Archive for the 'brasil' Category

Paquetá y los mares intocables

No recordaba lo mucho que extraño montar bicicleta hasta que, esta mañana, le dimos una vuelta a la isla de Paquetá. El día era de un azul prístino. De la isla en sí no hay mucho que decir salvo que es hermosa y colorida y solo se la puede recorrer en bici. El único bemol es que no es recomendable meterse al mar desde sus playas (después de enterarnos de esto nos daba impresión ver niños jugando en el agua). Durante el recorrido pensaba, como siempre, en lo mucho que me gustan las islas. En cierto modo yo misma soy una isla.

Desde el ferry de vuelta vi flotar en el agua verde vasos, botellas, paquetes de galguerías y medusas que seguramente eran en realidad bolsas de plástico.

De regreso al continente, atravesamos una avenida vacía donde nos cruzamos casualmente con unos tipejos que nos hicieron pensar en coger taxi ya ya ya. Desde el carro los volvimos a ver unas cuadras más adelante, departiendo amigablemente con agentes de la ley. Digo, los estaban requisando. J. había alcanzado a pensar que nos iban a asaltar pero de milagro siguieron derecho. Yo tenía los ojos demasiado resecos para entender y asustarme.

Llegamos a la estación del teleférico que lleva al Pão de Açúcar pero nos topamos con una fila monstruosa. De la calle entraba a un salón y lo llenaba todo y luego atravesaba un pasillo y volvía a la acera y se alejaba del edificio. Me negué a pasar una tarde tan bonita esperando un turno ahí. Entonces le echamos un vistazo a Praia Vermelha, caminamos por Urca y comimos paleta y maní japonés sentadas en una tapia frente al mar. Es extraño (y triste) que haya tantas playas donde uno no se debe meter al agua por lo contaminada que está. Así es Paquetá, así es Praia Vermelha y así es la playa de Urca. Tantas cosas bonitas y dañadas.

La comida nunca dejó de caerme mal, así que para qué buscar culpables a estas alturas. En la noche alcancé a disfrutar algo de nuestra última picanha, pero espero que mi intestino no tome represalias. Ya mañana dejamos Brasil y volvemos a matar tiempo en Santiago. Si todo sale bien, pasado mañana estaré de vuelta en Bogotá.

Reflexiones inconclusas en Copacabana

En la anterior entrega de este diario de viaje, dejamos a mis amigas en un bar de samba mientras yo dormía. Pues bien, ellas volvieron a la casa a las 3 o 4 de la mañana con historias de encuentros surreales con chicos hermosos y cuentas pagadas por desconocidos. Y muchas caipirinhas. Todo eso me hizo pensar en mi condición actual de no-del-todo-soltera, cosa que no lamento pero que tal vez habría interferido con la experiencia de anoche si hubiera ido. Debo confesar que pienso mucho en Cavorite. Sería bonito cantar juntos La Bossa Nostra bajo el sol de Copacabana (preferiblemente sin quemarnos).

Almorzamos bolinhos de bacalhau, frango à passarinho y yuca frita en un puesto junto a la playa en Copacabana. Luego nos echamos a descansar frente al mar. El sol ya no brillaba tanto, pero de todas formas me cubrí generosamente con diversos productos bloqueadores recién comprados en una droguería frente a la entrada del metro. Hasta chapstick especial llevé, porque esta mañana los labios se me estaban descascarando cual papel de colgadura viejo. Al final de la tarde paramos por una tienda de jugos y probé uno de cacao. No sabía a chocolate.

En la playa estuve pensando acerca de una cuenta de Instagram que había visto la otra vez, cuya dueña era muy delgada y salía en bikini y todos la alababan. Para una persona blandita como yo, vencer el temor de exponerse en la playa en bikini es relativamente fácil. Al fin y al cabo, a la playa va todo tipo de cuerpos y a nadie le importa. Sin embargo, creo que esa liberación aún no llega a traducirse en las fotos. ¿Cómo sería si la del bikini en Instagram fuera alguien como yo, con pliegues en la panza? Seguramente pocos comentarían directamente, pero haría las delicias de grandes y chicos con mi cuerpo feo, o algo así. (A veces pienso que es más fácil ser una voz del feminismo cuando se es convencionalmente atractivo. A Gloria Steinem le funcionó y ella misma lo acepta. Es una paradoja tremenda.) Se me acaba de ocurrir que al no publicar fotos con mi panza blandita estoy ayudando a perpetuar la idea de que solo las ultraflacas/megaatléticas tienen derecho a salir en fotos en bikini. Tengo que ponerme a hacer harto ejercicio y decirle no al bolinho de bacalhau para ganarme el derecho de… ¿ser un objeto? Esto está difícil y yo tengo que madrugar mañana. Le voy a echar cabeza.

Empiezo a pensar que no sería mala idea seguir estudiando rudimentos del portugués aún después de regresar a Bogotá. Lo poco que entiendo ha sido útil. Además, tengo la impresión de que algún día volveré a este país.

Paréntesis: habla el intestino

Alejémonos por un momento de mi piel achicharrada para enfocarnos en otro órgano que empieza a reclamar atención: mi intestino. Quiero aclarar, primero que todo, que a mí me gusta comer. No soy quisquillosa. Me encanta probar comida nueva. No obstante, mi intestino opina distinto a mí y se opone a todos mis planes. En México lo hizo con especial vehemencia. Desde entonces, intento escucharlo con mayor atención.

Hoy recibí una dolorosa señal de “arrepiéntete o pagarás las consecuencias”, no sé ni por qué. ¿Habrá sido el sushi? ¿La coxinha? ¿El agua del jugo de acerola? Vaya usted a saber. Pero hoy era el día de probar la feijoada y me tocó limitar la ingesta al mínimo, así que me parece que mi intestino es bien malaclase. He tenido retorcijones todo el día.

Ahora mis amigas están en un bar de samba y yo estoy acá guardada por temor a que los retorcijones se conviertan en algo peor y menos manejable fuera de casa. No niego que me alegra tener un respiro después de las maratónicas jornadas turísticas de los últimos días, pero… igual. No es algo que yo haya elegido.

No habiendo más que decir ni hacer, aprovecharé para dormir. Tal vez sueñe con el Real Gabinete Portugués de Lectura, el cual visitamos esta mañana y donde creo que me habría quedado con gusto el día entero.

Um oscurecimento

Maldita sea la praia, maldito sol asesino.

En el baño de la casa de J. hay un espejo de cuerpo entero donde puedo apreciar mis quemaduras en todo su esplendor. Mi cara, mi hombro derecho, mi cadera derecha y mi muslo derecho están adornados de parches color carmín con bordes claramente demarcados. Hay que aceptarlo: no soy precisamente una viajera bella.

Subimos al Corcovado. Como era de esperarse, estaba plagadísimo de turistas de todas partes del mundo. Lo que no me esperaba (ingenua yo) era la cantidad de visitantes tomándose fotos estirando los brazos como el Cristo Redentor. Los odié al instante. Sin querer mi cara de desaprobación quedó inmortalizada en la autofoto de una turista desconocida. Photobomb! Me abrí paso pacientemente entre los selfipalitos y los morrales para tomarle una foto al Pão de Açúcar desde la punta del mirador. Me tomé una autofoto como por no dejar, pero mi cara hinchada y roja por partes la arruinó.

Al bajar del cerro entramos a una tienda de souvenirs. Me di cuenta de que las dueñas eran japonesas y sentí un inmenso alivio de poder hablar en japonés en vez de mi remedo de portugués. Mis amigas dicen que la cara de la señora del mostrador se iluminó apenas me oyó preguntar “cuánto vale este anillo” en su idioma natal. Es absurdo que el japonés sea mi zona de confort lingüístico en este momento.

Tomamos un taxi para el Parque Lage y el taxista nos llevó al Jardín Botánico, aunque recuerdo haberle dicho específicamente que no íbamos allá. Nos tocó entonces caminar un buen trecho hacia nuestro destino original, y luego otro tanto para volver al jardín. Lo bueno es que eso nos abrió un espacio para comer salgadinhos y tomar jugo de acerola, cupuaçú y umbú. Durante todo el trayecto sentí como si la piel de los hombros se me estuviera quedando pegada en las tirantas del morral, pero eso era solo una ilusión causada por los estragos do sol do Brasil.

El guardia del Jardín Botánico fue muy amable y nos dio direcciones todo el tiempo. Otro guardia, que estaba tomando fotos en el cactario —para su esposa, nos aclaró—, se puso a hablar un montón sobre un cactus que crecía en espiral. Me recomendó ir al Teatro Municipal en Lapa. Los cariocas hablan y hablan y nadie los frena.

Finalmente fuimos a un delikatessen y a un centro comercial donde no compré nada. Caminar, caminar y caminar. Estuvo bien, pero supongo que habría estado mejor si no tuviera queimado tudo, de la proa hasta la popa.

Todo el día estuve pensando en La Bossa Nostra de Les Luthiers. Oh, sol, cozinheiro da gente. Quién iba a pensar que en ese chiste estuviera contenida una gran verdad.

No sabemos ser criaturas de la mar

Vinimos a Rio de Janeiro a visitar a nuestra amiga J. El vuelo incluía una parada más bien larga en Santiago, así que tuvimos tiempo de subir el Cerro Santa Lucía y tomar caldillo de congrio en el Mercado Central. Fue agradable, pero se sintió raro no ir directo a Valparaíso ni poder ver a Azuma de nuevo.

Rio se me parece muchísimo pero muchísimo a Buenos Aires. Es más, si no fuera porque entiendo los letreros a medias, podría jurar que en cualquier momento podría salir a buscar la casa de mi hermana. No alcanzo ni a sorprenderme de la novedad de estar en este país. Pienso en amigos que podría ir a visitar pero en realidad no.

El pronóstico del tiempo nos prometió lluvia toda la semana, así que esta mañana salimos rumbo a la playa a aprovechar lo poco que se podía bajo las nubes pesadas. La famosa Ipanema. No se podía nadar en el mar, así que nos limitamos a meter los pies en la arena mojada y esperar la caricia de las olas. Yo estaba absorta en la sensación del agua fría y el suelo que se deshacía debajo de mí, cuando de pronto vi que el agua ya no me llegaba a los tobillos sino a la mitad de la pierna. ¿Cómo, si yo no había dado ni un paso? No me pregunten, yo no sé nada. El caso es que la siguiente ola ya no tenía aspecto de caricia sino de puño. Toma. Reboté en la arena y volví a pararme rápidamente. Me fui, amedrentada. Después descubrí que me había raspado una nalga.

Para completar la humillación, no sé qué nos hizo pensar que podríamos dejar de ser meticulosas en la aplicación de bloqueador solar y sobrevivir. Tal vez las nubes. Tal vez el queso asado con ajo y orégano. Tal vez la caipirinha. Tal vez la felicidad de ser un grupo de viejas amigas juntas en una playa en otro país. El tiempo pasó, hablamos de todo, bebimos y solo nos dimos cuenta de que eso no era precisamente la sala de una casa cuando nos fuimos y empezamos a sentir ardor en parches. Las partes donde el bloqueador no llegó son fácilmente discernibles. En mi caso, mi muslo lleva doble ardor gracias a la embestida del mar. Roja por delante y roja por detrás.

Supongo que los siguientes días de este viaje estaremos huyendo del sol cual vampiros. Al menos sabemos que la próxima sesión de playa no será mañana. No sabemos ser criaturas de la mar.