Archive for the 'familia' Category

Abarrotes

Ayer vi a mi papá escribir la palabra “abarrotes” como encabezado de una lista.

Qué gran palabra, abarrotes.

No he podido dejar de pensar en ella, y en ella en la letra de mi papá.

Adolescencia y brechas tecnológicas

No sé por qué estoy escribiendo hoy. Creo que he descubierto últimamente que se me están yendo las palabras, y no se me ocurre otra manera de atajarlas que poniéndolas en esta vieja colección de ideas. Mis ideas mal articuladas son insectos de alas rotas punzados sobre un cojín de terciopelo polvoroso y descolorido. Bienvenidos al museo de mi vida, más un museíto de pueblo que un gran complejo cultural.

A veces siento que hay un abismo de distancia entre mis primos y yo. No lo digo porque no nos entendamos, sino porque la tecnología ha cambiado tanto las dinámicas de la juventud que una adolescencia con módem de 28800 kbps se parece más a la de mi mamá que a la de mis primos para quienes Internet ha sido una realidad omnipresente casi desde siempre. Entonces, cuando les hablo de mi adolescencia, me siento hablando de la prehistoria. En cierto modo lo es. Sin embargo, como los cambios son cada vez más rápidos, incluso ellos, entre 12 y 15 años menores que yo, hablan de las novedades que aparecen en las vidas de aquellos que han tenido redes sociales desde que nacieron. Distancias cada vez más pequeñas se perciben como abismos.

Iba a decir que me alegra no haber tenido influencers cuando chiquita, pero vivir la apertura económica estudiando con niñas ricas fue suficiente mercadeo aspiracional. Todas las cosas que yo quería en Navidad eran cosas que les había visto a mis compañeras. Un morral de La Sirenita, crayolas (o cualquier cosa) marca Crayola, viajar a Disneyworld. Lo que sí me alegra de verdad es no haber tenido cyberbullying en mi época. Es decir, con el Internet incipiente de finales de los 90 a mí sí me contaban los tipos que se rotaban mi foto para hablar de lo fea que era yo y en persona la gente también se tomaba la molestia de comentármelo, pero nunca estuve expuesta al ojo de cientos (¿o miles?) de personas para que opinaran libremente sobre mi apariencia. En vacaciones descansaba de las niñas que me molestaban. Ahora ya no hay respiro de nada.

Lo que sí me alegra de verdad es estar hablando de esto hoy porque fue tema de conversación anoche con mi prima, quien ya no está tan dispuesta a escuchar el canto de sirena de gente supuestamente normal pero con vidas artificialmente extraordinarias, patrocinadas por esta marca y la otra.

Laringofaringitis y blefaroconjuntivitis, parte 2

Escribo esto porque por alguna razón me parece divertido hablar de mi salud y procedimientos médicos. También porque me sorprende el alcance de las enfermedades respiratorias.

Después de las aventuras sin voz y sin ojos, resulté sin oídos. Esto no ha sido tan grave como lo anterior, no he tenido que quedarme en casa ni dejar de trabajar, pero cuando uno es intérprete y no oye bien, la cosa se vuelve un poco angustiante. Pues bien, mi mamá me dijo que no le diera largas al asunto y fuera al otorrinolaringólogo lo más pronto posible. Ir al otorrinolaringólogo es chévere porque uno no tiene muchas oportunidades en la vida para incluir la palabra “otorrinolaringólogo” naturalmente en una conversación. El doctor me examinó y me mandó a hacerme una audiometría urgente.

Me hicieron tres exámenes: uno para verificar el estado de mis tímpanos, la audiometría propiamente dicha, donde me pusieron a oír pitidos, y una logoaudiometría, donde me pusieron a repetir palabras. Si no pasaba la logoaudiometría podría decirse que qué rayos hago en el gremio de la interpretación. La posibilidad de estar quedándome sorda me tenía nerviosa, pero afortunadamente todo salió bien. Ahora que se ha descartado una falla auditiva, lo más probable es que sea un problema nasal lo que me está bloqueando intermitentemente el oído medio. Tanto el otorrinolaringólogo como la audióloga me dijeron que todo esto puede venir de la laringofaringitis de hace unas semanas.

Después de darme los resultados y su parte de tranquilidad, la audióloga me recomendó que repita estos exámenes cada año y en lo posible nunca use audífonos. Pensé entonces en lo afortunada que soy al haber quedado un poco por fuera del radar en el mundo de la interpretación simultánea. Siempre le he temido a ese riesgo laboral.

Por su parte, el otorrinolaringólogo dice que la única manera de llegar al oído medio es a través de la nariz, así que me mandó unas gotas que debo dispararme en cada fosa nasal dos veces al día para desinflamarlo. Destapan todo tan bien que siento que al respirar se me enfría la parte de atrás de la lengua.

Laringofaringitis y blefaroconjuntivitis

Hoy fue mi primer día de libertad después de la cuarentena a la que estuve sometida. Coincidió con una cata de tés y postres japoneses, así que fue una buena forma de celebrar mi retorno a la sociedad y el aire fresco.

Las últimas dos semanas las pasé encerrada en el apartamento. Antes de eso había estado en Medellín, donde repentinamente empecé a sentirme mal. Por un lado, sentí que el aire acondicionado del hotel me estaba haciendo daño; por el otro, una tarde me tomé una bebida achocolatada ultradulce en un café bonito que revolvió el estómago y me dejó temblando. La última noche antes del regreso dormí muy mal, y al otro día me sentí incapaz de desayunar. Tuve apenas fuerzas para volver a Bogotá y meterme entre las cobijas en la casa vieja. Pronto arranqué para el apartamento; seguramente aquí dormiría mejor.

Esperé y esperé el fin de esta gripa, este impase, esta virosis cualquiera, pero al cabo de un par de días amanecí sin voz. La doctora que vino a examinarme me diagnosticó laringofaringitis. Usé los jirones de garganta que me quedaban para conversar con Cavorite antes de dormir. En algún momento me restregué un ojo, feliz de que él no alcanzara a ver el acto para regañarme. De una vez les digo la moraleja de esta historia: nunca se toquen los ojos, pero si tienen gripa, no se les ocurra hacerlo ni por error.

Al otro día tuve dificultad para abrir los ojos. Otra vez tocó llamar al médico domiciliario. El diagnóstico: conjuntivitis. El doctor me mandó unas gotas y reposo ocular. Nada de libros ni computadores ni celular ni televisión. El apartamento a oscuras. Fue un día aburrido pero beneficioso. Sin embargo, la mejoría fue engañosa, o tal vez yo no me cuidé como debía (me inclino a pensar que fue lo segundo). Me volqué a trabajar nuevamente apenas creí que pude para compensar el tiempo perdido en el reposo forzado. Me sentía la persona más responsable del mundo. Ni siquiera podía ver bien. El resultado: al día siguiente amanecí con los ojos clausurados. Empecé a parecerme a esas vírgenes milagrosas que lloran sangre pero llorando pus. Y lloraba y lloraba y lloraba. Tocó salir corriendo en busca del primer oftalmólogo disponible.

—Es el peor caso de conjuntivitis que haya visto en muchos años—, declaró el doctor.

Algunos casos de conjuntivitis incluyen la aparición de pseudomembranas al interior de los párpados, que hay que retirar. Adivinen a quién le tocó en suerte ese destino. El médico no me dejó irme sin antes ponerme anestesia y retirar los cuerpos extraños. Esperaba temblar al ver unas pinzas acercarse directo a mis ojos, yo que soy incapaz de participar en juegos que involucren pelotas que vuelen en mi dirección. Sin embargo, la promesa de detener la cascada verde que bajaba por mis mejillas era suficiente para borrar cualquier posible aversión. Además, el año pasado me habían operado de otra cosa sobrante ocular y yo había declarado la experiencia “interesante”, así que había que mantener esa actitud, o al menos fingirla.

Al salir del procedimiento el doctor me mandó a retomar el encierro en el apartamento por varios días más. Si me llegaba a exponer a los elementos corría el riesgo de anular cualquier posible progreso y volver al estado del que desesperadamente quería escapar. Por otro lado, no era recomendable que yo estuviera en sitios concurridos porque lo mío era un asunto altamente contagioso. “No te doy la mano”, dijo el doctor al despedirse. Con justa razón. Salí con la sensación de constituir un peligro para la sociedad.

Mi hermana dice que recuerda que mi recuperación de la cirugía el año pasado fue sorprendentemente rápida. Tal parece que ocurrió lo mismo esta vez. Empecé tratamiento con unas gotas mucho más fuertes que las que me habían recetado antes y pronto desapareció toda la porquería que tenía entre los párpados. Mis ojos no serán buenos para enfocar, pero sí que son resilientes. Sin embargo, he de decir que, sumando las dolencias que se sucedieron una tras otra sin tregua, esta ha sido una de mis convalecencias más largas. Por si ya lo olvidaron, les repito: nunca se toquen los ojos, y menos si tienen gripa.

De Chapinero a Penang

Esta mañana soñé que estaba caminando por Chapinero, sobre la carrera 13. Estaba hablando por celular con mi amigo Changhee, pero sonaba entrecortado y no podía entender lo que decía. De repente, en una esquina, encontraba un almacén que nunca antes había visto: una tienda china. El letrero de entrada incluía el nombre Penang.

Yo entendía entonces que no podía escuchar a Changhee porque ya no estaba en Bogotá sino en Penang, Malasia. También entendía, casi inmediatamente después, que esto era un sueño. Doblaba una esquina y me ponía a recorrer una calle empinada, maravillada de lo que veía y preguntándome cómo hacía mi cerebro para poner tantos detalles en un sitio que yo no había visitado jamás en la vida real. ¿De dónde salían estas paredes coloridas, estos avisos, estas puertas? Llegaba a un punto donde el barrio dejaba de ser bonito y me devolvía. Al darme la vuelta, la calle, donde hasta entonces me encontraba sola, ahora aparecía llena de turistas, y de pronto me veía acompañada de una amiga, mi guía local. Nunca le veía la cara ni me enteraba de su nombre. Se suponía que todo eso yo ya lo sabía. Ella me contaba que en las casas de aquella calle había viejos sabios que predecían el futuro. Las rejas estaban abiertas y en los antejardines había carpas donde vendían comida y souvenirs. Aparecía entonces Cavorite, como si todo este tiempo hubiera estado conmigo. Entrábamos a un antejardín al azar y él se animaba a pedirle un vaticinio a uno de los ancianos, así que se excusaba un momento y desaparecía. Yo, contemplando unos bizcochos como de pistacho sobre una mesa bajo una carpa anaranjada, seguía siendo consciente de que esto era un sueño y guardaba la esperanza de no despertar antes de que Cavorite volviera con su destino revelado. Me sentía como si me tocara tratar con cuidado el mundo alrededor para que no se rompiera.

Mientras tanto, en el mundo real, mi papá puso YouTube en el televisor y le subió el volumen a Ravel.

El Bolero se filtró en el antejardín malayo y me devolvió a mi cama en Bogotá. Desperté de mal genio: me había quedado sin saber qué le deparaba el futuro a Cavorite según un viejo adivino en una calle turística de Penang.

Un poeta en Cafam de La Floresta

Uno de mis eventos favoritos cuando estaba en el colegio era la Feria Escolar Cafam. Cafam de La Floresta, que normalmente tenía una sección de papelería relativamente pequeña, llenaba por un par de semanas su plazoleta central de útiles y cuadernos para los estudiantes que se disponían a volver a clase. Recuerdo especialmente una de esas ferias, en la que la gran novedad eran los esferos Bic de colores diferentes al rojo, azul y negro. Mi mamá nos los compró todos a mi hermana y a mí: azul claro, verde claro, rosado y morado. No eran transparentes sino blancos con diseños como de rayos —¿o venas?— del color de la tinta.

Cafam de La Floresta es un lugar muy importante en la historia de mi vida. Era el supermercado al que iban mis abuelos maternos, con quienes pasé buena parte de mis primeros años. Lo he visto cambiar. Como lo remodelaron a medias hace años, hay rincones en los que puedo ver lo que había cuando yo era chiquita superpuesto a la realidad actual.

No tengo muy claro cómo ocurrió lo que voy a contar, pero sucedió cuando yo era adolescente. Recuerdo que en una de nuestras visitas a Cafam resultamos hablando con un viejito que estaba promocionando su libro de poemas. No lo anunciaba abiertamente, más bien era cuestión de acercarse a algún incauto como nosotros y conversar. En esa época yo escribía poesía, la publicaba en mi página web y hasta la mandaba a Caracol Estéreo para que la leyera “El Gato”, el locutor del programa nocturno. Movidos por mi parecido a él como escritora en ciernes, compramos el libro, se lo llevamos al señor viejito, y él me hizo una dedicatoria deseando que mis poemas salieran publicados muy pronto. (Nunca salieron y eso está muy bien.)

Han pasado muchos años y el libro sigue en mi biblioteca, intacto. Nunca llegué a leerlo porque la carátula me daba una especie de vergüenza ajena quinceañera que nunca terminó de desaparecer. Sin embargo, hoy me lo encontré mientras organizaba el cuarto y me pregunté qué habría sido de aquel poeta. Seguramente ya murió, pero ¿quién era? ¿Qué hacía además de publicar libros e impulsarlos en Cafam de La Floresta?

Lo único que encontré en Google fue una escuela de música con su nombre en un pueblito de Boyacá. Me animé entonces a abrir por fin el libro en busca de alguna reseña del autor: la escuela queda en su pueblo natal. Luis Gabriel Uscátegui Parra, nativo de Gámeza, Boyacá, dedicó toda su vida a la docencia de ingeniería. Solo cuando se retiró fue que se puso a escribir sus libros, que era lo que realmente deseaba hacer desde pequeño.

En un último intento de búsqueda, encontré una de sus obras mencionada en el breve catálogo de una biblioteca comunitaria que salía en una edición del boletín informativo de la Junta de Acción Comunal del barrio Los Andes en Bogotá. Menciono este detalle porque el barrio Los Andes queda justo detrás de Cafam de La Floresta. No sé si sea apenas una coincidencia o si el señor Uscátegui era vecino del barrio y la gente a su alrededor resultó con copias de sus libros, como yo.

Sigo sin leerlo, pero de repente le tengo más aprecio. Quién sabe si yo, hacia el final de mi vida, también me anime por fin a escribir.

2017 (Invocando el poder de Bobby McFerrin)

Mi objetivo para 2017 es ser como mi mamá y alcanzar la paz interior inquebrantable. Quiero que en mi cabeza suene “Don’t Worry, Be Happy” cuando lo normal sería explotar. Es un objetivo muy difícil de lograr, pero ahí está.

Pasé la medianoche en la terraza de la casa de mi hermana. Estábamos ella, mi cuñado, una amiga, la roommate holandesa, los invitados de la roommate y yo. Los vecinos de al lado también estaban en su propia terraza poniendo música a todo volumen, así que fue una especie de fiesta doble. La dueña de casa tenía un micrófono con el que animaba a sus invitados y también nos hacía complacencias. Todos coincidimos en que sonaba muy profesional. Bailamos cumbia argentina, reggaetón y salsa, a pesar de que estábamos cocinándonos en el aire irrespirable del verano. Mientras tanto, los relámpagos de la tormenta que se avecinaba exacerbaban los estallidos de la pólvora alrededor nuestro. Me parece genial haber empezado el año bailando, especialmente porque ese es el tipo de cosas que yo jamás pensaría hacer.

Esta madrugada mi hermana y mi cuñado salieron para El Calafate. Yo también estoy a punto de irme, pero a Bogotá. La idea del regreso me aburre enormemente, pero al menos descansaré al fin de esta humedad exasperante.

2016 (Reprise)

Cartagena – Guatavita – Buenos Aires – Córdoba – San Francisco – Berkeley – McKinleyville – Cave Junction – Portland – Sacramento – Chicago – Lake Geneva – San José – Berkeley – Santa María – Aquitania – San Francisco – Santa Bárbara – Ventura – Los Angeles – Joshua Tree – San Diego – San Francisco – Berkeley – Arequipa – Buenos Aires.

Hace unos años me angustiaba pensar que después de Japón yo nunca fuera a volver a viajar tanto como en los años que pasé allá. Este año demuestra una vez más que no tenía nada de qué preocuparme. Conocí la costa californiana de cabo a rabo (primero hacia el norte, luego hacia el sur), volví a Chicago después de trece años, tuve una simpática aventura aérea gracias a la cual casi no llego a Córdoba (Argentina), comí hasta reventar en Arequipa y ahora estoy cerrando el año en Buenos Aires, donde me estoy derritiendo del calor.

2016 fue “el año de arreglar cosas”. Después de la sanación espiritual tan enorme que fue el viaje a Japón sentí que era ahora podía empezar a reparar todo el resto de cosas que me molestaban de mi vida. Tomé un curso de francés, empecé un tratamiento de depilación láser, pasé de hacer cero ejercicio a algo de ejercicio y leí más libros. Todavía quedan asuntos por abordar, pero siento que voy por buen camino.

Por otro lado, cerré el año pasado sintiéndome muy adulta al haberme convertido en socia de una empresa, pero en diciembre de este año renuncié a las responsabilidades adicionales que conlleva vivir con un cargo así de glamoroso y volví a limitarme a hacer lo que me gusta: traducir. Es bueno aligerar las cargas y llevar una vida más bien sencilla.

Hablando de aligerar cargas, tengo el firme propósito de disminuir drásticamente mi consumo de información en línea. Los efectos devastadores del consumo masivo de información basura a nivel mundial me tienen asqueada. Por otro lado, mi participación compulsiva en los mecanismos de publicación inmediata de mini ideas me han alejado de la escritura a más largo aliento, cosa que he lamentado mucho. Alejarme de las redes sociales ha sido un proceso lento; intenté cortarlo todo de tajo, pero al cabo de poco más de un mes, cuando ya me sentía triunfante y me disponía a escribir sobre todas las fantásticas lecciones que había aprendido al alcanzar la iluminación post-redes (ya ni recuerdo qué es lo que tanto creí saber en ese momento), recaí con fuerza. Esto no ha sido nada fácil, pero la renovada sensación de soledad me ha llevado a revivir algunas amistades de la vida real que tenía en hibernación. Eso me ha gustado mucho.

Finalizo este resumen con una nota triste: este año murió mi tío abuelo. Murieron dos tíos abuelos en menos de una semana, uno por parte de mamá y uno por parte de papá; sin embargo, la muerte del primero me dio especialmente duro. Nadie vio venir esa ausencia. Siempre lo sentí muy cercano y me reproché no haberlo visitado más seguido. Pero qué sabe uno del porvenir. No queda sino estar lo más que se pueda con los que nos quedan vivos.

Ahora me voy a cenar con mi hermana y mi cuñado. Me despido del año, me despido de mi hermana y mi cuñado y me despido de Buenos Aires. Quiero pensar que la ausencia será breve.

Un regalo de Navidad

Mi familia decidió pasar la Navidad en Buenos Aires, en vista de que el paso de mi hermana por estas tierras está a punto de acabarse. Mi cuñado también vino desde Alemania. Si todo sale bien, en algún momento no muy lejano iremos a pasar las festividades allá en la nieve.

Mi cuñado me trajo un regalo, que me entregó a medianoche: un kit de dibujo con carboncillo, sanguina y grafito.

Para alguien que se siente tan mal de no haber seguido dibujando, este fue un mensaje contundente. Se me aguaron los ojos contemplando la caja.

Mañana iré a la papelería y me compraré el block que no quise comprar hace algunos días porque para qué si yo ya no dibujo.

Historia de una úlcera corneal

No sé por qué me gusta tanto documentar mis males. Describir dolores. Tomarles foto a mis heridas. En alguna parte de este blog hay un cólico que se sintió como si me hubieran clavado a la cama por el vientre y un dolor de cabeza que era como si el cerebro me rebotara entre el cráneo como una bolita en un frasco. Solo una vez que salí volando de la bicicleta en Tsukuba y el dedo gordo del pie quedó engarzado en el pedal y se me puso gigantesco y morado morado morado casi negro no fui capaz de guardar el espectáculo para la posteridad. Ahora tuve una nueva oportundad para hablar de este tema, aunque enfermarse no es divertido ni recomendable, por más que los dolores sean fuente de imágenes tan interesantes.

Hace una semana exactamente, después de mediodía, estaba sentada frente al escritorio traduciendo un documento cualquiera. El tedio usual. En algún momento sentí una molestia en el ojo izquierdo. Nada diferente de lo que uno siente cuando a uno se le mete una pestaña. Supuse que era resequedad y me eché gotas, pero cuando la molestia se convirtió en dolor, decidí que debía tomar una pequeña siesta a ver si se me pasaba. Tal vez es estrés, conjeturé. Quince minutos después, el dolor seguía ahí, ahora más fuerte. Qué pasó con el documento, me escribieron del trabajo. Un momento, respondí. Algo me está pasando en el ojo y me duele mucho.

Me miré en el espejo en busca de la maldita pestaña que se rehusaba a salir. ¿Por qué me duele como si tuviera los lentes mal puestos si hoy tengo gafas? Me levanté el párpado. No había ninguna pestaña por ahí, pero a cambio sí hubo un aumento repentino del dolor, como si el aire bajo el párpado me estuviera quemando. Volví a dejar el párpado en su sitio, aunque intenté un par de veces más con el mismo efecto y la misma falta de respuestas.

Entonces miré el ojo con mayor detenimiento. En el iris había un puntico blanco. ¿Siempre lo había tenido? ¿Qué era eso?

Dr. Google, dígame qué quiere decir un punto blanco en el ojo.

Querida paciente, lo más probable es que usted tenga una úlcera corneal.

Llamé a mi mamá. Tuvimos una discusión acalorada sobre mi salud versus mi responsabilidad en el trabajo. El dolor iba y venía. Cavorite me vio por Skype oprimiéndome la sien a ver si podía distraer un dolor con otro. Finalmente decidí dormir. Entretanto, mi mamá me consiguió una cita con un oftalmólogo a primera hora el sábado, pero igual trató de convencerme de irnos a urgencias a las 11pm. Le dije que prefería dormir calientita e ir luego al especialista que ir a aguantar frío y sueño para que me digan que no tengo nada porque no me estoy desangrando.

No sé qué soñé, pero en algún momento me desperté y del ojo brotaron lágrimas a borbotones. Eran tantas lágrimas que alcancé a plantearme la posibilidad de que el ojo se me estuviera vaciando. Ahora Misaki y yo nos veríamos igual. Volví a dormirme.

Mi ojo no se vació en el transcurso de la noche, pero sí se achicó. Mi disparidad ocular me hizo pensar en McZee, el personaje de piel azul que lo guiaba a uno por Creative Writer y Fine Artist (un procesador de texto y un editor de gráficos rasterizados que me enloquecían de felicidad y me mantuvieron muy ocupada a mediados de los noventa).

tumblr_n0snkoNIMu1tsxrbyo1_500Esto era lo máximo, amigos. LO MÁXIMO.

Me alisté para la cita con el oftalmólogo y me puse gafas oscuras dentro de la casa porque la luz me hacía doler el ojo. Era como si se materializara en una vara puntuda y me lo hurgara. Asomarme a la ventana me dolía. Mi tío médico le pidió a mi mamá una foto del ojo y el flash me hizo gemir. Mis gafas oscuras no tienen fórmula, así que anduve un buen rato en la paz de la ignorancia que me da la miopía severa. Salí con mis papás, llegamos a la óptica y el oftalmólogo, cuyo aspecto no llegué a conocer de verdad sino hasta que me volví a poner las gafas de ver bien, me examinó. Leí letras. Recibí gotas. Ignoré luces. El diagnóstico del doctor confirmó las respuestas iniciales de Google: queratitis, una úlcera corneal. La enfermedad no me era ajena: yo había sufrido de queratitis anteriormente, pero nunca a este nivel. No obstante, con todo y lo impresionante, mi caso era tratable. Unas gotas cada dos horas y otras tres veces al día. Debería notar una gran diferencia en 72 horas.

El ojo volvió a su tamaño normal y dejó de doler y lagrimear en cuestión de horas. El panorama cambió lo suficientemente rápido como para poder mantener nuestro plan de celebrar el Día del Padre en un restaurante francés. De todas maneras seguí leyendo al respecto y me encontré con que las queratitis más agresivas lo dejan a uno sin córnea en un plazo de 24 horas. Entonces, si un día sienten una arena en el ojo y les duele cada vez más —encuentren o no puntos blancos en su iris; a veces las lesiones son imperceptibles a simple vista—, corran al oftalmólogo. Su visión puede depender de ello. A pesar de no haber ido a urgencias, yo hice bien en no dejar pasar un día entero entre la aparición del dolor y el examen médico, porque en un estado más avanzado la úlcera alcanza la pupila y uno empieza a dejar de ver.

La mancha en el iris, que el sábado en la noche era mucho más grande que el punto inicial lo que yo vi el viernes en la tarde (vean ahí la importancia de la rapidez en el tratamiento; yo no sabía lo mucho que había crecido hasta que volví a mirarme el ojo ya con el dolor controlado), ahora está casi desvanecida del todo. Desde cierto ángulo alcanza a notarse que aún queda una ligera depresión en la parte inferior del iris del ojo izquierdo, pero ya es mucho menos pronunciada que hace una semana. Por el momento no estoy usando lentes de contacto ni me estoy maquillando, pero eso no me molesta. Lo importante es que después de este susto terrible pero afortunadamente breve, estoy pudiendo escribir esto sin ningún problema.

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