Monthly Archive for May, 2014

Actividades extracurriculares (I)

De todas las circulares que me dieron en trece años de colegio, recuerdo una en particular: la de la apertura de inscripciones a las actividades extracurriculares. Cada año las daban, claro, pero la que está en mi mente es la del mejor año: primero de primaria. Digo “el mejor año” porque en ninguna otra ocasión hubo tantas opciones entre las cuales escoger. El horario estaba dividido en dos bloques pero las clases externas (equitación y natación, ¿entre otras?) ocupaban un solo bloque largo.

Las niñas de mi curso se metieron a equitación y sus papás les compraron sombreritos negros chistosos y fustas de colores fluorescentes. Yo, en cambio, me fui por artes plásticas y computadores. “Computadores” era un espacio donde uno pasaba hora y media haciendo lo que uno quisiera frente a un Macintosh Classic. Era una oportunidad preciosa para usar esos aparatos fascinantes para algo que no fuera LOGO. (Odiaba LOGO. Hasta le compuse una canción de odio en tercero de primaria.) Jugaba Shufflepuck Café (e invariablemente perdía a los pocos segundos), Lode Runner, el juego de memoria, Tetris y ahorcado. También jugaba a rellenar círculos con mi textura favorita en el programa de dibujar, esa que parecía un montón de aceitunas.

Tengo la impresión de que “Artes plásticas” estaba dirigido en realidad a niñas de bachillerato, pero en ningún lugar decía que yo no podía tomar esta clase. El profesor, René, un gafufo flaquito con pinta de nerd que manejaba un carro muy pero muy viejo, intentó enseñarme a tomar el lápiz adecuadamente para dibujar. Yo me resistí a aprender porque así no me salía nada bien —bien según yo— ni se podía sacar nada en pocas líneas largas, que ha sido mi estilo desde siempre. Entonces pasé a pintura al óleo. No sé cómo ocurrió eso; debió ser pura terquedad mía porque estaba fascinada con una bailarina de tutú lila que estaba haciendo una niña de bachillerato, o de pronto también porque mi abuela pintó al óleo por muchos años. René intentó ayudarme a hacer figuras humanas proporcionadas, pero mis ojos de infantil arrogancia insistieron en agrandar las cabezas exageradamente. De ahí en adelante el cuadro fue una labor de pa-cien-cia. Para una niñita acostumbrada a rayar cuadernos con esfero, el óleo es pura y física tortura. Terminé de emplastar el lienzo con mucha ayuda de René —les pintó a mis bailarinas deformes unas pestañas que odié— y me desentendí del óleo por el resto de mi vida. No obstante, nunca olvidé el tiempo que pasé pintando con los grandes mientras sonaba en una grabadora “Kingston Town” de UB40 o “Save Your Love” de Bad Boys Blue.

Creo que las clases de arte para niños son muy limitadas, o al menos lo eran en mi tiempo. Todo estaba encaminado a las manualidades con tijeras y plastilina y a la “estimulación de la creatividad”; nada de exploración de diferentes técnicas que podrían despertar el interés de un futuro artista. El colegio dejó de ofrecer computadores y artes plásticas en la jornada extracurricular y mi familia me metió a cursos de fin de semana en Cafam de La Floresta y la Academia Guerrero. En el de Cafam aprendí a hacer un muñeco articulado de cartón paja que este año apareció mágicamente en una bolsa y ahora tengo en mi escritorio. En la Academia no me aceptaron en una clase de acuarela para grandes (por ser chiquita), así que me tocó conformarme con estar en un grupo con otros niños con los que nunca hablaba y hacer actividades de recreación con papel que me aburrían enormemente. Años después mi padrino me regaló unas acuarelas con las que hice un par de chambonadas. Todavía puedo hacer chambonadas en acuarela, aunque la tinta china me gusta más.

La oferta de actividades para la tarde fue decayendo hasta que solo quedaron tres deportes, el galardonado escuadrón de porristas —cheerleaders, por favor, que este es un colegio del norte—, el coro, la banda de rock, las tutorías de matemáticas y los castigos de los jueves. Durante mucho tiempo eché de menos esas tardes, pero al menos tuve la oportunidad de aprovechar el entusiasmo inicial y gozar no solo de un rato de libertad en un colegio cada vez más represivo, sino también de la paciencia de un profesor a quien no le pareció descabellado enseñarle a una niña de siete años a pintar al óleo.

Reflexiones en DFW

Desperté a la 1:40am, angustiada sin saber por qué. Tenía la certeza de que no debía quedarme dormida pero al mismo tiempo esa idea carecía de sentido. La luna llena brillaba a través de las persianas. Segundos después caí en cuenta de que hoy me iba. Qué decepción.

Esta despedida fue muy diferente de las anteriores: como San Francisco queda en el futuro (así los husos horarios digan lo contrario), uno puede alquilar por Internet un auto parqueado cerca de donde uno está y la magia de la tecnología abre el carro cuando uno hace clic en un link en el celular. Cavorite escogió un Mini Cooper plateado de un parqueadero sobre la calle Dolores, pasó a recogerme frente al edificio y nos fuimos al aeropuerto. Debo decir que partir así duele muchísimo menos que subirse a una van que siempre llega veinte minutos antes de lo previsto y sentirse arrancado de repente de una vida a la que uno ya se había acostumbrado. Peor aún si es la vida que uno quisiera que fuera la de siempre.

Todavía no he llegado a Bogotá; estoy haciendo una escala larga en Dallas. Llevo horas viendo aviones partir frente a un horizonte inmeeeeeenso bajo el cielo azul claro. Cuando el primer avión despegó desde San Francisco, vi la ciudad cubierta de niebla y lo único que se me ocurrió fue que esa sería una buena foto para Instagram. Me sentí mal por pensar bobadas de redes sociales y decidí dibujar el recuerdo de aquella vista. Aún no lo he hecho. He ahí el problema.

He pensado mucho durante este viaje. He acumulado rabia. Rabia de la buena, supongo, de la que le hace a uno pensar que los cambios logrados hasta ahora no son suficientes y que hace falta algo más. O que el cambio no se limita al deseo del mismo sino a su ejecución, con todo y el terror que ello conlleva. Terror. Llevo años fortaleciendo fobias que han distorsionado mi mundo y estoy cansada de vivir así. Me devuelvo al apartamento si oigo que alguien viene subiendo las escaleras para no tener que cruzármelo y decir “hi”. Me invento actividades o lecturas supuestamente interesantes (léase “le doy clic a cualquier cosa”) para no empezar las cosas que quiero/debo hacer (como el dibujo del que hablé, por ejemplo). Mis blogs se mantienen a duras penas por esta razón. No obtengo muchas cosas que quiero por la combinación de mi fobia a empezar y mi fobia a hablar.

Hace poco me di cuenta de que muchas personas me están haciendo barra para que yo saque así sea un mísero dibujo al día. Cavorite lo intenta de todas las maneras posibles y yo sigo reticente a abandonarme al hábito. Hace poco conocí a Maria C., una amiga de la universidad de él, e incluso ella me manda mensajes preguntándome por el dibujo del día. Y no entiendo por qué lo hacen pero les agradezco desde el fondo de mi alma; hasta me dan ganas de llorar de pensar en esto porque cómo es posible que alguien se tome el trabajo de decirle a otra persona que dibuje, y peor aún viendo a los verdaderos dibujantes que no sueltan el cuaderno ni un solo instante. No me explico cómo puede ocurrir que una actividad que uno adora le puede dar a uno tanto miedo y uno se pueda dar el lujo de posponerla indefinidamente.

Pero no quiero que las cosas sean así por siempre. Tengo rabia y quiero que la rabia se acabe. Temo que esta sea otra declaración de lucidez temporal que tan solo acabará en otra semana sin dibujos ni ukulele ni posts, y otra y otra. No puedo seguir siendo así. No puedo seguir pensando que la cobardía me define.

Llegó la hora de abordar el último vuelo. Bogotá es otra de las cosas que me dan rabia y no quiero más, pero también tengo que dejar de verla como un destino inexorable. Una vez más, el deseo por sí solo no siempre lleva a la acción. A la rabia, en cambio, empiezo a tenerle un poco más de fe.

El Hombre Renacentista

El Hombre Renacentista tenía muchísimos intereses y montones de cosas que hacer y pensar. No se acepta gente así en el mundo de hoy; se supone que hay que especializarse y dedicarse con alma, vida y sombrero a una sola afición. Perseguir la pasión, le llaman. Supongo que esto se debe a que con tanto trabajo y movimiento ya no queda tiempo para ser bueno en más de un ámbito.

Además de no tener que ir a la oficina, el Hombre Renacentista contaba con una ventaja crucial para la consecución de la polimatía: no tenía Twitter, Facebook, Whatsapp e Instagram avisándole todo el tiempo que había algo nuevo para ver YA. El Hombre Renacentista no tenía la posibilidad de caer en el hechizo de querer averiguar cómo este Hombre Renacentista nunca había pintado un cuadro en su vida, lo que logró te dejará sin aliento o las 78 cosas que todo Hombre Renacentista seguramente ha sentido mientras diseña máquinas imposibles (¡en gifs!). Lo que hacía era lo que había, y ya.

Tal vez yo podría ser como el Hombre Renacentista. Me dedicaría a leer y dibujar y escribir y tocar el ukulele —un instrumento muy poco renacentista— sin preocuparme mucho por demostrar que solo una de esas actividades es mi pasión. No sé por qué me molesta tanto el concepto de pasión de hoy en día. Tal vez es porque poner en una hoja de vida que “escribir publirreportajes es mi pasión” es una ofensa a las ideas que realmente dejan sin sueño más de un desdichado. Y yo, que no tengo ideas y tampoco sé bien cómo funciona el mundo, solo tengo entendido que no puedo dejar de lado ninguna de mis aficiones y que tal vez eso deba seguir siendo así, aún si ello conlleva el no convertirme jamás en alguien realmente bueno en algo. Por lo pronto, algo que puedo hacer es dejar de distraerme tanto con tantas estupideces. Saber que lo que hago es lo que hay, y ya.

Vega, Mission, telenovelas

Ayer me encontré con Vega. Comimos comida peruana, recorrimos Mission de cabo a rabo bajo el sol, probamos las bebidas frías de una chocolatería increíble (“small batch”, “artisanal”), le dimos una oportunidad a un jugo que creímos de corozo pero resultó no parecerse en nada al corozo (sabía más bien a vino avinagrado) y, finalmente, estuvimos viendo novelas viejas en YouTube. Amar y vivir no estaba completa, pero sí Café con aroma de mujer. Vimos pedacitos de varios episodios desde el principio hasta el final y, ayudados por Wikipedia, nos hicimos una idea general de la trama. Concluimos que el lío de Café no habría podido ocurrir en la era de las redes sociales y los celulares. Bastaba con que Sebastián y Gaviota se hubieran agregado a Facebook al principio de su idilio y ya. Se habrían ahorrado muchas malas decisiones. Vivimos en un futuro sin desencuentros donde ya nadie se pierde.