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Un meteoro rosa

Ayer estaba sentada frente al computador, tratando infructuosamente de buscar ideas para escribir, y en algún momento elevé la mirada hacia el cielo, como cualquier persona obligada a pensar un poquito más de lo normal.

Justo donde posé la vista, encontré una estela.

Era una pincelada de un rosa muy vivo que contrastaba hermosamente con el azul cerúleo lechoso sobre el que se iba pintando lentamente. Me quedé mirándola, creyendo que se trataba de un avión bien ubicado al atardecer. El rosa se fue tornando rojo fulgurante cuando me di cuenta de que la parte frontal de la estela estaba ardiendo. Eso no era un avión. Era un meteoro.

Cuando la visión desapareció detrás de unos edificios cercanos, entré a Twitter a ver si alguien más había visto lo mismo que yo. Dos o tres personas más describían un fenómeno igual a la misma hora, pero se encontraban en la Costa Este de Estados Unidos.

Esto es lo que voy a extrañar de Twitter.

Kill Your (Culinary) Idols

Durante el primer fin de semana de mi más reciente estancia en San Francisco, Cavorite y yo organizamos un paseo a San José para conocer un supermercado japonés, Mitsuwa. Invitamos a Naoki, compañero japonés de la maestría de Cavorite en Pittsburgh, y ahora amigo de los dos.

Mitsuwa tiene sedes en California, Nueva Jersey e Illinois. La de Illinois la conocía yo porque Minori me llevaba allá cuando vivíamos en una esquina de Iowa. Inevitablemente, en algún momento terminé hablando de él. Mientras esperábamos por nuestro almuerzo en un restaurante les conté que lo único que extrañaba de él era su cocina, y que antes de que a Cavorite lo agarrara la fiebre culinaria yo anhelaba estar nuevamente con alguien que cocinara. Minori —corre un video imaginario ambientado en una casa rural japonesa de luz tenue— se la pasaba en la cocina con su mamá desde que era chiquito, y empezó a cocinar a los diez años. A veces me mostraba su libro de recetas, del cual yo no entendía ni un ápice. Naoki preguntó qué preparaba. (Aquí la cinta se corta abruptamente.) Yo solo recordaba el korokke (croquetas de papa), el karē raisu (arroz con curry) y el kurīmu shichū (estofado cremoso).

—Pero el karē y el shichū son cocina básica, ¿no?— dijo Naoki.

Palidecí ante la revelación. Yo misma puedo hacer karē y shichū sin problemas. El último rezago de admiración que me quedaba por mi primer novio serio se acababa de esfumar.

—Aunque el korokke es complicado—, fue el consuelo que me ofreció al verme así.

Tantas canciones y películas dedicadas a exaltar las virtudes del primer amor, a añorarlo profundamente, y resulta que todo es una colección de recuerdos distorsionados de una mente inmadura. Afortunadamente no hubo mucho tiempo para reflexionar al respecto porque llegaron nuestros platos —chirashi para ellos, unadon para mí— y pasamos a asuntos mucho más importantes.

North Beach

Comer afuera es una maravilla: todos pueden ver que has pedido una pasta fenomenal con un montón de queso parmesano y un buen vino. El cielo es azul, naranja y violeta, y se va apagando lentamente mientras se encienden las luces de la ciudad y tu acompañante hace un comentario ingenioso. Se ríen. Un mesero viejo de nariz aguileña y patillas largas les pregunta con el acento esperado en este tipo de lugares si todo está bien. Sí, todo está bien, no podría estar mejor. Sin embargo, el andén en el que está ubicada tu mesa es tan angosto que las carteras de las señoras y las cámaras de los turistas y los bordes de las chaquetas amenazan con llevarse una cucharada de salsa a cada instante. Todos pueden ver que has pedido una pasta fenomenal con un montón de queso parmesano y un buen vino: lo sabes porque las miradas no dejan de caer sobre tu mesa. Pasan con una frecuencia industrial. No hay descanso. Cada bocado es una curiosidad de zoológico. Tratas de sobreponerte y mirar en lontananza con frescura. No se ven las vitrinas de la acera de enfrente. No se ven los carros en la mitad de la calle. No se ven los postes de la luz al borde de este andén. Solo se ven las carteras y las cámaras y los bordes de las chaquetas rozando a toda velocidad tu plato y tu cara. Los transeúntes te encierran, te asfixian, te miran sin asomo de vergüenza y están de acuerdo contigo: comer afuera debe ser una maravilla.

Camas heladas

Hace frío.

En realidad hace sol, pero su única función es iluminar y engañar a la gente, haciéndole creer que este es un día espléndido. Va uno a ver y no. En este momento la temperatura es la misma aquí y en Anchorage, Alaska.

Anoche me metí a la cama a eso de las diez de la noche. Me abracé y me hice un ovillo mientras intentaba conciliar el sueño. Un rato después apareció Cavorite. Quise acercarme a él en busca de calor corporal pero tenía las manos escandalosamente heladas. Salté al extremo del colchón como si me hubiera pasado corriente. Me puse a temblar. Entonces trajo una cobija extra y por fin pude hacerme otra vez un ovillo, esta vez recostada contra él, cerrar los ojos y quedar fundida.

Acabo de caer en cuenta de que hace unos trece años estuve en una situación parecida.

El apartamento de Minori en Dubuque, Iowa, tenía un sistema de calefacción sumamente débil. La casa donde se suponía que yo vivía era bien calientita, pero quién quiere estar tostadito y cómodo en soledad cuando se pueden pasar penurias en compañía. El edificio donde vivía Minori se estaba hundiendo hacia un lado. Si uno ponía una botella quieta en el piso, esta empezaba a rodar (hicimos el experimento). Se podía sentir el mareo de estar ligeramente de cabeza si uno se acostaba del lado que no era.

El invierno llegó rapidísimo a Iowa y los radiadores del apartamento se encendieron, pero no había mucha diferencia entre eso y nada. Por la noche yo me ponía una pijama de manzanitas que me había regalado mi abuela, me tendía de costado y empezaba a patear frenéticamente para que la fricción calentara las sábanas. No era posible quedar dormida de primerazo. No entiendo por qué nunca le buscamos una solución al asunto, con lo fácil que era. Creo que ese año no le busqué solución a nada. Volví a Bogotá con diez kilos de más.

El apartamento en San Francisco también tiene radiador, pero no sabemos cómo funciona (si es que lo hace). Al menos las noches aquí solo alcanzan los 9ºC en vez de -23ºC, pero temo que mi resistencia al frío ha empeorado. Quisiera rematar con algo bien cursi sobre el amor y los abrazos y el calor, pero lo único que puedo declarar es que necesito una pijama más gruesa.

2014 (Reprise)

Cartagena – San Francisco – Point Reyes – Sonoma – Pescadero – Santa Cruz – Davenport – Isla de Pascua – Medellín – Popayán – Cali – México, D.F. – Teotihuacan – San Francisco – Point Reyes Station – Marshall – Santa Cruz – Villa de Leyva – Ráquira – La Dorada.

Qué año tan plácido. Plácido o falto de emoción. Feliz. Un año de depuración. Me deshice (y me sigo deshaciendo) de un montón de cosas que no necesito en mi vida. Objetos, vínculos, hábitos. Hasta peso perdí.

Mi vida laboral sufrió un sacudón violento pero necesario. Tomé un curso de interpretación médica. Conocí a Michael Sandel, a Ken Segall y al inventor de la kinesio tape. Estuve en un almuerzo con Joe Sacco y me dijo que soy muy buena intérprete. Manuele Fior me dio un beso en la mejilla.

Armé un mueble con Cavorite. Probé quesos y cervezas con Cavorite. Me fui de roadtrip con Cavorite. Estuve en un concierto de Franz Ferdinand con Cavorite. Comí ostras recién abiertas por Cavorite. Recogí fresas en un huerto junto al mar con Cavorite. Me enfermé del estómago y casi me desmayo encima del lecho de muerte de Frida Kahlo pero me cuidó Cavorite. Tengo mil y un recuerdos felices con Cavorite.

También hubo momentos dolorosos. Me fui entre una zanja en México y de milagro no me partí la pierna. Misaki tuvo un accidente y perdió un ojo. Sin embargo, ver How to Train Your Dragon me ayudó a entender que estará bien, que de hecho ya está bien y debo estar feliz de seguir con ella. Tener un perro es hermoso y durísimo al mismo tiempo.

Y como siempre, la sensación de continuidad. Nada empezará para mí cuando despierte mañana: volveré a la casa a cantar como siempre, a dibujar como siempre, a trabajar como siempre. Estoy muy contenta, a decir verdad.

Work from Home Day

Los jueves son días de teletrabajo en la oficina de Cavorite. Para mí casi todos los días son días de no ver a nadie. Nunca habíamos aprovechado para trabajar juntos, hasta ahora. Aunque en realidad no estamos juntos juntos: Cavorite está en el comedor y yo en el escritorio del cuarto. Desde nuestros respectivos puestos no nos vemos y tampoco nos oímos. De cuando en cuando uno de los dos se da una vueltecilla para descansar la espalda y saludar al otro.

En la mañana, antes de separarnos, hablamos de la tortura que son las oficinas abiertas: la empresa le pide a uno que dé el extra y sea súper productivo, pero es como esos concursos de televisión donde uno tiene que cumplir una misión que requiere mucha concentración mientras evade huecos, salta obstáculos sorpresa y le llueven pasteles encima. Entonces uno está dispuesto a hacer su trabajo pero al mismo tiempo tiene que ver cómo se las ingenia para ignorar las entrevistas de la radio que domina la sala, la conversación interminable de los dos del frente, el ruido de la chuzografía del de al lado, la vibración del escritorio por las piernas inquietas algún otro, el timbre incesante del celular de uno que está chateando más allá, y encima la mirada vigilante del jefe que realmente espera que uno esté súper enfocado y dé resultados en ese ambiente laboral.

A mediodía —tras dejarle a Cavorite en la mesa un dibujito donde soy un esqueleto sentado frente al computador esperándolo para almorzar— fuimos por takeout a un restaurante pakistaní. También pasamos por nuestra librería favorita para llevarnos un libro enorme de cocina con el que queremos ver si hacemos algo interesante. En el camino nos dieron una muestra gratis de los jugos de una nueva juguería. “Cold-pressed”, dice el letrero a la entrada del lugar, al igual que prácticamente todos los avisos relacionados con bebidas de frutas que uno pueda ver por estos lares. Puras ganas de meterle participio adjetivado a todo para cobrar más.

Después del almuerzo nos tomamos un té y comimos chocolates de los que siempre traigo del aeropuerto de Bogotá. El sol se puso en algún momento, seguimos trabajando hasta que no pude más del tedio y nos acabamos las sobras del almuerzo con agua de flor de jamaica y aplanchados de postre.

Ahora yo estoy escribiendo esto a modo de break (traduzco un par de frases entre párrafo y párrafo) y Cavorite está leyendo en la sala. Pronto nos iremos a dormir y mañana madrugaré a terminar el trabajo.

Reflexiones en DFW

Desperté a la 1:40am, angustiada sin saber por qué. Tenía la certeza de que no debía quedarme dormida pero al mismo tiempo esa idea carecía de sentido. La luna llena brillaba a través de las persianas. Segundos después caí en cuenta de que hoy me iba. Qué decepción.

Esta despedida fue muy diferente de las anteriores: como San Francisco queda en el futuro (así los husos horarios digan lo contrario), uno puede alquilar por Internet un auto parqueado cerca de donde uno está y la magia de la tecnología abre el carro cuando uno hace clic en un link en el celular. Cavorite escogió un Mini Cooper plateado de un parqueadero sobre la calle Dolores, pasó a recogerme frente al edificio y nos fuimos al aeropuerto. Debo decir que partir así duele muchísimo menos que subirse a una van que siempre llega veinte minutos antes de lo previsto y sentirse arrancado de repente de una vida a la que uno ya se había acostumbrado. Peor aún si es la vida que uno quisiera que fuera la de siempre.

Todavía no he llegado a Bogotá; estoy haciendo una escala larga en Dallas. Llevo horas viendo aviones partir frente a un horizonte inmeeeeeenso bajo el cielo azul claro. Cuando el primer avión despegó desde San Francisco, vi la ciudad cubierta de niebla y lo único que se me ocurrió fue que esa sería una buena foto para Instagram. Me sentí mal por pensar bobadas de redes sociales y decidí dibujar el recuerdo de aquella vista. Aún no lo he hecho. He ahí el problema.

He pensado mucho durante este viaje. He acumulado rabia. Rabia de la buena, supongo, de la que le hace a uno pensar que los cambios logrados hasta ahora no son suficientes y que hace falta algo más. O que el cambio no se limita al deseo del mismo sino a su ejecución, con todo y el terror que ello conlleva. Terror. Llevo años fortaleciendo fobias que han distorsionado mi mundo y estoy cansada de vivir así. Me devuelvo al apartamento si oigo que alguien viene subiendo las escaleras para no tener que cruzármelo y decir “hi”. Me invento actividades o lecturas supuestamente interesantes (léase “le doy clic a cualquier cosa”) para no empezar las cosas que quiero/debo hacer (como el dibujo del que hablé, por ejemplo). Mis blogs se mantienen a duras penas por esta razón. No obtengo muchas cosas que quiero por la combinación de mi fobia a empezar y mi fobia a hablar.

Hace poco me di cuenta de que muchas personas me están haciendo barra para que yo saque así sea un mísero dibujo al día. Cavorite lo intenta de todas las maneras posibles y yo sigo reticente a abandonarme al hábito. Hace poco conocí a Maria C., una amiga de la universidad de él, e incluso ella me manda mensajes preguntándome por el dibujo del día. Y no entiendo por qué lo hacen pero les agradezco desde el fondo de mi alma; hasta me dan ganas de llorar de pensar en esto porque cómo es posible que alguien se tome el trabajo de decirle a otra persona que dibuje, y peor aún viendo a los verdaderos dibujantes que no sueltan el cuaderno ni un solo instante. No me explico cómo puede ocurrir que una actividad que uno adora le puede dar a uno tanto miedo y uno se pueda dar el lujo de posponerla indefinidamente.

Pero no quiero que las cosas sean así por siempre. Tengo rabia y quiero que la rabia se acabe. Temo que esta sea otra declaración de lucidez temporal que tan solo acabará en otra semana sin dibujos ni ukulele ni posts, y otra y otra. No puedo seguir siendo así. No puedo seguir pensando que la cobardía me define.

Llegó la hora de abordar el último vuelo. Bogotá es otra de las cosas que me dan rabia y no quiero más, pero también tengo que dejar de verla como un destino inexorable. Una vez más, el deseo por sí solo no siempre lleva a la acción. A la rabia, en cambio, empiezo a tenerle un poco más de fe.

Vega, Mission, telenovelas

Ayer me encontré con Vega. Comimos comida peruana, recorrimos Mission de cabo a rabo bajo el sol, probamos las bebidas frías de una chocolatería increíble (“small batch”, “artisanal”), le dimos una oportunidad a un jugo que creímos de corozo pero resultó no parecerse en nada al corozo (sabía más bien a vino avinagrado) y, finalmente, estuvimos viendo novelas viejas en YouTube. Amar y vivir no estaba completa, pero sí Café con aroma de mujer. Vimos pedacitos de varios episodios desde el principio hasta el final y, ayudados por Wikipedia, nos hicimos una idea general de la trama. Concluimos que el lío de Café no habría podido ocurrir en la era de las redes sociales y los celulares. Bastaba con que Sebastián y Gaviota se hubieran agregado a Facebook al principio de su idilio y ya. Se habrían ahorrado muchas malas decisiones. Vivimos en un futuro sin desencuentros donde ya nadie se pierde.

Un momento en Embarcadero

Se supone que uno viaja para ser observador y hablar de nuevos paisajes y costumbres, pero a mí el desplazamiento me suele dejar sin palabras. Creo que yo no serviría para ser cronista de viajes pero sí para ser abuela parlanchina. No tengo nada que decir en el momento de viajar pero muchos años después tengo un montón de cosas que contar.

Ayer en el F (tranvía antiguo que corre por la avenida Market desde Castro hasta los Wharves) escuché a un viejito conversar con unos turistas mexicanos. Les contó que el tranvía tenía 88 años, que era la misma edad que tenía él. También les dijo que San Francisco estaba cambiando mucho porque estaban sacando a los pobres para meter a los ricos. Me hubiera gustado quedarme escuchándolo pero me bajé en Embarcadero.

El Ferry Building, cuya torre del reloj domina el paisaje del Embarcadero y la vista de cualquier punto de la avenida Market, es una especie de feria hipster donde todo es “locally sourced”, “family owned”, “small batch”, “artisanal”, “organic” y la tipografía de los letreros siempre tiene más de dos fuentes. Hay tiendas de hongos especiales, carnes especiales, quesos especiales, leche especial, dulces especiales, pan especial, aceite especial y helado especial. El helado tiene que ser increíblemente especial porque la fila para comprarlo se asemeja a la de un banco a la hora de almuerzo o la del check-in de un vuelo atestado. Yo no tenía entre mis planes hacer fila para absolutamente nada, así que me fui al (extrañamente ignorado) puesto contiguo y me comí un frozen yogurt de granada-arándano.

El puerto se sentía todo azul bajo el sol de las 3 de la tarde y desde uno de los restaurantes venía el eco de “Hotel California”. Me pregunté cómo sería poder pasar muchas tardes ahí, así como las señoras en traje de oficina que tenía al frente. Dejé que mi cabeza pasara de la reflexión a la tibieza a la somnolencia y me fui.

The Slow Teleporter

Qué lento es teletransportarse. Y eso que uno pasa todo ese tiempo en un estado semiinconsciente que mantiene viva la ilusión de instantaneidad hasta cierto punto.

Hace muy poco estaba caminando desde el Parque de la 93 hasta el Museo del Oro con el biólogo de Parques Nacionales. Hablamos de huesos rotos. Señalamos cada casa antigua que vimos en el recorrido. Miramos plantas carnívoras y suculentas en el mercado de las pulgas. Mencioné que una vez sin querer le pegué un codazo a un cactus. Me puso a tararear Clair de lune de Debussy y luego la escuchamos desde su celular (a ver qué tanto había recordado) en pleno Parque Nacional. Nota: la gente que trabaja en Parques Nacionales no trabaja en el Parque Nacional.

Volví de la caminata, hice un lote de galletas de chocolate y paf, desaparecí. Del primer trayecto solo recuerdo una luna enorme y amarilla siguiéndonos. Mi vecina de puesto estuvo maldiciendo un rato mientras buscaba infructuosamente una pastilla para dormir. Creo que todo el mundo iba hibernando en la cabina menos yo, que quedé privada hasta que me encontré con la luna, y de ahí para adelante estuve escuchando música. Al principio del viaje me preguntaron qué quería comer pero nunca llegué a ver esa comida. Mejor, porque quién cena a la una de la mañana.

Para el segundo tramo del viaje, el efecto de velocidad ya había menguado y alcancé a sentirme incómoda y aburrida. Me comí una ensalada en la que parecía que hubieran vaciado todo un huerto de rúgula, tomé fotos del paisaje desértico, fui consciente de un turupe en el cojín de mi silla, y finalmente aparecí en mi destino final: San Francisco.

Este es un paseo que había planeado y pagado con tanta antelación que alcancé a olvidarlo y sentirme a la llegada como si me hubiera ganado un viaje gratis. Sorprendidísima. Supongo que soy buena engañándome a mí misma. Ahora vamos a ver qué pasa acá.