En la Calle 26 en Bogotá, justo antes de pasar por los edificios que quedan al lado de los viejos cementerios —el Central, el Alemán y el Hebreo—, apareció el año pasado una bandera de Texas pintada sobre el muro trasero de un edificio, y encima de ella un tablero electrónico que da la hora y luego dice “TEXAS”. Lo primero que se me ocurre cada vez que veo eso es que se trata de un gimnasio (no tengo ninguna justificación racional para esta hipótesis). Intenté buscarlo en Google Maps pero solo sale en Street View, sin explicación alguna. Entonces examiné la calle una cuadra más al sur, a ver si encontraba algún indicio en alguna fachada. No hay pistas.
Si me ponen una bandera de Texas al lado de una de Chile, no puedo decir cuál es cuál. La bandera del muro podría ser en realidad la de Chile y yo no me daría por enterada. (Bueno, ya revisé y sí es la de Texas: el recuadro azul con la estrella ocupa las dos mitades de la bandera, mientras que en la de Chile el recuadro se limita a la mitad superior. Al parecer, además, llevan tonos diferentes de azul y rojo, siendo la de Chile más saturada.)
En Chile he estado creo que cuatro veces. Cinco, si contamos cuando cumplí años en Isla de Pascua, hace exactamente diez años. De Chile me gusta: la comida de picar (la empanada de pino, el kuchen, el mote con huesillo, la sopaipilla con pebre). No me gusta: no entender casi nada cuando la gente habla (y eso que pasé años obsesionada con 31 Minutos). Me gusta: Isla de Pascua. No me gusta: la sensación que me dio Santiago de que no hay mayor cosa que explorar. Me gustaría: conocer Chiloé y Puerto Montt. Me encantaría: volver a Isla de Pascua y seguir alimentando mi ridícula obsesión con la Polinesia.
En Texas, en cambio, solo he estado dos veces, más las numerosas que he pasado por el aeropuerto de Houston, y un par más por el de Dallas. La primera vez que pisé Houston de verdad no fue tan de verdad: habiendo aprendido la lección de no pasar una noche entera en el aeropuerto (en Año Nuevo, de todas las noches posibles para llevarse una enseñanza de vida), y enfrentándome de nuevo al problema de una conexión de un día para otro, recogí mi equipaje y me dirigí a un tablero-teléfono gratuito que mostraba anuncios de hoteles aledaños. Uno escogía uno, llamaba al número que aparecía en el anuncio, y pedía un shuttle. De ahí hasta el día siguiente, toda mi vida transcurrió dentro del hotel. Nada de lo que pasó en ese período (que se limitó a explorar los pasillos, echarles un vistazo a las máquinas expendedoras y desayunar avena instantánea) cuenta como estar en Houston, en mi opinión, pero quedé con la impresión de que el verano allí era tan insoportablemente húmedo como el de Japón, del que había estado huyendo los anteriores dos meses.
Me pregunto si todavía existen los tableros-teléfono en los aeropuertos de Estados Unidos.
Finalmente conocí Texas de verdad, lejos de cualquier aeropuerto y fuera del alcance de los hoteles del tablero-teléfono, en enero de este año, cuando fuimos a visitar al hermano de Cavorite. Nuestra visita coincidió con la llegada de una ola polar para la cual la ciudad no estaba preparada, y nosotros mucho menos: hubo un momento en el que resultamos metiendo los pies en agua caliente para revivir la circulación de nuestros dedos (especialmente uno de los de Cavorite, que había adquirido un color un poco mortuorio). Poco después, la tubería de nuestro alojamiento se congeló y hasta ahí nos llegó el servicio de agua. Era claro que este viaje entraría en la lista de los más memorables, pero no por las razones adecuadas.
No todo fue terrible, empero. La famosa barbacoa texana es una auténtica delicia e, inesperadamente, nos enteramos de que Houston alberga una colección sumamente interesante de arte contemporáneo. En inmediaciones de la universidad de Rice nos encontramos edificios enteros, inconspicuos en calles anodinas, dedicados enteramente a una instalación o unas cuantas obras, de manera muy similar a lo que recuerdo haber visto en la bienal de arte de Naoshima. A veces pienso que me gustaría volver y explorar más del arte y la gastronomía típica, pero los eventos climáticos anómalos parecen ser el pan de cada día en ese estado. Además, no me gustan los lugares donde toca ir en carro a todas partes.
Cuántas vueltas he dado, y nada de lo que acabo de contar me ayuda a dilucidar por qué sobre la Calle 26 de Bogotá hay un tablero electrónico que da la hora y dice “TEXAS” encima de una bandera. Si algún día me entero, aquí lo escribiré.