Monthly Archive for August, 2011

El Portal de la 80

Frente a la entrada al Portal de la 80 en Bogotá hay un puente peatonal. Está rodeado a cada extremo por una especie de feria callejera que se transforma a lo largo del día. Por la mañana son solo los vendedores de yogur con cereal, minutos a celular y periódico, pero al caer la tarde el aire empieza a oler a manteca y se prenden luces de neón bajo las sombrillas. Aparecen entonces comediantes con su público repartido en tres bancas, cantantes terribles que suenan durísimo pero nunca se ven, y el fondo de música electrónica para animar el perro caliente con gaseosa en caso de que el resto de ruido falle. Esto, en el extremo norte. El extremo sur, que en la mañana solo reúne trabajadores que luchan a muerte por un taxi, cuenta en la noche con ventas de ponquecitos de tracción a pedal y un mostrador de ropa al aire libre. No cuento esto con mucho agrado: la verdad es que me molesta el desorden, aunque prefiero esa caótica presencia de vida antes que tener que cruzar la avenida desierta.

Cada vez que me encuentro bordeando la ropa bajo la rampa del puente, tengo un dejà-vu que me deja parada en una avenida en el distrito de Siam. Encima de nuestras cabezas pasa el Skytrain, cuyas estaciones me recuerdan —ahora, no entonces— las del metro de Medellín. Es de noche; no se puede transitar por el andén porque está completamente invadido por rejas cubiertas de ropa y relojes, además de sus respectivos compradores. Los puestos son exactamente iguales a aquel del puente que acabo de cruzar. Incluso la iluminación más bien pobre es igual. Es como si ese pasadizo a la entrada de mi barrio fuera una ventana hacia otra dimensión, otro tiempo. En el tiempo de allá voy sola y estoy enferma. Vine a esta ciudad a comer, pero escasamente me ha cabido un postre de arroz con mango. Me he dejado timar de un conductor de tuk-tuk, pero al final a él le toca llevarme a una droguería y regalarme una barra de mentol porque yo ya no puedo bajarme de su vehículo a ver las joyas rebajadísimas y los Budas de barrio. No es un paseo en el que haya aprendido gran cosa, tal vez por la falta de lucidez. Traje un libro nuevo pero la fiebre no me ha permitido leerlo.

En este lado de la ventana se ve pasar el mismo libro. Tiene las esquinas gastadas y una postal metida entre las páginas. Alguien le propone a alguien más volver a una ciudad de techos rojos con chimeneas. No es a la persona de este lado ni la del otro; se necesita pasar por otros sitios —otros puntos en el tiempo y el espacio— para vislumbrar ese yo con el que el remitente quisiera viajar en un futuro. Cabe anotar que ese futuro tampoco pertenece a ninguna de las dos caras de la ventana, pero la postal hace caso omiso y deja la invitación abierta. Doy unos cinco pasos durante los cuales sé que estoy pensando exactamente lo mismo allá y acá: que este lugar tiene un doppelgänger en las antípodas. Mi asombro se suma a las similitudes del paisaje.

Al sexto paso, la ventana se cierra. La melaza humana que me envuelve desaparece. Mis huesos ya no amenazan con desmoronarse en cualquier momento. Lo único que permanece es el libro. Me agrada la sensación, aún con el desconcierto que trae. Me gusta saber que cada vez que vuelvo a mi casa, por un brevísimo instante, estoy en Bangkok. O que esa vez que estuve en Bangkok casi vuelvo a mi casa, pero no alcancé a cruzar el Portal (Interdimensional) de la 80.

Sia

Pienso en ella todo el tiempo. Pienso en ella porque hacerlo es como pensar en mí misma. Y la verdad es que tengo miedo de escribir al respecto porque temo ser incapaz de abarcarla en un par de párrafos. Pero no me refiero a ella, la rubia guardiana de los perros novia de JD Samson, sino a la voz, la voz. La voz que fue mi propia angustia durante diez horas de vuelo sobre Eurasia, la que fue los Alpes y los trenes y los ríos y quien me esperaba al otro lado. Desde que la conocí, Sia ha representado la musicalización de todo lo que ocurre dentro de mí.

Ahora creo que tal vez debería hablar de ella —ella— también, porque si bien siento que su música soy yo, yo definitivamente no soy ella (¡pero cuánto quisiera!). Ella, Sia Furler, la australiana que no teme olvidar la letra de sus propias canciones en concierto. O que no le tiene miedo a nada, más bien. Embute la cabeza en una bolsa de malla para un video, se disfraza de una cantidad de cosas absurdas, se raya la cara, deja que las disqueras la despidan antes de hacerle caso a algo que no sean sus propias emociones. Sia va y vuelve de la dicha a la tristeza a la dicha, y en ese oleaje es posible verse uno mismo reflejado y asociar su propia marea a la de ella. Entonces se hace cercana e indispensable.

Cuando la escuché por primera vez, por recomendación de una amiga, recuerdo que me advirtió “no sé si me gusta o no”. Yo lo dejé así por un tiempo, qué es esto como tan raro no lo sé averigüemos después, pero al adentrarme un poco más con cautela playera caí irremediablemente. Y aquí estoy. Rodeada de ella, viviendo en ella, tratando de explicarla sin mucho éxito. No resta sino dejarla en manos de ustedes, a ver si su mundo también alcanza a teñirse de la voz de Sia.

Sia – I’m in Here from David Altobelli on Vimeo.

A los viajantes

Cuando den el paso en el vacío y ya no puedan devolverse por estar cayendo en picada, abran los ojos y observen el abismo al que se entregan. Con el viento en la cara no habrá tiempo de pensar en el miedo, y en la transformación de las distancias descubrirán que la oscuridad no es tal. Seguramente en el camino las ramas secas les rasguñarán la cara y tal vez se partan más de un hueso contra los peñascos, pero cada herida es una enseñanza para el siguiente tramo; cada cicatriz, una lección aprendida. Sepan de una vez que nunca volverán al risco del que partieron. Más adelante lo volverán a ver, pero será desde otro ángulo muy diferente. No le pregunten a nadie cómo será todo allá abajo; no se puede viajar con ojos ajenos. Dense el lujo de no pedir más certezas y armen su propio mundo desde la nada. Por último, permítanse un tumbo en el estómago, pero solo uno, en el instante de notar la ausencia del suelo firme. Después de eso no quedará más sino sonreír al saberse volando.

Postfeminismo

Vivimos en una época en la que podemos darnos el lujo de decir que ya trascendimos el movimiento feminista y no lo necesitamos más. Sin embargo, no por eso debemos olvidar de dónde venimos. Hemos tenido que hacernos grandes preguntas para poder llegar a las pequeñas. ¿Quiero levantar pesas? (¿Puedo hacer deporte?) ¿Quiero dirigir un país? (¿Tengo voz y voto?) ¿Quiero pagar mi parte de la cuenta? (¿Tengo independencia financiera?) ¿Quiero ser científica o astronauta? (¿Puedo estudiar?) ¿Quiero hacerle la cena y plancharle la ropa al hombre que me gusta? (¿Acaso la palabra no es “debo”? ¿Puede gustarme una mujer?) El feminismo nos ha traído opciones donde todo lo que teníamos eran deberes.

Betty Friedan cuenta que, durante la segunda guerra mundial, las mujeres norteamericanas llenaron los vacíos que dejaron los trabajadores de las fábricas que fueron reclutados. La propaganda hizo que la fuerza bruta en la mujer no fuera indeseable en esa época. Una vez terminada la guerra, empero, los hombres tuvieron que retomar sus puestos y las mujeres debían dejárselos. ¿Cómo lograrlo? Fácil: convenciéndolas de que encerradas en una urna de cristal llena de electrodomésticos serían reinas. Una campaña sumamente efectiva, si tenemos en cuenta que todavía creemos que el trato caballeroso es deferencial y no condescendiente, y que no deberíamos intentar sobreponernos a nuestras desventajas biológicas. Un error común al hablar del movimiento feminista es pensar que su objetivo es hacer que la mujer sea igual al hombre y ver esto como algo malo. Posiblemente esto derive de las asociaciones negativas que conlleva la masculinidad, como la violencia física. No obstante, ¿por qué tiene que ser tan malo querer lograr lo que ellos han logrado? Ninguna mujer correría una maratón hoy en día si Kathrine Switzer no hubiera creído en 1969 que podía hacer lo mismo que los hombres.

¿Para qué queremos el poder? No necesariamente para convencer incautos y llevar el mundo al caos. Queremos el poder para tomar nuestras propias decisiones, ya sea sobre nuestro cuerpo o en el ámbito político. Queremos el poder para que nuestros roles e intereses no nos sean impuestos y para que el día que queramos demostrar que somos capaces de algo, de lo que sea, nadie nos diga que por ser lo que somos no vale la pena. En ese sentido, aún distamos mucho de poder considerarnos una sociedad postfeminista.