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Pero por qué ahora si lo peor ya pasó

Alguien a quien aprecio va a cerrar su blog, y se siente un poco como la muerte de todos los blogs. Era un blog importante, su dueño era importante para los que lo leíamos. Su desaparición es como si un mundo de narradores de vidas se hubiera estado resquebrajando poco a poco, y el problema —o el cambio de época, más bien— se hubiera podido ignorar hasta que, de repente, se viniera abajo una tajada entera de una montaña. Ahora sí nos enfrentamos al vacío. Si no queda él, entonces quién queda. Entonces yo vengo aquí a escribir porque me resisto a que mi pedazo de roca ruede hacia el abismo también.

Mi blog, como ven, todavía existe; diría que de milagro, pero eso es una exageración. No toma tanto esfuerzo mantener uno, lo cual empeora la culpa por dejarlo abandonado. Pero bueno. Me pregunto si alguien todavía lee esto. En realidad no importa. Cuando empecé a escribir, hace ya millones de años, lo hacía sin público alguno. Luego apareció TOL, nuestra red social cuando no existían las redes sociales. De ahí salieron amigos, conocidos, amores. Quedan aún pedazos (¿las ruinas?) de esos vínculos.

He tenido varias razones para no escribir aquí, todas tontas: saber que no escribo bien, saber que mi vida no es interesante y no tengo nada que contar, saber que no me interesa mucho dar a conocer mi opinión sobre temas de actualidad, temerle a la posibilidad de que alguien tome lo que aquí cuento para diseminar una imagen distorsionada de mí y la gente que quiero (esto ya ocurrió; el temor fue más bien retroactivo).

Ante el anuncio del cierre del blog del que hablo, alguien le contestó a su autor: “Pero por qué ahora si lo peor ya pasó”. Me quedé pensando en eso. Ya no hay concursos de popularidad (explícitos o implícitos). Ya me he aislado lo suficiente de todo el mundo en esta ciudad como para que a alguien le importe mi vida. Ya no existe la posibilidad de saltar del blog al estrellato literario, así que ya no hay por qué sentirse mal si eso no ocurre.

Por alguna razón que aún desconozco hay que seguir narrando la vida, así esta no sea ni remotamente fascinante. Hay un remedo de rutina. Hay una ciudad en la que ocurren las cosas. Hay viajes. Hay recuerdos que vale la pena no dejar escapar, aunque a veces tengo problemas por tratar de encerrarlo todo en mi cabeza.

Este es un post que no quiere decir nada, salvo que pasa el tiempo, todo cambia, uno se vuelve grande y aburrido, pero hay que seguir escribiendo.

Veintinueve

Jesús Cossio dice que a los veintinueve años la gente toma decisiones radicales. Enfrentadas a la inminencia de los treinta, las personas abandonan cosas, emprenden cambios drásticos, corrigen el rumbo en un último intento de verse bien encarriladas a la hora de cumplir edades más serias. Revisando las notas de este blog, me doy cuenta de que este comentario no dista mucho de lo que me dijo j. cuando cumplí años este año. En ese momento no le creí de a mucho, ya que veintinueve es apenas un número primo con dos enes, dos ves y dos tonos de azul. No suena importante; si acaso transicional, un largo letrero de “no se pierda después del corte”. Sin embargo, haciendo un recuento de todo lo que ha pasado en el breve lapso que llevo en esta edad, puedo confirmar que es tan revolucionaria como me prometieron.

Hoy es un día bastante aburrido. Tengo textos por traducir y dibujos por hacer. Pienso en mi breve agenda como si fuera cualquier cosa, pero hasta hace apenas unos meses la parte del dibujo no figuraba en mi vida cotidiana sino en una lista de remordimientos por abandono. Con nostalgia me veía a mí misma a los catorce años, sin amigos ni belleza pero con una guitarra a la cual recurrir, una novela que escribir y dibujos por hacer. Una tríada perfecta que me mantenía en pie y protegida del mundo externo. Con el tiempo, la guitarra fue reemplazada por el ukulele y las aspiraciones literarias por este blog, pero el dibujo se había esfumado en un abismo de inseguridad alimentado por el hecho de que yo nunca había tenido un entrenamiento artístico formal y lo que salía de mi mano era muy simplón. Y todos estos años, ese hueco me pesó.

Ahora hago un breve repaso por todo lo que, después del colegio, dije que era sin ser del todo con el fin de agradar a alguien más. De repente le gusto a otro ser humano —oh sorpresa, se acabó la adolescencia, ya puedo emerger de mi cueva— y tomo vestigios de recuerdos y preferencias para intentar formar un todo que se amolde al todo de esa persona. Y en el proceso no hago lo mío. No estoy dibujando porque no sé dibujar como los que hacen cómics de superhéroes, que en todo caso no me interesan pero igual dejo que los que admiro me hablen largas horas de Batman, así como dejo que me hablen largas horas de cómo entender el universo y sus fenómenos. Escucho. Es cómoda esa pose de fan de los científicos. Quiero ponerle un rótulo a mi aislamiento en términos de los otros pero eso solo me convierte en seguidora de mundos paralelos.

Es solo cuando dejo de mirar a los demás, cuando dejo de buscar afinidades, que comprendo finalmente que el dibujo no es lo que los demás piensen de él sino el ejercicio de intentar proyectar lo que se ve en mi cabeza. Tocar ukulele también es un ejercicio. Cuando las cosas que uno ama pierden su objetivo final es que uno las vuelve a disfrutar plenamente.

Ahora estoy acá, sola en la casa, con un cúmulo de cosas que aún cuando sean aburridas son exactamente lo que quiero hacer, y con la serena certeza de que nada de lo que yo sepa o haga me hace elegible para pertenecer a ningún círculo ni ser merecedora del cariño de nadie. Y eso está bien. No estoy intentando anunciar con esto que me creo muy especial e intocable, sino que en años pasados me sentía un poco perdida pero creo que ya me voy encontrando.

Dicen que los hombres en crisis de la mediana edad compran motos y carros para darle sentido a sus vidas. Yo llegué a los veintinueve y me hice a un curso de interpretación, una tableta de dibujar y un ukulele soprano.

Corazón de radiofaro

La única manera de no tener que despedirme tanto es dejar de moverme. j. dice que eso es posible, pero yo no quiero resignarme así, o más bien no puedo. Hace tiempo partí mi corazón de radiofaro con un golpe de piedra y resulté con un radar poblado de pulsos luminosos imposibles de ignorar. Ahora es demasiado tarde para perder la fe en los aviones.

Luontoon

Me mandan a una misión en un santuario de flora y fauna en la selva andina. No hay Internet ni teléfono ni nada que me permita establecer contacto con el mundo exterior. Poco a poco el trabajo se va apoderando de mi cerebro y voy olvidando quién soy. Recuerdo apenas lo básico. Tengo una hermana. Quise (¿quiero?) a alguien. Tengo otro viaje después de este. Ni siquiera escucho música; me limito a recibir lo que ofrezcan los pájaros. Una tarde decido rescatar un pedacito de mí y lleno una hoja de cuaderno con frases en japonés. No recuerdo cómo se escriben los kanjis. Consulto en el celular sin señal.

Escucho finlandés a mi alrededor todo el tiempo. Solo entiendo niin (“sí”), joo (también “sí”), ei (“no”), kiitos (“gracias”) y, tiempo después, päivä (“día”), kasa (“pila”, “montón” —señalan el arroz de la cena para ilustrarlo—), mustikka (“arándano”), vadelma (“frambuesa”) y maitosuklaa (“chocolate de leche”). Los finoparlantes juegan con las palabras que suenan igual en su lengua y la mía. Hablan de cómo “pato” es anka pero “anca” es una pata trasera. Me preguntan por el Pato Donald y por Rico McPato. Rikkoa es “romper” y pato es “represa”, así que Rico McPato suena como a “romper la represa”. Lloran de risa.

Los finlandeses me dan sopa de bayas. Sopa de bayas. Anoto la receta. También me dan a probar salmiakki (dulce de regaliz saborizado con sal de amoníaco). Sabe a lo que huele el champú medicado anticaspa. En su versión más fuerte, me siento masticando algo sacado del motor de un carro. Lo comería de nuevo.

Entre el trabajo y el sueño, el sueño y el trabajo, no hay mucho dentro de mi cabeza. Miro en lontananza durante los recesos. La gente que pasa a mi lado me pregunta si estoy cansada. Solo atino a decir “uf”. No comprenden la dimensión del agotamiento que se acumula dentro de mí.

Afortunadamente, el tiempo siempre pasa y los días siempre se acaban. Pronto estoy de regreso en la casa. No, no, no es así de rápido. Primero me monto en una camioneta, luego mi celular empieza a recoger todo lo que dejó atrás hace unos días, empiezo a ver casitas, desaparece la selva, llego a una ciudad, entro a un supermercado, veo muchos tipos de pasabocas, veo variedad. Nunca he visto The Shawshank Redemption pero llevo un buen rato pensando en The Shawshank Redemption. Quisiera correr, bailar, dar brincos por un potrero como las vacas que salen de su encierro en primavera. El cansancio se vuelve frenesí.

Empiezan a reaparecer las personas en mi vida. En mi mente es como si se fueran bajando de la nave del final de Encuentros cercanos del tercer tipo, aunque a todas luces la perdida era yo. j. me recomienda que vuelva a practicar mi canción. ¿Mi canción? ¿Cuál canción? La que estaba practicando antes del viaje. Ah, vaya, yo toco el ukulele y tengo un proyecto en progreso. Sin embargo, mi garganta está demasiado débil para retomarlo. Me pregunto qué otras partes de mí siguen faltando.

Al otro día recuerdo haber soñado con un parque nacional a la orilla del mar. Las rendijas de la persiana son franjas de azul intenso. Ya no estoy bajo la incesante lluvia y tampoco en una cama que me despierta con sus crujidos cada vez que me volteo. Ya no hace frío. Es mi vida de nuevo: fluyen los recuerdos y las obligaciones. La calma —y la complejidad— se mantendrán hasta mi próximo trabajo de palata luontoon.

La cantina del Far West

Vivo en un país que se parece a las tabernas de las películas de vaqueros, esas donde llegan los villanos mal afeitados que aparecen en los letreros de “Wanted” y se miran de reojo con el sheriff y al final todos terminan rompiéndose botellas en las cabezas de todos. En Internet el fenómeno suele multiplicarse, y por los motivos más nimios. Uno diría que esta situación se limita a la gleba ignorante que ve realities, pero a juzgar por la cantidad de antorchas prendidas y rastrillos blandidos por la comunidad científica en los últimos días, uno se da cuenta de que la indignación en redes sociales es un virus que contagia hasta al más ilustrado.

A mí siempre me habían vendido la idea de que la academia era un remanso de paz donde todos caminaban con la toga colgada del brazo y la cabeza ligeramente inclinada hacia el interlocutor, asintiendo silenciosamente y sosteniendo debates de la manera más elegante. Argumento va, argumento viene, pero si esto es así entonces por qué lo otro no es asá, la búsqueda conjunta de la verdad. Pero no, amigos, eso es una quimera. Aquí lo que se estila es llamar fascistas y no sé qué más cosas a los que sugieren una divergencia de lo establecido y piden razones para no diverger. Sobra decir que esas razones jamás llegan. A algunos les extraña que yo parezca incluso más indignada que los directamente implicados, pero es que estoy muy decepcionada de aquellos en cuyas manos supuestamente reposa el conocimiento —¡y el desarrollo!, insisten— de un país y resultan portándose igualito que los borrachos en la cantina del Far West. No llego a entender qué es lo que defienden con tanto celo que los tiene sumidos en esa furia ciega.

Seguro me van a decir “ah, pero usté qué sabe si no es científica ni doctora en nada”. Bueno, yo algo sé. Yo sé que a los golpes nada se obtiene. Yo sé (o me imagino, al menos) que debatir es poner argumentos sobre la mesa y darles soporte hasta que gane el más sólido. Yo sé que nadie ‘se busca’ que lo cubran de calificativos horrorosos por dar una opinión, como vienen sugiriendo. Claro, también sé que en este país escribir en una publicación de circulación nacional es exponerse automáticamente a que los ociosos de los foros se lo coman en salsa de insultos, pero, ¿ustedes los académicos también hacen parte de esos ociosos?

De pronto yo esperaba mucho de los científicos, yo que siempre me enamoraba de ellos y los tenía en un pedestal. Pero ya aprendí mi lección. Ahora sé que el ágora de paz que da origen al saber no existe, y que en su lugar ruedan sombreros, cigarros y dientes a la salida de un bar roñoso. El bar de los que no saben o el bar de los que saben mucho. Lo mismo da.

Notas (primero de septiembre)

  1. No me gusta el pan con mantequilla y mermelada. O se le pone mantequilla o se le pone mermelada. Las dos mezcladas se convierten en un mazacote grasoso y pegachento sin sabor definido. Sin embargo, la cosa cambia cuando se usa mantequilla de maní: es una mezcla buenísima, salada y dulce al mismo tiempo. El pan con mantequilla de maní y mermelada acompañado con té oolong es uno de los pocos recuerdos buenos que tengo de la vida en Ichinoya.
  2. Un zorrito intentó meterse en un edificio en remodelación y quedó atascado en un hueco en el piso. Afortunadamente lo rescataron sin contratiempos. Me encanta la cara de “aich” del animalito en las fotos.
  3. Norman Shapiro es un matemático. Norman Shapiro es un artista. El primer Norman Shapiro hizo un montón de cosas que para qué se las digo si no las entiendo, y además fue uno de los impulsadores de la etiqueta en la Red. El otro es un profesor de geometría que usa el arte para enseñar y hace dibujos algorítmicos en sus ratos libres. Se podría crear un solo Norman Shapiro a partir de estos dos y no habría casi inconsistencias. Norman Shapiro, matemático y artista, impulsador de la etiqueta en la Red, busca patrones geométricos en cuadros famosos y hace dibujos algorítmicos en sus ratos libres.
  4. Minori una vez me contó que dejó de jugar videojuegos cuando se dio cuenta de que lo único que estaba haciendo era seguir los designios de algún equipo de diseñadores. Es posible que con las redes sociales nuestra interacción con los demás también se esté reduciendo a un sistema de dinámicas fijas y acumulación de puntajes (conseguir likes y retweets como quien consigue moneditas en Super Mario Bros., churín, churín, churín).
  5. Por cierto, ¿qué buscábamos cuando los blogs eran nuestro vehículo hacia la popularidad en Internet?
  6. En estas fotos, Lewis Hine documenta el trabajo infantil en Estados Unidos a principios del siglo XX.
  7. Me gustan los blogs personales porque puedo repasarlos cuando quiera, consultarlos y enterarme de quiénes eran sus autores en determinada época, compararlos con lo que yo escribía a la misma edad, ver lo diferentes que son las vidas puestas así en paralelo. ¿Se habrían hecho amigos nuestros yos del pasado? No lo sé. En algún punto nos encontramos, y aquí estamos, siguiéndonos a través de las ondulaciones, yo tras yo tras yo tras yo.

Notas (veintisiete de agosto)

  1. ¿Cómo escribir sobre la propia vida y no sonar como protagonista de Girls o la presentadora de La brújula mágica, o ambas al tiempo?
  2. Cuando tenía catorce años empecé a escribir un cuento sobre una comunidad de adolescentes que creían estar teniendo una flamante vida social pero en realidad vivían en el desierto, cada uno aislado frente a un computador. Catorce años después me desconecté de Twitter y me di cuenta de que en realidad trato con mucha menos gente de la que creía.
  3. El jueves pasado me intoxiqué con un sushi en un famoso restaurante “asiático” bogotano. No es la primera vez que pasa.
  4. Hoy es el cumpleaños de mi papá. Ayer mi mamá y yo preparamos una serie de manjares para su celebración (pollo envuelto en tocineta al horno, papas a las hierbas más o menos según lo que apareció en el programa de Jamie Oliver justamente mientras discutíamos qué hacer con las papas, postre de limón). No estoy esperando que el fantasma de Julia Child se me aparezca para felicitarme, pero para alguien tan poco adepto a la cocina como yo, esta es una gran noticia.
  5. En el reparto de la película de la vida existe alguien a quien uno quisiera impresionar sin saber por qué, una persona frente a la cual uno se siente el ser más simple del mundo en medio de un tumulto de personajes fascinantes y eruditos con las solapas cubiertas de medallas. Suspiro.

Asceta

No sé cómo describir con exactitud el principio de este día. Creo que dividiré el proceso en viñetas de instantes:

  • Abrir los ojos
  • Pensar de inmediato en ver qué hay en Twitter
  • Caer en cuenta de que ya no tengo Twitter
  • Sorprenderme de que mi primer pensamiento de la mañana no sea ni siquiera qué soñé sino Twitter
  • Recordar que soñé con atentados terroristas en Filipinas y gatos miniatura

Como bien saben, he estado luchando últimamente contra un problema de clics nerviosos que afecta mi concentración y me aleja de mis verdaderos hobbies. Pues bien, he continuado mi análisis de comportamientos en Internet y me he encontrado con un diagnóstico nada alentador. De nuevo las viñetas:

  • A principios de agosto pasé cinco días en La Dorada, donde tengo el Internet dosificado por horas, y resulté gastando un total de 25. Veinticinco. Más de un día entero haciendo cosas que no recuerdo. Hace ocho o diez años pasaba el tiempo muerto en La Dorada leyendo libros.
  • Anteayer j. me preguntó cuál era la pelea del día en Twitter y yo no pude pensar en nada relevante.
  • Me di cuenta de que mis clics nerviosos son en parte ganas terribles de leer que no estoy saciando con libros sino con la búsqueda frenética de artículos. Termino entonces llenándome de información basura que no voy a recordar después —no puedo dar cuenta de lo aprendido porque no hay nada aprendido— pero me da la sensación de que hubo un espacio de lectura. Es como comer grandes cantidades de chitos pudiendo almorzar.
  • Estoy lamentando mucho la pérdida de anécdotas que no consigné aquí porque las puse en Twitter.
  • Ayer me mostraron un texto. El asunto era algo de lo que no quería enterarme, especialmente por ser la opinión de una persona x en un medio que jamás leo, pero igual le invertí tiempo. La sensación fue bien descrita por Deambulante: “la información ni te quita ni te pone pero sí te deja pensando estupideces”.

Dados los antecedentes, j. me propuso que hiciera el experimento de cerrar Twitter por 20 días. Cerrar cerrar cerrar. Difícil decisión. Obviamente le di muchas vueltas —¿cómo llegará la gente a mi blog? ¿qué va a pasar con mis interlocutores simpáticos? ¿volveré a hablar con alguien?—, pero al fin me lancé, qué caramba. Sin mente, como dice mi primo. Me quedé sin contestar un par de comentarios, pero supongo que eso tiene solución por e-mail o en persona. También supongo que alguien podría buscarme aquí en el blog, si es que se da el caso de querer saber de mí.

Ahora viene la parte que comienza así: “¡Yo era un infeliz!” ¿Recuerdan esos testimonios milagrosos de gente que dejó Twitter y en tres días ya estaba tocando un instrumento musical? Pues ahora les creo. Llevo menos de 24 horas en estas y ya le estoy viendo el lado terapéutico al ejercicio. De repente siento que tengo más tiempo y puedo dedicarme a otras cosas. Sé que en realidad el tiempo libre siempre ha estado ahí y yo misma me he dejado absorber por la avalancha de estímulos, pero no dejo de sentir cierto alivio apenas me doy cuenta de que no tengo cómo enterarme de lo que está pasando en miles de mundos ni cómo publicar apartes de mi monólogo interno como si de las Citas Citables se tratara. Hace unas horas, después de pasar por el shock inicial de la falta de Twitter, me puse a leer un libro que tenía abandonado. Vaya, vaya.

Paralelo 38

Nunca he tenido mayor interés en conocer Corea del Norte. Las fotos de Kim Jong-Il mirando cosas son desconcertantes pero no ofrecen una ventana hacia algo que uno quisiera ver en persona, a no ser que uno sea una especie de ingeniero industrial y le interese mucho la supervisión del área de producción. Yo sé que en Pyonyang se esconden secretos fascinantes que solo son revelados tras entregar el pasaporte y cuidarse de no decapitar las estatuas de Kim Il-Sung en fotos, pero aún así… nah. No obstante, cuando uno se da cuenta de que está bastante cerca de la famosa zona desmilitarizada y es posible dar ese paso ya mismo, el nah se convierte en por qué no. Porque decir “estuve en Corea del Norte” suena más que bien, ¿no? Un español que trabajaba conmigo fue y al regreso nos mencionó ese detalle con la propiedad del aventurero que uno, humilde turista piscinero, desearía tener alguna vez. Esa mañana de mayo era mi oportunidad de impresionarlos a todos.

Ahora bien, esta suena como la introducción a una aventura sensacional por lugares prohibidos o un clásico ejemplo de chasco turístico con recuento de filas interminables, guías ininteligibles y comida mala. Sin embargo, la escena que nos disponemos a apreciar es completamente distinta. Le podríamos poner música de fondo, incluso, algo casi imperceptible para sacar de quicio al cinéfilo que esperaba persecuciones automovilísticas, metralletas o pena ajena. Aquí va:

Un hombre y una mujer llegan al primer piso de un hotel en Seúl, entran al restaurante y se sientan a esperar el desayuno —huevo frito, pan con mermelada, lechuga y maíz tierno—. A un costado del recinto hay una máquina de maíz pira y unos folletos grandes sobre una mesa. Tour a la zona desmilitarizada, anuncian. ¡Oh! ¿Se puede ir hasta Corea del Norte? ¿Así de fácil? Lleva la revistita a la mesa con una cara de “qué opina” para su acompañante. El solo decirlo ya suena emocionante: ir a Corea del Norte. El tour incluye almuerzo típico (¡además!).

Aquí es donde quiero que el tiempo pase más lentamente para dar la impresión de que algo importante está a punto de suceder. Dos extranjeros sentados en una mesita, como ya sabemos, esperando un suculento plato de huevo con lechuga, provocados de maíz pira, mirándose y mirando las fotos de matorrales en el folleto. El precio en won tiene varios ceros pero ellos no se acuerdan de la tasa de cambio ni a euros ni a yenes ni a nada. Suena caro, de todas maneras. Caro para ser un montón de pasto con un caminito atravesado por una raya. Aquí Corea del Sur, allá Corea del Norte. Tómense fotos y vuelvan al bus. Ah, y aquí tienen su bulgogi de medio pelo. Todo para tener derecho a una frase que deje perplejos a los interlocutores de cuanta reunión se atraviese en el futuro. Los viajantes se miran una vez más.

Los minutos recobran velocidad cuando se paran de la mesa con la decisión tomada. Es lamentable cómo los momentos más lentos de la vida comprenden situaciones que se olvidan al instante de terminar: una fila en el banco, el rellenar de casillas en un formulario, el primer desayuno en una capital asiática. Los viajantes cogen sus cosas y salen a Noryangjin, el mercado de pescado. Noryangjin, un nombre desconocido que nadie recomendó, un lugar donde los locales los miran perplejos, donde piden pescado tajado crudo a punta de señas y seguramente se los ofrezcan recién sacado del acuario del puesto contiguo. Nadie dará muestras de admiración cuando el tema venga a colación en conversaciones futuras con terceros, aunque también es posible que nunca lo lleguen a mencionar. A juzgar por la rapidez con que transcurre todo, la probabilidad de que uno de los dos no lo haya olvidado es bastante alta.

Tenemos miedo

Tenemos miedo de escribir. Tenemos miedo frente a una ventana pintada de rascacielos, sobre un arrozal enlodado, detrás de un escritorio tapizado de pendientes. Tenemos miedo porque a dos pasos de distancia alguien lo hace mejor, o por lo menos sí tiene algo que decir. En ellos hay pasos dados y proyectos en desarrollo y tertulias entre creadores en cultivo y estoy-en-el-mejor-momento-de-mi-vida. Mientras tanto yo —cada yo de este nosotros— tengo que luchar contra la libertad de buscar cualquier cosa entre el mar inmenso que se me ha dado. No quiero-no puedo-no quiero.

Alguna vez estuve en un círculo de creación literaria. Bueno, eso suena muy pomposo. Éramos solo cuatro (¿cuatro?) amigas de la universidad que nos poníamos tareas cada viernes y las leíamos a la hora de almuerzo. Como ninguno de mis intentos logró captar la atención de la Premio Nacional de Poesía que era una de las participantes —y creo que de nadie en general—, decidí que lo mío no era escribir y relegué al blog mis impulsos de contar cosas. No mucho tiempo atrás me había resignado a que lo mío tampoco era dibujar, así que para el final de mis días en Los Andes yo me había reducido a un manojo de inseguridades con ínfulas de japanofilia. Mi última y secreta esperanza era obtener la aprobación de un mítico personaje de Internet, pero sin textos que ofrecer eso no iba a ocurrir jamás. Corrijo: sin textos que ofrecer eso no va a ocurrir jamás.

No sé a qué iba con esta historia. Ah, sí: el miedo. El miedo a escribir es mucho más común de lo que pensaba —yo que me creía la única cobarde, o al menos la más cobarde de todas (aunque esto último sí puede ser verdad)—. Sin embargo, ya empiezo a sentirme bastante ridícula cargando con este temor. Esto no necesariamente quiere decir que esté tomando la decisión de hacer algo al respecto; es decir, llevo dos posts desvariando alrededor del tema, el equivalente escrito de las reflexiones de los futbolistas en Supercampeones antes de patear el balón. Lo único que sé, por lo pronto (y no sé si con alivio), es que somos varios los que miramos a lado y lado y vemos que por allá todo es bueno y aquí qué, aquí qué.