Archive for the 'reminiscencias' Category

The Sounds of Silence

Hace dos años, durante un largo viaje por tierra a través del desierto, Cavorite y yo paramos en algún punto del Valle de la Muerte para tomar un par de sorbos del café que llevábamos. Había caído la noche y frente a nuestro carro alquilado había un letrero que explicaba algo sobre el paisaje que teníamos ante nuestros ojos, un paisaje que bien podía no existir porque no podíamos ver absolutamente nada. Después del tentempié apagamos todas las luces y esperamos a que nuestras pupilas dilatadas hicieran la magia de abrir el velo negro que nos recubría y revelar la presencia de la Vía Láctea en el cénit.

Mientras mirábamos hacia arriba, maravillados, me percaté de algo de repente y le pedí a Cavorite que aguzara el oído:

Silencio.

Creo que esa fue la primera vez en mi vida que pude apreciar el silencio absoluto.

La oportunidad se presentó de nuevo unos días más tarde, en Monument Valley. Nos topamos con unas turistas japonesas que venían de un sendero que daba vuelta a una roca; lo tomamos y, pocos metros después, se desplegó ante nosotros el valle verde y terracota sumido en la más intensa quietud. Nuevamente le pedí a Cavorite que aguzara el oído y allí nos quedamos un rato, absorbiendo el vacío.

El viernes pasado recordé estas dos escenas al despertar en Bogotá y notar que de las calles vecinas, otrora rebosantes de pitos furiosos, no venía ningún ruido. Me quedé en la cama escuchando este singular acontecimiento, rememorando y preguntándome si la gente a mi alrededor también lo habría notado. Me los imaginaba aguzando el oído como nosotros en el desierto, admirando este milagro de la ciudad.

Sin embargo, al cabo de un rato tuve que poner música para sacarme de mi estado contemplativo y empezar las labores del día. Al fin y al cabo, este no es el desierto.

La bonanza del tiempo

Últimamente me encuentro con más tiempo en mis manos porque mi trabajo ha cambiado un poco. No sé si esto sea temporal, pero se siente extraño no dedicarle cada segundo de mi vida a traducir contrato tras contrato tras contrato. Hace un año no podía darme ni un respiro. Ahora me doy cuenta de que hay que aprovechar esta bonanza del tiempo.

No sé en qué momento, tal vez hoy mismo, vi un chispazo de una vida anterior donde escribir de largo era una actividad deseable. Puede haber sido cuando vi una serie de fotografías de los habitantes de un dormitorio estudiantil, jóvenes, en pasillos y camarotes, y luego adultos, más o menos emulando la escena original, despojados de algo que no podía señalar con exactitud. O tal vez fue cuando me encontré por casualidad con un tesoro de fotos olvidadas que había tomado con un celular viejo, y la joie de vivre de la juventud me dio de lleno en el rostro. Un ukulele nuevo en la playa. Un karaoke. ¿Qué quería yo en ese entonces?

¿Qué quería yo?

¿Qué remordimiento me queda del pasado? ¿Qué dejé de hacer en mi infinita procrastinación que podría aprovechar para hacer ahora? Estoy analizándolo todo como si me hubiera ganado la lotería y ahora tuviera que tomar decisiones inteligentes sobre cómo invertir el premio. Sacarle la herrumbre a mi japonés semiabandonado podría ser una buena opción. Dolorosa, eso sí. Retomar el ukulele. Volver a dibujar. Intentar por enésima vez volver a ser yo en vez de una silueta con mi nombre.

Así que heme aquí, no tan sonriente como en aquellas fotos desenterradas, con un montón de tiempo en mis manos, algo de nervios y poca fuerza de voluntad. Heme aquí pensando en emular la felicidad del pasado, pero despojada de algo que no podría señalar con exactitud.

Adolescencia y brechas tecnológicas

No sé por qué estoy escribiendo hoy. Creo que he descubierto últimamente que se me están yendo las palabras, y no se me ocurre otra manera de atajarlas que poniéndolas en esta vieja colección de ideas. Mis ideas mal articuladas son insectos de alas rotas punzados sobre un cojín de terciopelo polvoroso y descolorido. Bienvenidos al museo de mi vida, más un museíto de pueblo que un gran complejo cultural.

A veces siento que hay un abismo de distancia entre mis primos y yo. No lo digo porque no nos entendamos, sino porque la tecnología ha cambiado tanto las dinámicas de la juventud que una adolescencia con módem de 28800 kbps se parece más a la de mi mamá que a la de mis primos para quienes Internet ha sido una realidad omnipresente casi desde siempre. Entonces, cuando les hablo de mi adolescencia, me siento hablando de la prehistoria. En cierto modo lo es. Sin embargo, como los cambios son cada vez más rápidos, incluso ellos, entre 12 y 15 años menores que yo, hablan de las novedades que aparecen en las vidas de aquellos que han tenido redes sociales desde que nacieron. Distancias cada vez más pequeñas se perciben como abismos.

Iba a decir que me alegra no haber tenido influencers cuando chiquita, pero vivir la apertura económica estudiando con niñas ricas fue suficiente mercadeo aspiracional. Todas las cosas que yo quería en Navidad eran cosas que les había visto a mis compañeras. Un morral de La Sirenita, crayolas (o cualquier cosa) marca Crayola, viajar a Disneyworld. Lo que sí me alegra de verdad es no haber tenido cyberbullying en mi época. Es decir, con el Internet incipiente de finales de los 90 a mí sí me contaban los tipos que se rotaban mi foto para hablar de lo fea que era yo y en persona la gente también se tomaba la molestia de comentármelo, pero nunca estuve expuesta al ojo de cientos (¿o miles?) de personas para que opinaran libremente sobre mi apariencia. En vacaciones descansaba de las niñas que me molestaban. Ahora ya no hay respiro de nada.

Lo que sí me alegra de verdad es estar hablando de esto hoy porque fue tema de conversación anoche con mi prima, quien ya no está tan dispuesta a escuchar el canto de sirena de gente supuestamente normal pero con vidas artificialmente extraordinarias, patrocinadas por esta marca y la otra.

Les histoires d’amour finissent mal en général (ou non?)

Al final de las vacaciones de verano de 2008, Himura me terminó. Pasé los siguientes meses llorando desconsolada, rogándole que me diera una explicación y que no me dejara sola porque no tenía con quién más hablar. Creo que esencialmente él se había cansado de fingir que teníamos cosas en común cuando en realidad no podíamos ser más distintos. Digo “fingir” porque a todas estas yo nunca llegué a conocerlo realmente. Era un espejo fiel de mis gustos y actitudes y luego, de repente, ya no lo fue más.

Diez años después pienso en cómo en ese entonces yo estaba convencida de que nunca llegaría a estar con nadie más porque quién rayos querría aguantarse a alguien tan raro como yo. Lo que yo no sabía era que, a principios del mes de la ruptura, nos habíamos reunido para desayunar con dos personajes que resultarían queriendo aguantarse a alguien tan raro como yo en el futuro. Tomé una foto de ellos ese día. De derecha a izquierda: Himura (quien me había dicho semanas atrás —en mi cumpleaños— que no quería seguir conmigo pero yo le había respondido que ese no era el momento para esas cosas), Ovidio (quien me enviaría un libro con una dedicatoria bonita al año siguiente, lo cual desembocaría en un cuento de verano en Medellín) y Cavorite (quien me pediría tips para un viaje a Japón después de mis vacaciones con Ovidio y con quien terminaría casándome varios años después).

La vida es bien chistosa. Uno ahí llorando por haberse quedado solo, hundido en el final amargo de una larga historia de amor, y resulta que en realidad una historia de amor muchísimo más larga acababa de empezar.

Un poeta en Cafam de La Floresta

Uno de mis eventos favoritos cuando estaba en el colegio era la Feria Escolar Cafam. Cafam de La Floresta, que normalmente tenía una sección de papelería relativamente pequeña, llenaba por un par de semanas su plazoleta central de útiles y cuadernos para los estudiantes que se disponían a volver a clase. Recuerdo especialmente una de esas ferias, en la que la gran novedad eran los esferos Bic de colores diferentes al rojo, azul y negro. Mi mamá nos los compró todos a mi hermana y a mí: azul claro, verde claro, rosado y morado. No eran transparentes sino blancos con diseños como de rayos —¿o venas?— del color de la tinta.

Cafam de La Floresta es un lugar muy importante en la historia de mi vida. Era el supermercado al que iban mis abuelos maternos, con quienes pasé buena parte de mis primeros años. Lo he visto cambiar. Como lo remodelaron a medias hace años, hay rincones en los que puedo ver lo que había cuando yo era chiquita superpuesto a la realidad actual.

No tengo muy claro cómo ocurrió lo que voy a contar, pero sucedió cuando yo era adolescente. Recuerdo que en una de nuestras visitas a Cafam resultamos hablando con un viejito que estaba promocionando su libro de poemas. No lo anunciaba abiertamente, más bien era cuestión de acercarse a algún incauto como nosotros y conversar. En esa época yo escribía poesía, la publicaba en mi página web y hasta la mandaba a Caracol Estéreo para que la leyera “El Gato”, el locutor del programa nocturno. Movidos por mi parecido a él como escritora en ciernes, compramos el libro, se lo llevamos al señor viejito, y él me hizo una dedicatoria deseando que mis poemas salieran publicados muy pronto. (Nunca salieron y eso está muy bien.)

Han pasado muchos años y el libro sigue en mi biblioteca, intacto. Nunca llegué a leerlo porque la carátula me daba una especie de vergüenza ajena quinceañera que nunca terminó de desaparecer. Sin embargo, hoy me lo encontré mientras organizaba el cuarto y me pregunté qué habría sido de aquel poeta. Seguramente ya murió, pero ¿quién era? ¿Qué hacía además de publicar libros e impulsarlos en Cafam de La Floresta?

Lo único que encontré en Google fue una escuela de música con su nombre en un pueblito de Boyacá. Me animé entonces a abrir por fin el libro en busca de alguna reseña del autor: la escuela queda en su pueblo natal. Luis Gabriel Uscátegui Parra, nativo de Gámeza, Boyacá, dedicó toda su vida a la docencia de ingeniería. Solo cuando se retiró fue que se puso a escribir sus libros, que era lo que realmente deseaba hacer desde pequeño.

En un último intento de búsqueda, encontré una de sus obras mencionada en el breve catálogo de una biblioteca comunitaria que salía en una edición del boletín informativo de la Junta de Acción Comunal del barrio Los Andes en Bogotá. Menciono este detalle porque el barrio Los Andes queda justo detrás de Cafam de La Floresta. No sé si sea apenas una coincidencia o si el señor Uscátegui era vecino del barrio y la gente a su alrededor resultó con copias de sus libros, como yo.

Sigo sin leerlo, pero de repente le tengo más aprecio. Quién sabe si yo, hacia el final de mi vida, también me anime por fin a escribir.

Un romance adolescente en Colina Campestre

Colina Campestre es un barrio al norte de Bogotá donde vivía un montón de gente de mi colegio. Antes constaba de unos cuantos conjuntos rodeados de potrero infinito, pero ahora de campestre no tiene nada. Mi amigo Changhee dice que Colina Campestre es un sitio muy propicio para los romances adolescentes. Puede que tenga razón: mi primer beso fue justo en ese barrio.

Una amiga me invitó a su fiesta de cumpleaños una noche de octubre, cuando yo tenía dieciséis años y estaba estrenando mi nueva cara: sin acné, sin brackets y sin gafas. Desde nuestras sillas Rimax alguien me señaló a un tipo sentado al otro lado del salón comunal. No me pareció nada feo. Tenía una naricita puntuda que me gustaba mucho. (Curiosamente, ese tipo de narices ya no me suscita el menor interés.) Era bastante más bajito que yo, pero eso solo lo llegaría a constatar después. El chico era amigo de internet de otra amiga que también estaba en la fiesta; intercambiaban mensajes y fotos, pero todavía no se conocían personalmente. No sé por qué me lo presentaron a mí en vez de a ella.

El recién conocido arrimó una silla blanca frente a mí y nos pusimos a hablar. Pronunció mal una palabra. Seguro me burlé y lo corregí. Se me ocurrió presentárselo a mi amiga, quien (yo suponía) tendría interés en tenerlo frente a frente por fin. Sin embargo, ella se molestó conmigo: me pegó un “gato” (golpe dado con el puño que imita el movimiento de la pata delantera de adivinen qué animal) en el brazo, recriminándome mi inoportuna actuación como Celestina, y se fue. Me pregunto qué tan noventero es el recuerdo de que a uno le hayan pegado gatos. El caso es que quedé con este interlocutor para mí sola, y la charla fluyó libremente.

Nos salimos del salón comunal y seguimos la conversación al borde de una gran matera. Yo, que nunca sé de qué hablar con la gente, me puse a disertar sobre las constelaciones. Tauro se veía bastante bien. Ahí estaban las Pléyades, que me gustan porque —en la noche contaminada de luz— uno no sabe bien si las está viendo o no.

—Qué bonitas estrellas— dije.

—Qué bonitos cables— respondió.

Detrás nuestro se levantaba la inmensidad del potrero como un gran muro negro. Me levanté y avancé un par de pasos, con la mirada fija en el cielo. Él me siguió, se paró al lado mío y muy sutilmente puso su mano detrás de mi mano, de tal manera que se tocaran. Al constatar que yo no me retiraba, pasó a rodear mi cintura. Entonces nos terminamos de acercar.

“Ah, ¿es esto?”, pensé durante el beso. La sensación no me pareció gran cosa —no fue culpa de él, estoy segura de que fue un beso decente— pero no hice nada por detenerlo las dos veces siguientes que interrumpimos nuestra caminata a un costado del conjunto.

Yo no tenía idea de qué hacer después de retirar mi cara de la suya y solo se me ocurrió apoyar mi cabeza en su hombro. Recordemos que él era más bajito que yo, así que esto no es la típica escena de las películas donde la mujer se recuesta en el pecho del hombre mientras bailan despacio, o al menos mejilla con mejilla. Mi mentón quedó perchado sobre su hombro un rato y yo quedé medio agachada. Luego reanudamos la marcha. Cuando llegamos al final de la cuadra, pasó por ahí una camioneta de la policía y recordamos que esto era Bogotá y de pronto era mejor dejar de deambular por las calles. Entonces volvimos a la fiesta como si nada.

Ayer fui con mis papás a un nuevo centro comercial allá en Colina. A la salida me di cuenta de que nos encontrábamos justo a las afueras de aquel salón comunal. El potrero había desaparecido. Yo acababa de comprar pijamas dentro de su reemplazo.

Dos años después de la fiesta, cuando estaba a punto de graduarme del colegio, el chico y yo nos cuadramos (fijo esta expresión pasó de moda con el Y2K). A mí me encantaba ser una de esas niñas que tenían a alguien al que podían mencionar todo el tiempo, llevar a las reuniones como “miren, no vengo sola” y escribirle e-mails desde un café internet carísimo y lentísimo en la excursión de grado. No obstante, yo odiaba la palabra que describía nuestra situación (por cursi) y me refería a él como “mi asociado”. Tres meses más tarde, me fui a vivir a Iowa y en un asado en medio de la nada conocí a mi segundo novio. Tuvo que pasar un par de años para que el chico y yo volviéramos a ser amigos. Ahora él está casado y esperando una hija. Nos vemos mucho menos de lo que quisiéramos. Nunca hablamos de esa noche.

Camas heladas

Hace frío.

En realidad hace sol, pero su única función es iluminar y engañar a la gente, haciéndole creer que este es un día espléndido. Va uno a ver y no. En este momento la temperatura es la misma aquí y en Anchorage, Alaska.

Anoche me metí a la cama a eso de las diez de la noche. Me abracé y me hice un ovillo mientras intentaba conciliar el sueño. Un rato después apareció Cavorite. Quise acercarme a él en busca de calor corporal pero tenía las manos escandalosamente heladas. Salté al extremo del colchón como si me hubiera pasado corriente. Me puse a temblar. Entonces trajo una cobija extra y por fin pude hacerme otra vez un ovillo, esta vez recostada contra él, cerrar los ojos y quedar fundida.

Acabo de caer en cuenta de que hace unos trece años estuve en una situación parecida.

El apartamento de Minori en Dubuque, Iowa, tenía un sistema de calefacción sumamente débil. La casa donde se suponía que yo vivía era bien calientita, pero quién quiere estar tostadito y cómodo en soledad cuando se pueden pasar penurias en compañía. El edificio donde vivía Minori se estaba hundiendo hacia un lado. Si uno ponía una botella quieta en el piso, esta empezaba a rodar (hicimos el experimento). Se podía sentir el mareo de estar ligeramente de cabeza si uno se acostaba del lado que no era.

El invierno llegó rapidísimo a Iowa y los radiadores del apartamento se encendieron, pero no había mucha diferencia entre eso y nada. Por la noche yo me ponía una pijama de manzanitas que me había regalado mi abuela, me tendía de costado y empezaba a patear frenéticamente para que la fricción calentara las sábanas. No era posible quedar dormida de primerazo. No entiendo por qué nunca le buscamos una solución al asunto, con lo fácil que era. Creo que ese año no le busqué solución a nada. Volví a Bogotá con diez kilos de más.

El apartamento en San Francisco también tiene radiador, pero no sabemos cómo funciona (si es que lo hace). Al menos las noches aquí solo alcanzan los 9ºC en vez de -23ºC, pero temo que mi resistencia al frío ha empeorado. Quisiera rematar con algo bien cursi sobre el amor y los abrazos y el calor, pero lo único que puedo declarar es que necesito una pijama más gruesa.

La impresora láser

Una vez en el colegio me tocó trabajar en grupo con N. y, por lo tanto, tuve que ir a su casa. El apartamento de N. quedaba en una loma, allá donde están los edificios finolis cuyos apartamentos ocupan todo un piso y uno sale directamente del ascensor al vestíbulo, sin pasillos de por medio.

El apartamento de N. tenía las paredes verdes y los apliques dorados, como dictaban las normas de decoración bogotana de ese entonces. No recuerdo mucho más, salvo que imprimimos el trabajo en papel Kimberly y para el título empleamos la fuente de las portadas ochenteras de la revista Ideas. También recuerdo una cosa más, la más importante: al terminar de escribir, N. puso el papel gris moteado sobre una gran mole cúbica ubicada en una esquina del estudio. La mole se comió el papel y al instante lo devolvió calientico y cubierto de letras nítidas y negrísimas. Era una impresora láser y lo que hacía era magia pura.

No sé si esto ocurrió antes o después de adquirir nuestra primera impresora: una Canon bubble jet monocroma cuyo prospecto de compra me mantuvo con afán durante mi primer y único viaje a Manizales, poco después de mi cumpleaños número 11. Las calles tipo montaña rusa estaban muy bien y el nevado prometido no se veía nunca, pero yo quería volver ya a Bogotá para tener impresora y jugar a plasmar en papel las locuras que hacía en Creative Writer. Debo decir que para ser de inyección de tinta, la BJ-200ex era una máquina excelente. El otro día estuve sacando trabajos viejos del colegio y me sorprendí de la calidad de impresión de ese aparato. Además venía con un diskette con varias fuentes que no dudé en implementar en todas mis tareas.

Desde entonces he vivido fascinada con las impresoras láser. Sin embargo, llegar a tener una era absolutamente impensable. Mis papás nos trajeron impresoras a color después —nunca tan buenas como la Canon monocroma—, pero de impresoras láser ni se hablaba. Era ridículo querer algo tan empresarialmente costoso. Entonces usaba las que podía a mi alrededor. En Iowa, la universidad me dio un número de páginas para imprimir gratis, y como decidí no quedarme allá para terminar la carrera, aproveché para hacerme hojas adornadas a todo color con mi nombre en el encabezado y bordecitos bajados de esa novedosa maravilla dosmilera que era Clipart Online. En Los Andes prefería hacer fila y pagar en la sala de computadores del edificio B que volver a presentar un trabajo todo rojo por culpa de los caprichos de la impresora a color de la casa.

Nuestra impresora más reciente, una multifuncional cuyo escáner sacaba todo en degradé porque el bombillo solo alumbraba de un lado, me sacó una noche el letrero de “no hay tinta” poco después de habérsela cambiado. Me propuse no olvidar que necesitaba tinta nueva pronto y empecé a ir a un café Internet del barrio con reggaeton a todo volumen para imprimir cosas. Un día me devolvieron la memoria USB con un archivo nuevo llamado sex_algo_nosequé.lnk, y otro día me mandaron a usar yo misma un computador tan rebosante de malware que me tomó más de 15 minutos abrir un simple archivo PDF y mandarlo a la impresora. Láser. Me quisieron cobrar ese tiempo. Quería cobrárselo más bien yo a ellos porque quién me devuelve ese pedazo de mi vida. No volví al café Internet. Tampoco le volví a poner tinta a la multifuncional.

Entonces llegamos al fin de semana pasado. Estaba con mi papá en un almacén de electrónicos y vi una impresora láser con un precio perfectamente asequible para un ámbito no empresarial. Era monocroma, como mi primer amor. De repente se me ocurrió que ahora soy adulta y gano plata y puedo tener todo lo que quiera. Entonces me la compré, y de paso me compré también un escáner aparte.

Volví a la casa, la puse en el piso en la mitad de mi cuarto, ahí donde pudiera hacer más estorbo, y la instalé. Le mandé unos archivos aburridos pero urgentes. Salieron al instante, calienticos, nítidos y negrísimos. El sueño de toda una vida hecho realidad.

2014 (Reprise)

Cartagena – San Francisco – Point Reyes – Sonoma – Pescadero – Santa Cruz – Davenport – Isla de Pascua – Medellín – Popayán – Cali – México, D.F. – Teotihuacan – San Francisco – Point Reyes Station – Marshall – Santa Cruz – Villa de Leyva – Ráquira – La Dorada.

Qué año tan plácido. Plácido o falto de emoción. Feliz. Un año de depuración. Me deshice (y me sigo deshaciendo) de un montón de cosas que no necesito en mi vida. Objetos, vínculos, hábitos. Hasta peso perdí.

Mi vida laboral sufrió un sacudón violento pero necesario. Tomé un curso de interpretación médica. Conocí a Michael Sandel, a Ken Segall y al inventor de la kinesio tape. Estuve en un almuerzo con Joe Sacco y me dijo que soy muy buena intérprete. Manuele Fior me dio un beso en la mejilla.

Armé un mueble con Cavorite. Probé quesos y cervezas con Cavorite. Me fui de roadtrip con Cavorite. Estuve en un concierto de Franz Ferdinand con Cavorite. Comí ostras recién abiertas por Cavorite. Recogí fresas en un huerto junto al mar con Cavorite. Me enfermé del estómago y casi me desmayo encima del lecho de muerte de Frida Kahlo pero me cuidó Cavorite. Tengo mil y un recuerdos felices con Cavorite.

También hubo momentos dolorosos. Me fui entre una zanja en México y de milagro no me partí la pierna. Misaki tuvo un accidente y perdió un ojo. Sin embargo, ver How to Train Your Dragon me ayudó a entender que estará bien, que de hecho ya está bien y debo estar feliz de seguir con ella. Tener un perro es hermoso y durísimo al mismo tiempo.

Y como siempre, la sensación de continuidad. Nada empezará para mí cuando despierte mañana: volveré a la casa a cantar como siempre, a dibujar como siempre, a trabajar como siempre. Estoy muy contenta, a decir verdad.

El problema de no escribir

El problema de no escribir es que la memoria no da para sostenerlo todo. Por ejemplo, desde ayer he estado tratando de recordar una frase sabia de Edmond Baudoin, pero solo vuelven a mí las circunstancias en las que me la dijo:

Yo estaba parada frente a una nevera con un pedazo de pizza en la mano y Baudoin, lleno de vida como siempre, diciendo que… Siempre va a ser difícil, pero es en la persistencia frente a la dificultad donde se mide lo mucho que uno quiere algo. Creo que es eso. Creo. Después me dieron una segunda tajada de pizza, una repleta de tomate jugoso por encima. Estaba rica pero difícil de manipular. Luego alguien me dijo que yo le parecía hermosísima y que se iba del país enamorado de mí, pero yo no pude darle ninguna respuesta inteligible porque en ese momento tenía la pizza agarrada en parte con la mano y en parte con los dientes y el jugo del tomate estaba goteando sobre mi vestido. Finalmente mis compañeros de hotel me anunciaron que había llegado su taxi y yo bajé corriendo las escaleras para ver si podía pegármeles y llegar a dormir temprano también. Otra persona corrió tras de mí y me preguntó si ya me iba. “No sé”, respondí. Y me fui.

Y la gran frase importante de Baudoin se quedó entre la nevera y las escaleras. Entre todas las cosas que debí haber escrito pero no lo hice porque para qué. He ahí el para qué.