Archive for the 'estados unidos' Category

The Sounds of Silence

Hace dos años, durante un largo viaje por tierra a través del desierto, Cavorite y yo paramos en algún punto del Valle de la Muerte para tomar un par de sorbos del café que llevábamos. Había caído la noche y frente a nuestro carro alquilado había un letrero que explicaba algo sobre el paisaje que teníamos ante nuestros ojos, un paisaje que bien podía no existir porque no podíamos ver absolutamente nada. Después del tentempié apagamos todas las luces y esperamos a que nuestras pupilas dilatadas hicieran la magia de abrir el velo negro que nos recubría y revelar la presencia de la Vía Láctea en el cénit.

Mientras mirábamos hacia arriba, maravillados, me percaté de algo de repente y le pedí a Cavorite que aguzara el oído:

Silencio.

Creo que esa fue la primera vez en mi vida que pude apreciar el silencio absoluto.

La oportunidad se presentó de nuevo unos días más tarde, en Monument Valley. Nos topamos con unas turistas japonesas que venían de un sendero que daba vuelta a una roca; lo tomamos y, pocos metros después, se desplegó ante nosotros el valle verde y terracota sumido en la más intensa quietud. Nuevamente le pedí a Cavorite que aguzara el oído y allí nos quedamos un rato, absorbiendo el vacío.

El viernes pasado recordé estas dos escenas al despertar en Bogotá y notar que de las calles vecinas, otrora rebosantes de pitos furiosos, no venía ningún ruido. Me quedé en la cama escuchando este singular acontecimiento, rememorando y preguntándome si la gente a mi alrededor también lo habría notado. Me los imaginaba aguzando el oído como nosotros en el desierto, admirando este milagro de la ciudad.

Sin embargo, al cabo de un rato tuve que poner música para sacarme de mi estado contemplativo y empezar las labores del día. Al fin y al cabo, este no es el desierto.

Rica, famosa, latina

Mientras hago la primera parte de mi trabajo veo un reality que encontré en Netflix. Es tele basura recontra basura. Hay unas señoras mexicanas en Los Ángeles. Tienen mucha plata. Pelean a cada rato. Nunca entiendo por qué empiezan a pelear. Tampoco entiendo por qué siempre andan diciendo que es hora de acabar con la hipocresía pero nunca se dicen la verdad. Algunas se han hecho a su fortuna ellas mismas, otras andan gastándole la plata al marido. Me parece terrible desperdiciar lo que otro que se ha ganado con su esfuerzo. Y de qué manera.

No reconozco las tomas aéreas de Los Ángeles que salen de vez en cuando. Creo que solo reconocería la autopista que pasa al lado del Getty Center. Una vez la vi desde el aire mientras aterrizábamos en la ciudad. Esa vez salimos del aeropuerto, recogimos nuestro carro alquilado y nos fuimos a una panadería armenia. Como muchas cosas cosas en Los Ángeles, era uno de esos sitios donde a uno lo atienden mejor si habla en español. Resulta que, al retirarse, el dueño original de la panadería (armenio) se la dejó a dos de sus trabajadores (mexicanos). Entonces ahora venden el lahmacun de siempre pero al lado hay conchas, orejas y puerquitos de piloncillo. En una mesa está sentado un señor que se toma con calma su café mientras charla con el panadero. Cuando hacemos una pregunta sobre las conchas, el señor también opina. Esa familiaridad es lo que nos gusta de los negocios mexicanos en Estados Unidos.

Acabo de recordar que hubo un sitio en Estados Unidos donde los locales (definitivamente no mexicanos) parecían extrañamente interesados en nuestra vida. En Portland, un cajero en la librería Powell’s quiso saber qué iba a hacer yo en la noche sin ningún ánimo de caerme. Y un heladero nos preguntó qué habíamos hecho en el día y esperaba detalles al respecto. Pero la familiaridad de los negocios mexicanos de la que hablo no se trata de cosas como estas. Tiene más que ver con el cariño que uno le llega a tener a la sensación de hacer una transacción comportándose como si uno estuviera al lado de la casa de uno en su ciudad de origen. La seguridad ontológica de la tienda de barrio.

Finalmente me toca cambiar el reality por música. No entiendo cómo las señoras siguen siendo amigas e invitándose a todo tipo de eventos si en realidad no se aguantan. Obviamente voy a seguir viéndolo más tarde, pero por ratos toca limpiarse el oído como quien se limpia el paladar entre bocados con jengibre encurtido o pan.

Las vacaciones de mi maleta

A México solo he ido una vez en la vida, en 2014. Fue un paseo genial. Vimos una exposición de Yayoi Kusama en el museo Rufino Tamayo, desayunamos combinaciones de huevo con lo que se nos pudiera ocurrir y lo que jamás hubiéramos imaginado, le pagamos a un señor en la Plaza Garibaldi para que nos cantara unos boleros y me enfermé del estómago como nunca. Las fotos dan cuenta del progresivo hundimiento de mis ojos. Y luego me caí en un hueco en una calle oscura y quedé hecha un Cristo. Pero insisto, fue un paseo genial.

Creo que mi maleta quedó con buenos recuerdos de aquel viaje porque al regreso de mi última visita a Estados Unidos, donde tuve que hacer escala en Ciudad de México, esta no llegó a Bogotá. No la culpo: yo también quisiera volver a México a pesar de todo. Me la imagino sucumbiendo al aroma que expiden las ollas en los puestos callejeros —algo impensable para mi intestino delicado— y echándole ají a todo lo que se le atraviese. Sin embargo, tampoco la envidio del todo: Cavorite y yo estuvimos ahorita en Los Ángeles y eso es, en cierto modo, casi como estar en México directamente. De hecho, vimos una exposición en el LACMA sobre cómo se refleja en el diseño y la arquitectura el estrecho vínculo entre México y California. Durante nuestra estadía comimos tacos, sopes, tlayuda oaxaqueña y pollo con mole negro y tomamos champurrado con pan dulce. También tomamos atol de elote, pero eso es salvadoreño. Sabe igualito al peto que venden en la plaza de mercado de Anolaima.

La maleta llegó a mi casa poco después que yo, apenas al otro día. Fue un alivio, pero me habría puesto aún más contenta si me hubiera traído ajíes de souvenir.

Desayuno en Oakland

Ayer me levanté temprano y me fui a Oakland a encontrarme con una amiga que conocí en un curso de interpretación de conferencias hace poco más de un mes. Nos habíamos puesto cita para desayunar en un restaurante que le habían recomendado. A juzgar por el nombre del sitio (incluía la palabra “grill”), lo más probable era que la porción fuera a ser bastante más generosa de lo que suelo poner frente a mí en la mesa. Pero bueno, no le iba a hacer el feo a la invitación.

Pedí unos huevos benedictinos con pasteles de cangrejo y papas. Como era de esperarse, me sirvieron en una pieza de vajilla que sería más correcto denominar como bandeja. Alcancé a comerme un huevo y un pastel cuando de repente me empecé a sentir como si hubiera desayunado, almorzado y cenado al mismo tiempo y el paso de un solo bocado más por mi garganta fuera físicamente imposible. Yo miraba mi plato, desconcertada: estaba casi intacto. Pedí una caja para las sobras y nos fuimos.

Mi amiga y yo dimos una vuelta por el puerto. Nos tomamos fotos con la estatua de Jack London, vimos su cabaña (que en realidad es media cabaña y el resto réplica porque la otra media cabaña está en Canadá, también completada con pedazos de réplica) y nos cruzamos con un tipo con pinta de eterno viajero que decía good morning y otra vez good morning y luego con rabia good morning de nuevo. (Yo había contestado hi, pero al parecer esa no era la respuesta correcta. En fin, huimos.) También nos topamos con un grupo grande de gansos descansando al lado de una banca.

A medida que avanzábamos, mi llenura se fue convirtiendo en dolor y angustia. Necesitaba un baño. Hice todo lo posible por sostener la conversación como si nada, pero las palabras se fueron extinguiendo hasta que quedaron apenas granitos de ideas esparcidos entre risitas cortas.

Llegamos al centro y se hizo el milagro de encontrar la estación del Bart (el tren de cercanías de la bahía de San Francisco) sin mucho esfuerzo. Hora de despedirnos. El brillo de los edificios que se levantaban alrededor me hizo dar muchas ganas de quedarme explorando en vez de irme. Sin embargo, tuve que descartar esa idea en el acto.

El trayecto en tren fue más breve de lo que esperaba. Por contraste, la caminata hasta la casa fue un suplicio en cámara lenta. ¿Por qué las cuadras en Estados Unidos tenían que ser tan largas? ¿Por qué de repente estaba haciendo tanto calor? ¿Por qué tenía que ser tan inoportunamente mañosa la llave del apartamento?

No tuve tiempo de explicarle mayor cosa a Doña Stella, la mamá de Cavorite, cuando el cerrojo finalmente cedió y dejé mis cosas tiradas en el pasillo. Ella, generosa y dulce como siempre, me hizo un caldo.

La caja de sobras sigue en la nevera. No me atrevo a tocarla.

Kill Your (Culinary) Idols

Durante el primer fin de semana de mi más reciente estancia en San Francisco, Cavorite y yo organizamos un paseo a San José para conocer un supermercado japonés, Mitsuwa. Invitamos a Naoki, compañero japonés de la maestría de Cavorite en Pittsburgh, y ahora amigo de los dos.

Mitsuwa tiene sedes en California, Nueva Jersey e Illinois. La de Illinois la conocía yo porque Minori me llevaba allá cuando vivíamos en una esquina de Iowa. Inevitablemente, en algún momento terminé hablando de él. Mientras esperábamos por nuestro almuerzo en un restaurante les conté que lo único que extrañaba de él era su cocina, y que antes de que a Cavorite lo agarrara la fiebre culinaria yo anhelaba estar nuevamente con alguien que cocinara. Minori —corre un video imaginario ambientado en una casa rural japonesa de luz tenue— se la pasaba en la cocina con su mamá desde que era chiquito, y empezó a cocinar a los diez años. A veces me mostraba su libro de recetas, del cual yo no entendía ni un ápice. Naoki preguntó qué preparaba. (Aquí la cinta se corta abruptamente.) Yo solo recordaba el korokke (croquetas de papa), el karē raisu (arroz con curry) y el kurīmu shichū (estofado cremoso).

—Pero el karē y el shichū son cocina básica, ¿no?— dijo Naoki.

Palidecí ante la revelación. Yo misma puedo hacer karē y shichū sin problemas. El último rezago de admiración que me quedaba por mi primer novio serio se acababa de esfumar.

—Aunque el korokke es complicado—, fue el consuelo que me ofreció al verme así.

Tantas canciones y películas dedicadas a exaltar las virtudes del primer amor, a añorarlo profundamente, y resulta que todo es una colección de recuerdos distorsionados de una mente inmadura. Afortunadamente no hubo mucho tiempo para reflexionar al respecto porque llegaron nuestros platos —chirashi para ellos, unadon para mí— y pasamos a asuntos mucho más importantes.

Disciplina, disciplina y disciplina: una charla con Gianrico

Hoy fui a la Embajada de Estados Unidos a renovar mi visa. Recordando ocasiones anteriores en las que había llegado al sitio a las 7am y salido a las 2pm, me armé de libros y mi diario —que está atrasado—. Sin embargo, esta vez entré a las 7:15 y salí a las 8:00. Es increíble cómo avanza la optimización de procesos.

Después tuve que salir a hacer una vuelta con los de la oficina. Me llevé una gran sorpresa cuando me encontré en el grupo a mi amigo y colega Gianrico, a quien no veía desde hacía meses. Almorzamos todos juntos, hicimos lo que teníamos que hacer y nos despedimos, quedando solos Gianrico y yo para caminar hasta su escuela de alemán. En el trayecto hablamos de cómo hacer las cosas que queremos y deberíamos hacer en vez de mirar Netflix o Twitter o lo que sea que nos absorba el tiempo a punta de inutilidades. Concluimos varias cosas, a saber:

  • Si uno se va a meter a las redes, que sea para producir en vez de consumir.
  • En esta vida todo es cuestión de disciplina. La inspiración, la motivación, el talento innato y demás excusas son eso, excusas. Hay que hacer lo que uno quiere/debe hacer to-dos-los-dí-as, llueva, truene o relampaguee. Gianrico ha venido haciendo eso y ahora está terminando un proyecto bastante grande.
  • Antes de hacer las cosas uno tiene miedo, pero lo pierde mientras las está haciendo. Así pues, hay que estar en modo “durante” siempre.
  • Uno puede gastar el tiempo hoy haciendo algo que es un poco incómodo porque requiere esfuerzo pero que dentro de un año se reflejará en algo que le dé orgullo a uno (por haberlo hecho, al menos), o puede gastarlo mirando cosas que ni siquiera va a recordar mañana.
  • Uno dice que no tiene tiempo pero en realidad sí lo tiene, solo que lo desperdicia.
  • Los likes no miden nada. ¿Para qué ponerles cuidado cuando uno está haciendo lo que a uno le gusta? ¿Está haciendo uno las cosas por uno o por los demás?
  • Si no me gusta ir a una fiesta donde todos se conocen entre sí y yo no conozco a nadie, ¿por qué pretendo recrear la sensación en redes sociales?
  • Escribir ya, editar después.

Inspirada por la charla, llegué a casa y escribí un texto que había prometido para el newsletter de la asociación de exbecarios de Japón pero se me iba olvidando. Normalmente habría terminado de autosabotearme [inserte clics aleatorios por Internet], pero logré sacarme de encima cualquier idea que no fuera “yo puedo hacer esto fácilmente y lo voy a terminar pronto”, lo completé bastante rápido, lo envié y se sintió genial.

Lo otro que quería decir es que ver a Gianrico siempre me hace muy feliz. Es un gran, gran amigo y lo quiero montones.

Alaska (II): Tren a Seward

Para los que se preguntan cuándo es que trabajo si me la paso viajando, he aquí la respuesta: nunca dejo de trabajar.

El plan era llegar al hotel a medianoche, dormir hasta las 5am y salir corriendo a la estación para tomar el tren a Seward, un pueblo costero al sur del estado. Sin embargo, lo que ocurrió fue que llegamos, me puse la pijama, me metí a la cama y abrí el computador para terminar el trabajo que había venido adelantando en el aeropuerto de Long Beach. Entonces no es que haya descansado mucho que digamos. Lástima, porque era una cama muy cómoda. Mientras tanto, Cavorite dormía plácidamente a mi lado.

Al otro día, o más bien, al cabo de un ratico, me alisté en tiempo récord (¡fue realmente sorprendente!) y me asomé por la ventana: eran las cinco y el sol brillaba sobre las montañas de Anchorage con intensidad enceguecedora.

El hotel tenía servicio de shuttle para ir a la estación de tren. Creímos que nos había dejado pese a que habíamos bajado a tiempo, pero finalmente llegó. El conductor era un señor gordísimo y jadeante; la van apestaba a cigarrillo. Por el camino nos recomendó ir en Seward a un restaurante llamado el Showcase (“home of the Bucket of Butt”). Cuando estaba casado y vivía allá, nos contó, él y la esposa celebraban su aniversario comiendo primero un baldado de halibut apanado en el Showcase y luego yendo a comer algo más en otro lado. También nos recomendó probar las salchichas de venado.

—Ustedes comen carne, ¿no? Porque en Alaska “vegetariano” significa “mal cazador”.

Ya en la estación, pedimos un chai en leche de soya y un muffin en un puestecito atendido por dos jovencitas que se demoraban un montón en servir. A las pobres les hacían falta brazos para dar abasto con tantos clientes. No sé cómo hacen los que trabajan en esos cafés ultrarrápidos a los que uno está acostumbrado. Yo ya me estaba afanando cuando por fin nos entregaron nuestro pedido y nos subimos al tren.

Arrancamos. La guía del paseo (una chica muy bonita, de ojos azules enormes, pecas y dientes separados) empezó el recorrido contándonos que hasta ahora se iniciaba en el mundo de la interpretación turística y que había sido elegida para entrar al programa de entrenamiento de guías por sus buenas notas en el colegio. También nos habló de algunas calles de Anchorage, del centro comercial más grande de Alaska —al verlo me acordé del de un pueblo de Minnesota que visité cuando era adolescente, pero no logro recordar cuál pueblo era— y del nombre de un político por el cual los alaskanos no suelen escribir bien la palabra “diamond”. Las casas desaparecieron. En su lugar nos vimos rodeados de montañas cubiertas de nieve y sus respectivos reflejos en el agua. En medio de una laguna encontramos la silueta de un alce.

En nuestro vagón iba un grupo de mexicanos (adultos y niños) que sonaban como un doblaje en vivo. Los niños gritaban “¡óoooraaaaleeee!” cada vez que veían algo sorprendente. Cascadas, cañones, glaciares lejanos: todo se llevaba su respectiva exclamación. Al parecer eran dos familias emparentadas y los niños eran un grupo de primos. Cuando algunos de ellos se pusieron a llorar, uno de los adultos les advirtió que la señorita (la guía) iba a venir y sacar del tren a los niños que lloran. Poco después, la guía entró al vagón. Silencio sepulcral.

El tren tenía un vagón panorámico donde uno podía sentarse un rato y apreciar mejor la vista. Fuimos un par de veces, pero el silencio lo ponía a uno a cabecear. Era como un templo de contemplación solemne de la naturaleza. Entonces concluimos que estábamos mucho mejor con los niños ruidosos que nos tenían muertos de risa.

(Niño: Juguemos a molestarnos el uno al otro.
Niña: ¡Ay!
Niño: Juguemos a lastimarnos el uno al otro.)

Al cabo de varias horas, cuando el asombro menguó y nos acostumbramos a los bosques interminables, la nieve y los postes de telégrafo a medio caer, llegamos a Seward.

Alaska (I): Retransmisión e interrupción del crepúsculo

Hace unos meses, más o menos por casualidad, Cavorite y yo nos hicimos a un par de tiquetes a Anchorage. Planeamos cada día del futuro paseo cuidadosamente y luego nos olvidamos del asunto. Estoy haciendo sonar esto como si hubiéramos ido al pueblo de al lado, pero la realidad de los viajes no suele golpearme sino hasta último momento. Finalmente, llegó el día. Nos fuimos al aeropuerto como si realmente fuéramos a ir al pueblo de al lado. Me llevé un poco de trabajo para el camino porque teníamos una escala larga en Long Beach.

El aeropuerto de Long Beach es una promesa del esplendor del sur de California, que aún no conozco. Es bien pequeñito, pero el cielo azul (que San Francisco no quiso mostrar nunca) y las palmeras nos hicieron la espera más agradable. En los tubos expuestos del techo había pajaritos a la espera de la partida de la siguiente horda de humanos para rescatar las migas que pudieran haber dejado atrás. Un pajarito bajo las sillas era seguido de cerca por dos más. Recogía miguitas y se las pasaba.

En algún momento, durante el segundo vuelo, vi el cielo adoptar aquella familiar franja verde y roja que precede al negro nocturno. Me quedé mirándola hasta que se apagó. Entonces me distraje un rato. Luego volví a mirar por la ventana: la escena había retrocedido y el cielo tenía otra vez la franja verde y roja del crepúsculo. Parecía como si yo me hubiera enloquecido. Pero el horizonte no volvió a apagarse del todo. En esa nueva cuasiluz azulada empezamos a ver glaciares derramándose por entre montañas y pequeños cúmulos de chispas amarillas. Nos acercamos a uno de estos últimos y aterrizamos. Era casi la medianoche.

Bajamos del avión. Un alce disecado en pleno pasillo del aeropuerto nos dio la bienvenida a Alaska.

El punto final

El comienzo es muy sencillo. Un dolor localizado. La búsqueda de una silla. Sentarse. Tomarse el abdomen con las manos. Ese es el final.

Lo que hay justo en el punto final no se llega a saber a ciencia cierta; los bordes se hacen borrosos a medida que se los amplifica. Hay un pitido en todas partes. Crece. Ruge. El silencio se vuelve ensordecedor. Soñar muchas cosas al mismo tiempo, todas las cosas al mismo tiempo. Uno sabe de repente de qué hablaba Borges en aquel sótano porque lo acaba de presenciar. Dolor. Sentir que el cuerpo se curva todo hacia adentro como una hoja seca. Saber que en realidad se está moviendo de otra manera que no tiene nada que ver ni con la sensación ni con la voluntad. El dolor se parece al congelamiento. Cientos de cristales de hielo se abren paso desde adentro, rompen la carne, la vuelven un eje rodeado de radios punzantes. La columna vertebral emana agujas. Mi imagen se distorsiona; soy un dibujo hecho de líneas horizontales de colores desplazadas en todas direcciones.

En la lejanía, cada vez más cerca, oigo mi nombre en inglés. El aire se siente súbitamente frío, una niebla que no sabía que estaba ante mis ojos se disipa y de pronto me encuentro rodeada de gente desconocida mirándome desde arriba. Parece una película. Entonces veo a Cavorite y entiendo más o menos dónde estoy.

“I don’t know what happened, I don’t know what happened, I don’t know what happened”, repito incesantemente mientras me llevan a un sofá, me quitan los zapatos, llaman a un médico y me traen jugo y galletas de soda. No quiero soltar la mano de Cavorite. Conservo una bola de dolor en el abdomen y no puedo moverme en absoluto. Pienso en mi abuelo, en su dolor constante y su inmovilidad. Qué terrible debe ser estar así todo el tiempo. Dos días después, mi abuelo se va.

Aceitunas

De las aceitunas me gusta todo, incluyendo la palabra. Aceituna. La sola palabra da hambre. En 2010, Yurika me llevó a Shodoshima, una islita en el Mar Interior donde las calles estaban bordeadas de olivos. Bajamos un par de aceitunas de un árbol y las probamos. Eran amargas. Es increíble cómo esas bolitas incomibles se convierten en el mejor manjar que un frasco pueda contener. Negras, kalamata, verdes. Rellenas de pimentón, de anchoa, de salmón, de queso, de pepas. En el Strip District de Pittsburgh hay una tienda de todoslosquesosdelmundo donde además tienen baldados de aceitunas de todo tipo para que uno se sirva las que quiera. Cavorite llena un recipiente de plástico con esas perlitas y luego se las echamos a la ensalada. Qué felicidad.

En estos días estoy trabajando para un vendedor de aceitunas californianas. Es un poco duro porque el señor llega a la reunión de negocios y de repente saca un montón de frascos y latas y yo quisiera abrirlos ahí mismo y comérmelo todo todo. Si pudiera acabaría hasta con las rodajitas negras, esas que los tacaños de Subway en Japón tenían la delicadeza de contar mentalmente cuando uno pedía. Hay un total de 4 rodajitas de aceitunas negras en cada sándwich de Subway pedido en sucursales japonesas, máximo 5.

Recuerdo que Yazan, el sirio de mi clase de japonés, me trajo una vez un frasco de aceitunas saladas del olivar de su casa. Fueron un tesoro maravilloso que perdí en la mudanza a Tsukuba. A veces no es bueno dosificar las viandas.

El señor con el que estoy trabajando está casado con una griega. Yo le cuento que mi mamá estuvo en Grecia dos veces y nos trajo un montón de aceitunas. Quisiera que volviera allá para que nos trajera más. Claro que podríamos ahorrarnos lo de los pasajes aéreos de mi madre si el señor me entrega ahora sus frascos. O podría, mientras el señor termina de concretar sus negocios con los dueños de las grandes superficies, bajarme de estos tacones que ya me tienen las piernas temblando de dolor y correr a un supermercado a premiarme con aceitunas, aceitunas, aceitunas. No serán tan ricas como las que compra Cavorite o las que me dio Yazan, pero algo es algo. De solo pensarlo ya siento la felicidad.