lo que hacía era magia pura.

No sé si esto ocurrió antes o después de adquirir nuestra primera impresora: una Canon bubble jet monocroma cuyo prospecto de compra me mantuvo con afán durante mi primer y único viaje a Manizales, poco después de mi cumpleaños número 11. Las calles tipo montaña rusa estaban muy bien y el nevado prometido no se veía nunca, pero yo quería volver ya a Bogotá para tener impresora y jugar a plasmar en papel las locuras que hacía en Creative Writer. Debo decir que para ser de inyección de tinta, la BJ-200ex era una máquina excelente. El otro día estuve sacando trabajos viejos del colegio y me sorprendí de la calidad de impresión de ese aparato. Además venía con un diskette con varias fuentes que no dudé en implementar en todas mis tareas.

Desde entonces he vivido fascinada con las impresoras láser. Sin embargo, llegar a tener una era absolutamente impensable. Mis papás nos trajeron impresoras a color después —nunca tan buenas como la Canon monocroma—, pero de impresoras láser ni se hablaba. Era ridículo querer algo tan empresarialmente costoso. Entonces usaba las que podía a mi alrededor. En Iowa, la universidad me dio un número de páginas para imprimir gratis, y como decidí no quedarme allá para terminar la carrera, aproveché para hacerme hojas adornadas a todo color con mi nombre en el encabezado y bordecitos bajados de esa novedosa maravilla dosmilera que era Clipart Online. En Los Andes prefería hacer fila y pagar en la sala de computadores del edificio B que volver a presentar un trabajo todo rojo por culpa de los caprichos de la impresora a color de la casa.

Nuestra impresora más reciente, una multifuncional cuyo escáner sacaba todo en degradé porque el bombillo solo alumbraba de un lado, me sacó una noche el letrero de “no hay tinta” poco después de habérsela cambiado. Me propuse no olvidar que necesitaba tinta nueva pronto y empecé a ir a un café Internet del barrio con reggaeton a todo volumen para imprimir cosas. Un día me devolvieron la memoria USB con un archivo nuevo llamado sex_algo_nosequé.lnk, y otro día me mandaron a usar yo misma un computador tan rebosante de malware que me tomó más de 15 minutos abrir un simple archivo PDF y mandarlo a la impresora. Láser. Me quisieron cobrar ese tiempo. Quería cobrárselo más bien yo a ellos porque quién me devuelve ese pedazo de mi vida. No volví al café Internet. Tampoco le volví a poner tinta a la multifuncional.

Entonces llegamos al fin de semana pasado. Estaba con mi papá en un almacén de electrónicos y vi una impresora láser con un precio perfectamente asequible para un ámbito no empresarial. Era monocroma, como mi primer amor. De repente se me ocurrió que ahora soy adulta y gano plata y puedo tener todo lo que quiera. Entonces me la compré, y de paso me compré también un escáner aparte.

Volví a la casa, la puse en el piso en la mitad de mi cuarto, ahí donde pudiera hacer más estorbo, y la instalé. Le mandé unos archivos aburridos pero urgentes. Salieron al instante, calienticos, nítidos y negrísimos. El sueño de toda una vida hecho realidad.

Actividades extracurriculares (I)

De todas las circulares que me dieron en trece años de colegio, recuerdo una en particular: la de la apertura de inscripciones a las actividades extracurriculares. Cada año las daban, claro, pero la que está en mi mente es la del mejor año: primero de primaria. Digo “el mejor año” porque en ninguna otra ocasión hubo tantas opciones entre las cuales escoger. El horario estaba dividido en dos bloques pero las clases externas (equitación y natación, ¿entre otras?) ocupaban un solo bloque largo.

Las niñas de mi curso se metieron a equitación y sus papás les compraron sombreritos negros chistosos y fustas de colores fluorescentes. Yo, en cambio, me fui por artes plásticas y computadores. “Computadores” era un espacio donde uno pasaba hora y media haciendo lo que uno quisiera frente a un Macintosh Classic. Era una oportunidad preciosa para usar esos aparatos fascinantes para algo que no fuera LOGO. (Odiaba LOGO. Hasta le compuse una canción de odio en tercero de primaria.) Jugaba Shufflepuck Café (e invariablemente perdía a los pocos segundos), Lode Runner, el juego de memoria, Tetris y ahorcado. También jugaba a rellenar círculos con mi textura favorita en el programa de dibujar, esa que parecía un montón de aceitunas.

Tengo la impresión de que “Artes plásticas” estaba dirigido en realidad a niñas de bachillerato, pero en ningún lugar decía que yo no podía tomar esta clase. El profesor, René, un gafufo flaquito con pinta de nerd que manejaba un carro muy pero muy viejo, intentó enseñarme a tomar el lápiz adecuadamente para dibujar. Yo me resistí a aprender porque así no me salía nada bien —bien según yo— ni se podía sacar nada en pocas líneas largas, que ha sido mi estilo desde siempre. Entonces pasé a pintura al óleo. No sé cómo ocurrió eso; debió ser pura terquedad mía porque estaba fascinada con una bailarina de tutú lila que estaba haciendo una niña de bachillerato, o de pronto también porque mi abuela pintó al óleo por muchos años. René intentó ayudarme a hacer figuras humanas proporcionadas, pero mis ojos de infantil arrogancia insistieron en agrandar las cabezas exageradamente. De ahí en adelante el cuadro fue una labor de pa-cien-cia. Para una niñita acostumbrada a rayar cuadernos con esfero, el óleo es pura y física tortura. Terminé de emplastar el lienzo con mucha ayuda de René —les pintó a mis bailarinas deformes unas pestañas que odié— y me desentendí del óleo por el resto de mi vida. No obstante, nunca olvidé el tiempo que pasé pintando con los grandes mientras sonaba en una grabadora “Kingston Town” de UB40 o “Save Your Love” de Bad Boys Blue.

Creo que las clases de arte para niños son muy limitadas, o al menos lo eran en mi tiempo. Todo estaba encaminado a las manualidades con tijeras y plastilina y a la “estimulación de la creatividad”; nada de exploración de diferentes técnicas que podrían despertar el interés de un futuro artista. El colegio dejó de ofrecer computadores y artes plásticas en la jornada extracurricular y mi familia me metió a cursos de fin de semana en Cafam de La Floresta y la Academia Guerrero. En el de Cafam aprendí a hacer un muñeco articulado de cartón paja que este año apareció mágicamente en una bolsa y ahora tengo en mi escritorio. En la Academia no me aceptaron en una clase de acuarela para grandes (por ser chiquita), así que me tocó conformarme con estar en un grupo con otros niños con los que nunca hablaba y hacer actividades de recreación con papel que me aburrían enormemente. Años después mi padrino me regaló unas acuarelas con las que hice un par de chambonadas. Todavía puedo hacer chambonadas en acuarela, aunque la tinta china me gusta más.

La oferta de actividades para la tarde fue decayendo hasta que solo quedaron tres deportes, el galardonado escuadrón de porristas —cheerleaders, por favor, que este es un colegio del norte—, el coro, la banda de rock, las tutorías de matemáticas y los castigos de los jueves. Durante mucho tiempo eché de menos esas tardes, pero al menos tuve la oportunidad de aprovechar el entusiasmo inicial y gozar no solo de un rato de libertad en un colegio cada vez más represivo, sino también de la paciencia de un profesor a quien no le pareció descabellado enseñarle a una niña de siete años a pintar al óleo.

Le mariage de Dimanche

Mi amiga Dimanche se casó. Ya se había casado antes, pero eso había sido en Alemania y ahora tocaba hacer la versión colombiana de la celebración para los que no pudimos estar allá. A petición de la abuela de la novia, hubo que llevar a un sacerdote que estuviera dispuesto a bendecir la unión de una católica y un judío, pero el que apareció hizo especial énfasis en que esto no era el sacramento del matrimonio como tal y que esta era una ocasión “lúdica”. Por un momento pensé que el señor no sabía cuál era el significado de la palabra y la que buscaba en vez de esa era “festiva”, pero ahora me pregunto si realmente quería decir que mis amigos solo estaban jugando a casarse. El cura tampoco tuvo reparo en hacer propaganda homofóbica durante la ceremonia, cosa que me enfureció. Sin embargo, mientras las palabras del establecimiento levantaban sus débiles obstáculos, pasó una bandada de pájaros que el sol del atardecer había teñido de durazno. Otro pajarito se posó muy cerca de donde estábamos y se quedó cantando un largo rato. Y como si fuera poco, salió la luna enorme sobre las montañas llenas de árboles resplandecientes. Entonces a quién le importan las habladurías cuando todo alrededor es tan bonito y los que se quieren saben que se quieren.

Mi parte favorita de la ceremonia fue cuando los novios leyeron un pasaje de la Biblia por turnos en español y hebreo. Además, la fiesta estuvo organizada de manera brillante y si me llego a casar quiero copiar la idea. En vez de contratar banqueteros y dividir la fiesta en antes y después del buffet, hubo una mesa llena de delicias colombianas contribuidas por tanto organizadores como invitados para que el que quisiera se sirviera en cualquier momento. Yo ataqué hasta donde pude el pan plano con tahine que había en representación de Israel. También hubo un queso inconspicuo que me transportó a la tarde que llegué a Lyon.

Al final la novia bailó como bailan las novias israelíes, con sus amigos rodeándola y haciendo ondear el velo superior de su vestido bonito mientras ella saltaba girando hacia un lado y hacia el otro. Me gusta que esté contenta y el esposo me cae muy bien, aunque me cuesta hacerme a la idea de que ya tengo una amiga casada. Después vendrán más, claro, y quién sabe si algún día incluso yo, pero el paso del tiempo es innegable con signos como este.

Diez

Hoy hace 10 años terminé clases en el colegio. La noche anterior, según reporta Olavia de 2002, había soñado que el colegio nunca se acababa. Es interesante (aunque vergonzoso) ver lo que reporta esa niñita porque también resulta que hace diez años escribo en blogs. ¡Diez años! “Tremendo”, diría Olavia de 2012. “Carambola”, dirían ambas.

No sé si deba celebrar el haber pasado tanto pero tanto tiempo frente al computador escribiendo cosas que no denotan mayor progreso y que no me llevaron ni al estrellato ni a publicar nada en papel como los verdaderos campeones. Pero bueno, tampoco hay que quejarse tanto: gran parte de mi vida social y la arrolladora mayoría de mis teledramones amorosos y affairs casuales llegaron a mí gracias a estas páginas. Nada mal.

Entonces gracias, blog, por todo. Y gracias a ustedes que me leen.

El libro de colorear que no lo era

pinch

Beatriz, dulce profesora de español devenida en ogro infantofóbico, tengo algo que he querido decirte desde hace más de veinte años. Beatriz, en primero de primaria fuiste a hacer un reemplazo en nuestro salón, y por deshacerte de nosotras un par de horas nos obligaste a colorear nuestros ejemplares de El oso que no lo era. Yo nunca he sido buena coloreando y tú hiciste que me tirara un libro que yo adoraba precisamente por sus ilustraciones en blanco y negro.

Jamás te perdonaré por el sacrilegio que me obligaste a cometer. No pasa un año sin que yo piense con tristeza en mi libro buenecito que tuve que arruinar con lápices Magicolor. No te odio porque tú nos odiabas más —¿esa transformación es común en todas las profesoras de español veteranas?—, pero deploro que hayas tenido la simpleza de creer que las ilustraciones en blanco y negro están incompletas. Tal vez ni siquiera pensaste en eso. Tal vez solo pensaste que éramos bobas y los colores eran nuestros huesitos para roer sobre cualquier superficie. Coloreen. Ya. Hipnosis colectiva. La anestesia de un movimiento mecánico color siena tostado arrasando con la textura de la piel de un oso hecha en tinta. Cuánta rabia acuné en cada tachón descuidado disfrazado de reforma infantil. Algún día volveré a comprar el libro y descansaré. Y tú, Beatriz, de ti no sé siquiera si aún vives.

Por cierto: el libro completo escaneado está aquí para que todos conozcan la inmensa maravilla que era Frank Tashlin.