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いちご

Hace un año regresé de Bangkok a Tsukuba. Estaba muy enferma. La noche anterior me había comido el único pad thai de lo que quería ser un viaje gastronómico pero resultó en un camarote frente a un intoxicado austríaco. Pero creo que de esto ya he hablado; nunca sé qué le he contado a quién y mis amigos se arman tener paciencia y me dicen “sí, eso ya me lo contaste”. Cada vez que oigo eso me siento como de noventa y seis años. “Sí, abuela”.

Debe estar haciendo frío en Japón. Pienso en eso todo el tiempo. Pienso en los ciruelos florecidos que ya no puedo ver. Y en las fresas. Debe haber fresas de todos los tamaños y precios en los supermercados. Los ponen en cajitas transparentes encima de cajas grandes de cartón, blancas con letras rojas: いちご (“ichigo”). Era rico comer fresas con leche condensada. Mi mamá habla de las fresas como si fueran cualquier cosa; están ahí en la tienda y ya. Pero en Japón son especiales. Son frutas de invierno, de invierno nada más. Uno ve las fresas y sabe que hace frío afuera. Y entonces las chocolatinas vienen con sabor a fresa, y la leche y el mochi con fríjol. Chocolatina Meiji 70% fresa. Todavía me quedan algunas que traje y dejé olvidadas por ahí. Ahora deben saber a plastilina.

“Ichigo” también se escribe en kanji: 苺. Es un kanji peculiar, me parece a mí, porque contiene el radical de hierba (la rayita cruzada dos veces de arriba) y el caracter de “madre” (母). ¿Será la fresa la madre de las frutas?

Odio lo que escribo.

2011

Nara – Osaka – Tokio – Bangkok – Saipán – Nagasaki – Kobe – Kioto – Tsukuba – Bogotá – La Dorada – Buenos Aires – Nueva York – Bogotá – Buenos Aires – Valparaíso – Viña del Mar – Santiago – Lima – Bogotá.

En general no fue un año muy feliz que digamos. Ahora me falta un abuelo, y encima se me acabó Japón y no me pude despedir. Pero bueno, también tuvo sus partes rescatables. Me gradué —sin ceremonia pero con hakama—, viajé, viajé, viajé, viajé y viajé, lloré con Madama Butterfly —y su tierra me acogió en el peor momento de mis cinco años de vida nipona—, hice realidad mi sueño adolescente de conocer una isla casi inalcanzable (¡donde los niños tocan ukulele en el colegio!), tuve encuentros bonitos y pasé una temporada más o menos larga conociendo Chapinero con Cavorite. Ahí hay buenos recuerdos para compensar, al menos, aunque la tristeza no halla una manera de desaparecer del todo. Ahora no veo nada en el futuro, entonces qué más da que llegue el año nuevo.

Este es un dibujo de mí misma tumbada de costado en la cama. Estoy mirando fijamente un punto indeterminado en la pared o más allá. Tengo que agregar unas notas musicales alrededor para indicar que está sonando un disco de Jesca Hoop —I’ve come to see that beauty is a thing that is without grace—. Al lado hay un paralelogramo negro a través del cual se deberían ver lucecitas, pero no es necesario tanto detalle. A veces creo que tengo los ojos abiertos como platos (un par de paréntesis encerrando unos puntos) y a veces creo que deberían ir entrecerrados (cada uno una T con el tronco muy corto). Tampoco sé si hacerme el peinado que tengo ahora o si dejar una Olavia estándar sin capul y pelo larguísimo. Creo que me decantaré por la Olavia estándar.

Voy a calcar el cuerpo en papel mantequilla y lo sobrepondré a unas rayas burdas en otras hojas. Ahora Olavia está en la parte inferior de un camarote. Afuera la esperan el Chao Phraya y un sinnúmero de manjares pero ella solo espera no terminar de morirse. A sus pies hay otro camarote, y en él, un austríaco intoxicado.

En otra hoja hay un gran rectángulo azul con un árbol del que penden erizos de mar.

En otra, un futón en medio del kibble del fin del mundo.

Y así sucesivamente.

Hay una constante en este dibujo de fondo cambiante más allá del cuerpo tumbado en papel mantequilla que no me he molestado en reproducir sino que apenas muevo de aquí a allá. No entiendo bien qué es. Posiblemente tiene que ver con que el dibujo en una hoja desearía estar en la otra, y cuando pasa a la otra extraña la siguiente. O tal vez es el eterno estado pasmado. Tal vez el dibujo en el cuarto siente que ha estado pasmado y perdido en todos esos otros escenarios pero en realidad solo lo está ahí, en esa representación de aquí.

Dios, qué aburrida estoy. Me pica quedarme en el mismo lugar mucho tiempo. Necesito despegarme de aquí, así sea para hacer la misma cara de lánguido desconcierto en otro paisaje.

Divagación indigesta

Extraño mucho el arroz con curry japonés. Bueno, tal vez no en este preciso instante puesto que estoy a punto de vomitar un curry “tailandés” de un popular restaurante “asiático” bogotano. Supongo que debo anotar que no fracasan del todo los dueños de esta franquicia: la evocación asiática se logró en cuanto a que el malestar que tengo ahora podría equipararse en cierto modo al que me mantuvo al margen de todo manjar en Bangkok. La diferencia es que en Tailandia me enfermé mucho antes de darle un primer bocado a cualquier cosa, y aquí fue la comida la que me enfermó. Siento que no voy a poder volver a darle nada sólido a mi estómago en mucho tiempo.

Quería escribir acerca del kare raisu que preparaba Minori y el que servían en las cafeterías de la Universidad de Tsukuba, pero el dolor —y la vívida evocación de ese potaje grasoso color anaranjado que me comí al almuerzo— no me deja. No obstante, mi estómago aún tiene el criterio para anhelar (¡pese a todo!) un buen curry con tonkatsu del viejo cocinero de Ichinoya, mi dormitorio-cárcel.

Bueno, no es más porque no puedo más. Deséenme suerte esta noche.

El Portal de la 80

Frente a la entrada al Portal de la 80 en Bogotá hay un puente peatonal. Está rodeado a cada extremo por una especie de feria callejera que se transforma a lo largo del día. Por la mañana son solo los vendedores de yogur con cereal, minutos a celular y periódico, pero al caer la tarde el aire empieza a oler a manteca y se prenden luces de neón bajo las sombrillas. Aparecen entonces comediantes con su público repartido en tres bancas, cantantes terribles que suenan durísimo pero nunca se ven, y el fondo de música electrónica para animar el perro caliente con gaseosa en caso de que el resto de ruido falle. Esto, en el extremo norte. El extremo sur, que en la mañana solo reúne trabajadores que luchan a muerte por un taxi, cuenta en la noche con ventas de ponquecitos de tracción a pedal y un mostrador de ropa al aire libre. No cuento esto con mucho agrado: la verdad es que me molesta el desorden, aunque prefiero esa caótica presencia de vida antes que tener que cruzar la avenida desierta.

Cada vez que me encuentro bordeando la ropa bajo la rampa del puente, tengo un dejà-vu que me deja parada en una avenida en el distrito de Siam. Encima de nuestras cabezas pasa el Skytrain, cuyas estaciones me recuerdan —ahora, no entonces— las del metro de Medellín. Es de noche; no se puede transitar por el andén porque está completamente invadido por rejas cubiertas de ropa y relojes, además de sus respectivos compradores. Los puestos son exactamente iguales a aquel del puente que acabo de cruzar. Incluso la iluminación más bien pobre es igual. Es como si ese pasadizo a la entrada de mi barrio fuera una ventana hacia otra dimensión, otro tiempo. En el tiempo de allá voy sola y estoy enferma. Vine a esta ciudad a comer, pero escasamente me ha cabido un postre de arroz con mango. Me he dejado timar de un conductor de tuk-tuk, pero al final a él le toca llevarme a una droguería y regalarme una barra de mentol porque yo ya no puedo bajarme de su vehículo a ver las joyas rebajadísimas y los Budas de barrio. No es un paseo en el que haya aprendido gran cosa, tal vez por la falta de lucidez. Traje un libro nuevo pero la fiebre no me ha permitido leerlo.

En este lado de la ventana se ve pasar el mismo libro. Tiene las esquinas gastadas y una postal metida entre las páginas. Alguien le propone a alguien más volver a una ciudad de techos rojos con chimeneas. No es a la persona de este lado ni la del otro; se necesita pasar por otros sitios —otros puntos en el tiempo y el espacio— para vislumbrar ese yo con el que el remitente quisiera viajar en un futuro. Cabe anotar que ese futuro tampoco pertenece a ninguna de las dos caras de la ventana, pero la postal hace caso omiso y deja la invitación abierta. Doy unos cinco pasos durante los cuales sé que estoy pensando exactamente lo mismo allá y acá: que este lugar tiene un doppelgänger en las antípodas. Mi asombro se suma a las similitudes del paisaje.

Al sexto paso, la ventana se cierra. La melaza humana que me envuelve desaparece. Mis huesos ya no amenazan con desmoronarse en cualquier momento. Lo único que permanece es el libro. Me agrada la sensación, aún con el desconcierto que trae. Me gusta saber que cada vez que vuelvo a mi casa, por un brevísimo instante, estoy en Bangkok. O que esa vez que estuve en Bangkok casi vuelvo a mi casa, pero no alcancé a cruzar el Portal (Interdimensional) de la 80.