Monthly Archive for April, 2014

Un momento en Embarcadero

Se supone que uno viaja para ser observador y hablar de nuevos paisajes y costumbres, pero a mí el desplazamiento me suele dejar sin palabras. Creo que yo no serviría para ser cronista de viajes pero sí para ser abuela parlanchina. No tengo nada que decir en el momento de viajar pero muchos años después tengo un montón de cosas que contar.

Ayer en el F (tranvía antiguo que corre por la avenida Market desde Castro hasta los Wharves) escuché a un viejito conversar con unos turistas mexicanos. Les contó que el tranvía tenía 88 años, que era la misma edad que tenía él. También les dijo que San Francisco estaba cambiando mucho porque estaban sacando a los pobres para meter a los ricos. Me hubiera gustado quedarme escuchándolo pero me bajé en Embarcadero.

El Ferry Building, cuya torre del reloj domina el paisaje del Embarcadero y la vista de cualquier punto de la avenida Market, es una especie de feria hipster donde todo es “locally sourced”, “family owned”, “small batch”, “artisanal”, “organic” y la tipografía de los letreros siempre tiene más de dos fuentes. Hay tiendas de hongos especiales, carnes especiales, quesos especiales, leche especial, dulces especiales, pan especial, aceite especial y helado especial. El helado tiene que ser increíblemente especial porque la fila para comprarlo se asemeja a la de un banco a la hora de almuerzo o la del check-in de un vuelo atestado. Yo no tenía entre mis planes hacer fila para absolutamente nada, así que me fui al (extrañamente ignorado) puesto contiguo y me comí un frozen yogurt de granada-arándano.

El puerto se sentía todo azul bajo el sol de las 3 de la tarde y desde uno de los restaurantes venía el eco de “Hotel California”. Me pregunté cómo sería poder pasar muchas tardes ahí, así como las señoras en traje de oficina que tenía al frente. Dejé que mi cabeza pasara de la reflexión a la tibieza a la somnolencia y me fui.

The Slow Teleporter

Qué lento es teletransportarse. Y eso que uno pasa todo ese tiempo en un estado semiinconsciente que mantiene viva la ilusión de instantaneidad hasta cierto punto.

Hace muy poco estaba caminando desde el Parque de la 93 hasta el Museo del Oro con el biólogo de Parques Nacionales. Hablamos de huesos rotos. Señalamos cada casa antigua que vimos en el recorrido. Miramos plantas carnívoras y suculentas en el mercado de las pulgas. Mencioné que una vez sin querer le pegué un codazo a un cactus. Me puso a tararear Clair de lune de Debussy y luego la escuchamos desde su celular (a ver qué tanto había recordado) en pleno Parque Nacional. Nota: la gente que trabaja en Parques Nacionales no trabaja en el Parque Nacional.

Volví de la caminata, hice un lote de galletas de chocolate y paf, desaparecí. Del primer trayecto solo recuerdo una luna enorme y amarilla siguiéndonos. Mi vecina de puesto estuvo maldiciendo un rato mientras buscaba infructuosamente una pastilla para dormir. Creo que todo el mundo iba hibernando en la cabina menos yo, que quedé privada hasta que me encontré con la luna, y de ahí para adelante estuve escuchando música. Al principio del viaje me preguntaron qué quería comer pero nunca llegué a ver esa comida. Mejor, porque quién cena a la una de la mañana.

Para el segundo tramo del viaje, el efecto de velocidad ya había menguado y alcancé a sentirme incómoda y aburrida. Me comí una ensalada en la que parecía que hubieran vaciado todo un huerto de rúgula, tomé fotos del paisaje desértico, fui consciente de un turupe en el cojín de mi silla, y finalmente aparecí en mi destino final: San Francisco.

Este es un paseo que había planeado y pagado con tanta antelación que alcancé a olvidarlo y sentirme a la llegada como si me hubiera ganado un viaje gratis. Sorprendidísima. Supongo que soy buena engañándome a mí misma. Ahora vamos a ver qué pasa acá.

Un reencuentro amistoso

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hablaron. Se solían contar todo y buscaban un momento para charlar todos o casi todos los días. Pero eso fue en otra época. Los días, las semanas y los meses se han acumulado como papeles olvidados sobre una mesa y la ausencia se ha dejado de notar hace rato.

Hablan de un tema concreto que agotan con diligencia. Ahora solo queda el silencio sobre las caras dibujando trayectorias nerviosas en los ojos y las comisuras de los labios. Tratan de remediarlo preguntando qué han hecho, a qué se dedican, qué hay de nuevo. No es que realmente les interese saberlo, así como a ninguno de los dos le anima explicar su vida en detalle. Al menos no a ese interlocutor en particular. Descripciones someras, brochazos burdos que no alcanzan a dar cuenta de nada. La aventura más fascinante queda reducida a “nada, ahí, lo mismo de siempre”. Uno de los dos incorpora personajes que solo le son familiares a él en una anécdota anodina sin ningún tipo de explicación, exigiéndole implícitamente a su interlocutor que tenga o finja tener conocimiento de ellos. Es una manera sutil pero contundente de demostrarle que ya no hace parte de su universo. El otro dice “ajá” como por no poner en evidencia el truco, no espetarle al mago fallido del insulto que ese idioma no lo habla, que esos nombres no tienen caras y que si las tienen no corresponden a nadie que le produzca la menor curiosidad.

El silencio vuelve a caer lenta e inevitablemente como una pluma tras el último soplido exhausto de un concurso para mantenerla en el aire. Luego vienen los formalismos: bueno, tengo cosas que hacer, sí, yo también, hablamos después, otro día nos vemos, adiós. A la brevísima vergüenza de confirmarse ajenos le sigue el alivio de la ausencia renovada. Queda la esperanza de que ninguno de los dos llegue a sentirse apremiado por la decencia para repetir el encuentro.