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Sesenta y cinco turnos

El banco está a reventar. Frente a las cajas hay un número muy optimista de sillas en torno de las cuales hay un montón de gente parada, resignada, extrañamente paciente. El sistema de papelitos numerados acabó el año pasado con las filas intimidantes y ya uno no sabe en qué lío se está metiendo sino hasta que se da cuenta de que está a sesenta y cinco turnos de hacer un pago urgente.

Yo estoy a sesenta y cinco turnos de hacer una transacción cuyo plazo se acaba hoy. Existe la posibilidad de que me manden algo del trabajo para entregar lo más pronto posible pero lo rechazo porque he perdido toda noción de mi futuro cercano. Alcanzo a ir a otro banco y hacer una averiguación. Regreso: nada ha cambiado. A mi lado una pareja de costeños mayores se plantea la posibilidad de que los números vayan de diez en diez, porque la discrepancia entre el que está impreso en el papel que tienen en la mano y el que sale en la pantalla simplemente no puede ser. Pero es. Deciden irse a otra sucursal. Casi al mismo tiempo queda un puesto libre para sentarme. En realidad no es uno sino medio puesto, ya que en cada hilera hay tres sillas amplias pero en una decidieron apretujarse cuatro y nadie restableció el orden normal cuando el cuarto ocupante se fue. Por un momento se me ocurre que podría más bien pasar el tiempo en el supermercado, pero un puesto en el banco es algo que cuesta conquistar y no hay que abandonarlo así como así. Me acomodo y saco un libro de Isaac Asimov que cargo para este tipo de circunstancias.

Entre las personas de pie aparece un señor con un casco rojo. Su pinta casual hace que sea difícil determinar si de repente tuvo que dejar su trabajo a medias o si el casco es un fashion statement. Si la opción número dos es la correcta, debo decir que lo lleva muy bien.

A veces entran personas que habían decidido irse a hacer otras cosas mientras les toca su turno. En algunos casos llegan justo en el momento preciso y caminan con paso seguro de la puerta a la caja que les corresponde. Otras veces frenan en seco y miran con decepción su papel, luego la pantalla, luego el papel otra vez. Ya es demasiado tarde y no les queda energía para pedir otro turno y repetir la operación en busca de mejor suerte.

Detrás mío hay un papá con su hija. La niña habla animadamente de una infinidad de temas sin transición alguna entre uno y otro. El papá la escucha y corrige su pronunciación, paciente pero firme. Tran. Tran. S. S. Trans. Trans. Transportar. Tranksportar.

La lectura me transporta (¿tranksporta?) a mi adolescencia, a las vacaciones en la finca de mi abuelo sin más opciones de entretenimiento que un par de libros de Asimov y un montón de Selecciones del Reader’s Digest. Me quedaba horas en la hamaca leyendo. Ahora me pregunto qué hacía mi hermana mientras yo leía. Cuando nos acompañaba mi primo el tipógrafo, la lectura pasaba a un segundo plano y los tres nos dedicábamos a buscar caminos y recorrerlos para ver adónde nos llevaban mientras jugábamos a que éramos científicos exploradores. Detesto haber perdido el contacto de mi primo el tipógrafo.

De repente estoy a cinco turnos de que me llamen y ya no me puedo concentrar en el libro. Muchos portadores de papelitos han claudicado ya y el banco ha quedado casi vacío. Ahora la voz computarizada que anuncia nuestros números los va saltando rápidamente al notar los cajeros que aquellos clientes ya no llegarán. Toca poner mucha atención y brincar apenas digan “H155” como si de un bingo se tratara, no sea que me confundan con otro turno perdido.

Cavorite dice que ser adulto es hacer vueltas porque ya nadie las va a hacer por uno. Salgo del banco como si nada, como si no hubiera pasado quién sabe cuánto tiempo esperando para hacer una operación brevísima, y me dirijo al supermercado. De allí emerjo poco después arrastrando una caja gigante de cereal. La definición de Cavorite es muy cierta, pero desde hace unos años yo tengo una adicional: ser adulto es ganar plata para luego tener la libertad de comprarse con ella todo un kilo de Corn Flakes.

Lucky Winner

Olavia Kite ofrece una entrega más de sus emocionantes aventuras en el mundo burocrático. Hoy: solicitando una visa de turismo en la Embajada de Estados Unidos en Tokio.

Saltémonos los preparativos. O mejor no. Anotemos que la foto del documento me la tomé acá en mi casa y la mandé imprimir en el combini mucho más barato de lo que cobra el fotomatón (bonita hora de enterarme). Anotemos también que volé en la bicicleta a menos cinco grados centígrados y recordé a los valientes soldados de la guerra de Corea porque llegué a la estación del Tsukuba Express sin dedos. Por último, y tal vez sin razón, reservemos un espacio a la visión de canastas y botas subiéndose al metro en Tsukiji y bajándose en Ginza, o a la inmensa y verdosa fachada de aquel lujoso hotel en Toranomon, congelado por siempre en 1962 con James Bond atrapado en uno de sus bares.

La Embajada, como era de esperarse, era un fortín custodiado por tanquetas y vigilantes que no permitían cruzar las calles aledañas. En vista de que llegué quince minutos demasiado temprano a mi entrevista, me puse a dar vueltas por ahí y encontré que en los combinis alrededor vendían onigiri de Spam (¡como en Hawaii!). Me habría comprado uno si no hubiera sido porque en el tren me había embutido uno de kanikama (palmitos de mar con sabor a cangrejo) y uno coreano picante buenísimo de cerdo con ajonjolí y gochujang. Además, los nervios me tenían sin rastro de hambre ni sed y a la entrada de la embajada confiscaban comestibles y tijeras.

Empujé una puerta pesada y me encontré en un lugar oscuro, con letreros improvisados mal colgados sobre las ventanillas y una multitud de sillas vinotinto organizadas en filas como una casa de oración de barrio. Me pregunté si todo estaba diseñado para bajarle la moral a la gente. El recinto estaba a reventar. Me ubiqué donde pude y abrí un libro. Pronto se sentó una mujer a mi lado, y segundos después llegó su olor. Era una nube repugnante que tardó en asentarse. Cada vez que ella se movía, el hedor remontaba vuelo para reacomodarse y me golpeaba la cara, interrumpiendo mi lectura contraída en una mueca agria. Aproveché la toma de huellas para buscar otro puesto, pero inexplicablemente ella se dio mañas para localizarme y volverse a sentar cerca. A veces me miraba. La ignoré como pude.

Lo que empezó a angustiarme no fue el paso del tiempo de por sí. Yo sabía que el tiempo pasaba pero no a qué velocidad, no había manera de saberlo con las vidrios ahumados y ningún reloj a la vista. Llamaban números y números y números a las ventanillas. Recordé varias veces el capítulo de Community en el que el estudiante con síndrome de Asperger sabotea sin querer un experimento aguantando 26 horas en una sala de espera. Yo también podría lograrlo. No me queda de otra, en todo caso. Tengo sed. Retomaré la lectura. No entiendo. A ver, otra vez. ¿Tanto tiempo llevo sin leer un libro en español? No logro saber de qué se trata esta novela. Miremos la contraportada. ¡No! ¡La regla es no leer las contraportadas! Oh, no, alcancé a leer media frase, ahora ya sé qué esperar. Trataré de olvidarlo. Volvamos adentro. Hay escritores de ciencia ficción. Yo quería ser escritora de ciencia ficción. ¿Será por eso que me regalaron este libro? Pero ya no se me ocurre nada. ¿Qué habrá pensado esta persona al sentarse a hacer este libro? ¿Cómo pudo escribir tanto? Me imagino al autor sin rostro en un trance dele y dele y dele al teclado a toda. Estas frases parecen escritas así, febrilmente. ¿Cómo se le ocurren a uno historias? ¿De dónde salen los personajes y cómo los sigue uno? Yo no puedo escribir cuentos. Nunca terminé uno. ¿Segura? Segura. ¡Otra vez te saltaste una página entera haciendo ademán de leerla!

Cerré el libro y me dediqué a observar a la gente que pasaba justo frente a mí. El señor encargado de la mayoría de entrevistas se veía simpático. Ojalá me toque ese. Las potenciales estudiantes de inglés—one year,… Nebraska,… hajimete…—recibían una hoja y decían “thank you so much!” como si acabaran de ganarse un premio. Los no-japoneses no corrían con tanta suerte. Una asiática de quién sabe qué país o algo así tuvo que recibir de vuelta su cerro de documentos después de un interrogatorio larguísimo. Dos soldados estadounidenses querían llevar a sus novias de paseo. La señora asquerosa, cuyo país no me atrevo a adivinar por miedo a imponer un estigma sobre todo un pueblo mil veces más limpio que ella, tenía una hija y estaba haciendo un doctorado. Iba a una conferencia. Un japonés especializado en manga tenía que remitir más pruebas de ser quien decía ser. ¿Tan poca gente queda en la sala? Cada vez eran más complicadas las conversaciones entre solicitantes y funcionarios. ¿Qué habré hecho mal yo para que hayan relegado mi solicitud al final? Ya sé: mi foto es muy oscura. Saipán no es un destino turístico válido. No imprimí como debía ser la hoja que mostraba la fecha y hora de mi cita. No entregué suficiente información. Me queda poco tiempo en Japón. Soy colombiana.

El amable rechazo de la solicitud de una pareja de amigos (¿mongoles?) que estaban a punto de graduarse de alguna institución —I’m sure you two are great guys, but…— me hizo preguntarme si estaba cargando aún la bolsa pesada porque el cuello me empezó a doler terriblemente (respuesta: no, era la tensión). Seguro me iba a decir a mí lo mismo. ¡Pero irme a vivir ilegalmente a Saipán sería una idea malísima!, diría yo inútilmente. Y entonces me tocaría correr a la universidad y pedir que me dieran el pasaje de regreso a Bogotá por Air Canada y me tocaría quedarme una noche en Toronto y no no no no no no no no…

El señor de la ventanilla de enfrente estaba teniendo problemas escaneando un código de barras de una carpeta de solicitud. Tomó el pasaporte que lo acompañaba. Miró la foto. Extendió la mirada al otro lado del vidrio. Me vio. Volvió a mirar la foto. Volvió a mirarme. Le sonreí con toda felicidad y asentí con la cabeza. El funcionario —en efecto, supremamente amable— me pidió disculpas por hacerme esperar tanto. “You must be the last one”, dijo. “Next to last”, corregí. Hubo entonces una mención de mi historial de viajes culminada en “You do a lot of travelling… and you get to go again!” “Yay!!!” fue lo único que atiné a responder. Conque así de fácil era. Ahora yo, como las estudiantes japonesas, era una feliz ganadora.

Me devolvieron mi teléfono y salí al sol. Eran las 12:30. En calidad de campeona, buscaría mi premio: un merecido almuerzo.

[ This Is It — Michael Jackson ]