Estaba empezando a trasplantar unas matas en mi casa cuando me di cuenta de que tenía puesto un anillo. No era el anillo más especial del mundo, pero era bonito y no le había dado mucho uso. Queriendo cuidarlo y que no se ensuciara, me lo quité.
Sin pensarlo mucho, porque estas acciones no se piensan, lo llevé al mesón de la cocina. Cuando lo solté, el anillo rebotó sobre el mármol y se fue directo a una bolsa de basura llena que me disponía a cerrar y sacar más tarde. Lo oí repicar sobre diferentes superficies, cada vez más distantes. Luego, silencio.
Sentí mi corazón caer también, rebotando de la misma manera por las paredes de un pozo.
¿Ahora qué? ¿Dejarlo ir? No sin haber luchado antes, decidí.
Me puse un par de guantes, saqué una segunda bolsa de basura y empecé a sacar el contenido de la primera, pieza por pieza, para examinarlo y transferirlo a la nueva. Salieron paquetes de galguerías, el esqueleto de un pescado frito, su cabeza, envoltorios de quesos, pelusas que había barrido de debajo de la cama y hojas secas. Olía horrible, como era de esperarse.
Al cabo de unos minutos, llegué al fondo de la bolsa. Para mi sorpresa y disgusto, no había encontrado ni rastro del anillo. Podría rendirme ahora sí. Sin embargo, esta no era una alcantarilla. Era un espacio pequeño y confinado en el que había un 100% de certeza de la presencia de un anillo. Hora de volver a transferir la basura a la bolsa original, pues.
Una por una, fueron volviendo las pelusas, las bolsas vacías y las hojas secas. A veces un pequeño brillo me hacía detener en seco. Era el envoltorio de un bombón de chocolate. Pronto llegó el turno de la cabeza de pescado, espolvoreada de residuos barridos del piso. La tomé entre mi mano enguantada, casi sin mirarla.
De repente, esta también brilló.
¡Brilló!
Dentro de la cabeza, engarzado, estaba el anillo. ¡Qué felicidad me dio este descubrimiento asqueroso!
Lavé el anillo y ese fue el fin de la aventura. Se sintió bien dejar de escarbar entre la basura para seguir escarbando entre la tierra.
He aquí, para cerrar, la moraleja más obvia del mundo: no hay que rendirse y siempre vale la pena volver a intentarlo, así el proceso sea un poquito horrible.