Monthly Archive for July, 2009

Jesca Hoop, Seed of Wonder

Tengo un amigo. Un amigo de coincidencias y libros y puntas de loma en tardes soleadas. Tal vez es más que un simple amigo—no lo sé a ciencia cierta; podría condensar todo el conocimiento que tengo sobre él en poco más de cinco días o expandirlo a unos seis años de silencios esporádicamente interrumpidos. Entre esos silencios suelen colarse fragmentos maravillosos de música. Esta historia tiene que ver con uno de aquellos fragmentos.

Hace unos años, cuando llevaba poco tiempo viviendo en un lugar donde nada me pertenecía, encontré un post en el blog del personaje en cuestión. Era una cita del New York Times donde se hablaba de una cantante recién descubierta cuya música sonaba “como si proviniera de un país imaginario y ella cantara en el inglés acentuado de aquel país”. En esa época Jesca había sido invitada al programa de Nic Harcourt, “Morning Becomes Eclectic”, famoso por haber puesto al aire a Norah Jones y Coldplay antes que todos los demás. Movida por la curiosidad (y por el insoportable silencio de la biblioteca), me las arreglé para bajar las únicas dos canciones que la cantante ofrecía gratuitamente en su página.

Y entonces sonó “Enemy”.

Si existe una manera de describir lo que oí ese día, para mí sería un largo hilo plateado y turquesa fluyendo lentamente, un río de lentejuelas bajo el sol que se cuela a través de las ramas. Cada canción es como una ventana a un paisaje diferente, una serie de atardeceres en un viaje surreal. A veces hay olas que chocan frenéticamente contra acantilados azotados por gaviotas, un caos que surge de la nada para luego retornar a la calma. Como Björk o Regina Spektor, Jesca Hoop no parece seguir más lineamiento que su propia inspiración para dar forma a su voz, con un resultado que a mí aún después de todo este tiempo no ha dejado de erizarme.

Jesca Hoop podrá no haber saltado (aún) al estrellato que les sonrió a Chris Martin y a Norah Jones hace unos años, pero ahí está—su voz deslizándose por entre los resquicios del silencio, una música que es como nadar en un lago de noche (Tom Waits dixit). Yo todavía recuerdo mi primer encuentro con ella, con aquel caudal pequeño y chispeante que me atravesó por completo. Y entonces, inevitablemente, lo recuerdo a él.

Remember the Time

Cuando mi mamá vivía en Nueva York, Michael Jackson era solo un niño—un niño que tenía boquiabierto a todo el mundo con su voz. Era desconcertante ver a alguien tan pequeño apoderarse así del escenario. Entre el trabajo, las clases de inglés y las salidas a vitrinear, mi mamá (quien aún no era mi mamá) andaba fascinada con ese muchachito.

El tiempo pasó. Mi mamá volvió a Colombia, se graduó, se casó y me tuvo. Mientras yo crecía con un cuaderno en el piso y un esfero en la mano ella ponía en el tocadiscos “Don’t Stop ‘Til You Get Enough”, canción que aún tiene la facultad de transformarla en una máquina de bailar y cantar. Luego llegó mi hermanita a presenciar el mismo ritual, y así terminó pidiendo el HIStory de regalo años después. Nos emocionaba el video de “Black or White”, pero el de “Earth Song” no nos gustaba tanto porque nos hacía llorar.

En mi casa Michael Jackson siempre ha sido un tesoro musical inmarcesible. Sin importar las desconveniencias de su vida privada ni el misterio en el que se convirtió su piel, para nosotros nunca dejaría de ser aquel chico sonriente y bailarín enfundado en trajes algo estrambóticos. Su música era lo único importante, y nunca entendimos por qué la gente había olvidado eso tan rápidamente al ir en pos del fenómeno de circo en el que se había convertido.

Hoy mi hermana me habla desde Argentina, triste. Me habla de “Black or White”, del HIStory, de mi mamá. Nos preguntamos si ya se enteró, si en Cuba ya lo saben. Me gustaría haber podido decírselo directamente, me habría gustado estar ahí con ella. Ahora tendremos que ignorar no solo que la vida de Michael Jackson ha cambiado, sino que además acabó, y mantenerlo sonriente y bailarín en la memoria, en cada canción que pongamos.

Buen día, señor boticario

Lo primero que hice al regresar a Colombia fue salir a comer ajiaco con Márquez, uno de mis mejores amigos y buen conocedor de mi adolescencia. Lo segundo fue ir a una farmacia a comprobar la existencia del misterioso boticario que se me aparecía cada noche a medianoche para hablarme de Claudine Longet y de las propiedades terapéuticas del banano.

Márquez parqueó su auto justo enfrente de un escaparate lleno de perfumes, una tienda con el techo rebosante de mercancías de plástico que un sujeto de camiseta morada intentaba bajar trepado sobre una butaca—o tal vez eran unas escalerillas, no me fijé. Era una camiseta morada con gafas de marco negro grueso. La pinta estaba tan fuera de lugar que tenía que ser él.

El plan de acción era pasar frente a la puerta, detallarlo brevísimamente y emprender la huida. La coartada: mi celular sin minutos. Seguro en la papelería del lado venderían tarjetas prepago. Buenas, ¿tiene tarjetas de celular? No, pero en la droguería sí hay. Rayos. Márquez se retiró grácilmente.

En el viejo local, sola en mi ridícula empresa, me aproximé a un hombre de bata blanca y le hice mi pedido. De inmediato él llamó el nombre de mi otrora interlocutor nocturno. Oh, no. Entonces sentí una mano en mi brazo, y frente a mí pasó una sonrisa completamente nueva, aunque sus ojos expresaban haberme visto mil veces ya. Con tono socarrón me preguntó por mi supuesto acompañante. Reparé en su barba dispareja. La tienda se llenó.

Una pareja pidió la insólita combinación de Aciclovir y condones. Aguanté la risa frente a una estantería llena de camioncitos mientras el boticario explicaba la diferencia de precios entre el Aciclovir de marca y el genérico y le entregaba a la pareja una caja repleta de preservativos de todas las variedades para que escogieran. En algún punto del intercambio con los clientes él sacó un libro y me lo mostró—La insoportable levedad del ser, de Kundera. No recuerdo con qué gesto contesté, supongo que sonreí. “No te vayas”, me dijo. Me quedé un rato más, mirándolo de reojo. Nunca dejó de parecer un librero invitado a atender una farmacia por un día.

Finalmente, frustrada por la afluencia de clientela y la imposibilidad de sostener el más ligero asomo de conversación, tuve que regresar al carro de mi amigo. El boticario me dio un abrazo más bien guango y me fui.

Las probabilidades de volverlo a ver serían mínimas. Tarde o temprano su voz perdería claridad y cuerpo—se aplanaría hasta quedar convertida en simples palabras escritas. El rostro a medio afeitar, la sonrisa pícara, la mirada tímida, se diluirían pronto en el olvido.

¿O no?

[ Until It’s Time for You to Go — Claudine Longet ]