Ayer vi a mi papá escribir la palabra “abarrotes” como encabezado de una lista.
Qué gran palabra, abarrotes.
No he podido dejar de pensar en ella, y en ella en la letra de mi papá.
Vida, obra y milagros de Olavia Kite.
Ayer vi a mi papá escribir la palabra “abarrotes” como encabezado de una lista.
Qué gran palabra, abarrotes.
No he podido dejar de pensar en ella, y en ella en la letra de mi papá.
Hoy vi Rocky con mi mamá.
Cuando se acabó me di cuenta de que ella tenía los ojos llorosos. “Es muy emocionante”, explicó. Creo que pensó que me iba a reír de ella, pero no fue así en absoluto.
Yo creía que yo era la única persona que lloraba con Rocky. Supongo que, ahora que sé que no estoy sola en el sentimiento, lo puedo admitir en público. Esa película es muy emocionante, de verdad.
Pensaba que había sido tan de malas que justo durante la visita de mi hermana es que me toca hacer esta traducción terrible que absorbe toda mi vida. Pero en realidad soy de buenas porque puedo distraerme y ver películas con ella en vez de dejarme llevar del todo por el vórtice de la ocupación. Yo me conozco. En cierto modo, ella me está salvando de convertirme en la versión hikikomori trabajadora de Tom Hanks en Náufrago. Hoy aproveché que me rindió muchísimo haciendo el capítulo más largo de todo el libro y vimos juntas los Premios Oscar. No he visto ninguna de las películas nominadas, pero bueno.
Empieza la recta final del trabajo. Estoy animada. La próxima semana estaré confundida con tanto tiempo libre.
¿Recuerdan que estuve en una fiesta el sábado? ¿Y recuerdan que pedí unos chili cheese fries y estaba arrepentida de hacerlo? Pues bien, no sabía qué tan arrepentida podía llegar a estar hasta que abrí los ojos al otro día. Terminé de leer un libro que no me gustó con cierta sensación desagradable en el estómago. De repente me encontré rebotando de la cama al baño y del baño a la cama. Al principio pensé que sería uno de esos episodios de diarrea matutina tan comunes en el colon irritable. Oh, no, ya hubiera querido yo. Tomé algo de líquido y vomité con tanta fuerza que se me reventaron los vasos sanguíneos y ahora parece que tuviera un sarpullido en toda la cara.
A mediodía intenté sostener una charla larga con Cavorite pero me tocó colgar porque no podía del dolor de estómago. Dormí. No sé qué soñé. El dolor se entremezclaba con el sueño. El fiero sol de la tarde me calentaba los pies sobre la cama. Abrí los ojos y me fijé en el azul del cielo tan brillante. Vi el azul apagarse. Al anochecer prendí la luz e intenté distraerme con videos estúpidos sobre “Los 10 mejores actores en imitar otros acentos” y “Los 10 actores con los detalles físicos inusuales más memorables”. Pero el dolor persistió. Persistió a tal punto que cerré el computador y confié en que alguien pasaría a revisar cómo estaba y apagaría la luz, porque yo no podía pararme a hacerlo.
Nadie pasó.
Debían ser las cuatro y algo de la mañana cuando me desperté y me di cuenta de que la luz seguía prendida. Entristecida pero ya un poco más aliviada, me levanté, apagué y volví a dormir otro rato.
Hoy he subsistido a punta de galletas y limonada. Las galletas me hacen doler un poco pero no tanto como lo harían otras comidas. Mi papá volvió del trabajo y preguntó por Misaki, completamente ajeno a mis penurias recientes. Me llamaron de un almacén porque me cobraron mal una compra que hice el día de la fiesta y esperaban que yo fuera a corregir el pago hoy; terminé gritándoles porque estoy rodeada de gente y nadie, nadie se ha hecho ninguna pregunta con respecto al hecho de que yo haya estado encerrada ayer todo el día retorciéndome de dolor y hoy casi no haya probado bocado. No he prendido la luz por temor a no poder apagarla después y que nadie lo haga por mí.
No desearía ser una de esas estrellas de las redes sociales por las que todo el mundo pregunta, pero creo que me gustaría que a alguien le diera al menos un asomo de curiosidad el estado actual de mi existencia. Al menos en Tsukuba la soledad era obvia.
El comienzo es muy sencillo. Un dolor localizado. La búsqueda de una silla. Sentarse. Tomarse el abdomen con las manos. Ese es el final.
Lo que hay justo en el punto final no se llega a saber a ciencia cierta; los bordes se hacen borrosos a medida que se los amplifica. Hay un pitido en todas partes. Crece. Ruge. El silencio se vuelve ensordecedor. Soñar muchas cosas al mismo tiempo, todas las cosas al mismo tiempo. Uno sabe de repente de qué hablaba Borges en aquel sótano porque lo acaba de presenciar. Dolor. Sentir que el cuerpo se curva todo hacia adentro como una hoja seca. Saber que en realidad se está moviendo de otra manera que no tiene nada que ver ni con la sensación ni con la voluntad. El dolor se parece al congelamiento. Cientos de cristales de hielo se abren paso desde adentro, rompen la carne, la vuelven un eje rodeado de radios punzantes. La columna vertebral emana agujas. Mi imagen se distorsiona; soy un dibujo hecho de líneas horizontales de colores desplazadas en todas direcciones.
En la lejanía, cada vez más cerca, oigo mi nombre en inglés. El aire se siente súbitamente frío, una niebla que no sabía que estaba ante mis ojos se disipa y de pronto me encuentro rodeada de gente desconocida mirándome desde arriba. Parece una película. Entonces veo a Cavorite y entiendo más o menos dónde estoy.
“I don’t know what happened, I don’t know what happened, I don’t know what happened”, repito incesantemente mientras me llevan a un sofá, me quitan los zapatos, llaman a un médico y me traen jugo y galletas de soda. No quiero soltar la mano de Cavorite. Conservo una bola de dolor en el abdomen y no puedo moverme en absoluto. Pienso en mi abuelo, en su dolor constante y su inmovilidad. Qué terrible debe ser estar así todo el tiempo. Dos días después, mi abuelo se va.