Archive for the 'himura' Category

Les histoires d’amour finissent mal en général (ou non?)

Al final de las vacaciones de verano de 2008, Himura me terminó. Pasé los siguientes meses llorando desconsolada, rogándole que me diera una explicación y que no me dejara sola porque no tenía con quién más hablar. Creo que esencialmente él se había cansado de fingir que teníamos cosas en común cuando en realidad no podíamos ser más distintos. Digo “fingir” porque a todas estas yo nunca llegué a conocerlo realmente. Era un espejo fiel de mis gustos y actitudes y luego, de repente, ya no lo fue más.

Diez años después pienso en cómo en ese entonces yo estaba convencida de que nunca llegaría a estar con nadie más porque quién rayos querría aguantarse a alguien tan raro como yo. Lo que yo no sabía era que, a principios del mes de la ruptura, nos habíamos reunido para desayunar con dos personajes que resultarían queriendo aguantarse a alguien tan raro como yo en el futuro. Tomé una foto de ellos ese día. De derecha a izquierda: Himura (quien me había dicho semanas atrás —en mi cumpleaños— que no quería seguir conmigo pero yo le había respondido que ese no era el momento para esas cosas), Ovidio (quien me enviaría un libro con una dedicatoria bonita al año siguiente, lo cual desembocaría en un cuento de verano en Medellín) y Cavorite (quien me pediría tips para un viaje a Japón después de mis vacaciones con Ovidio y con quien terminaría casándome varios años después).

La vida es bien chistosa. Uno ahí llorando por haberse quedado solo, hundido en el final amargo de una larga historia de amor, y resulta que en realidad una historia de amor muchísimo más larga acababa de empezar.

Principiante de yoga

Hoy fui por primera vez en la vida a una clase de yoga.

Está bien, no es la primera vez. Una vez, hace muchos años, mi amiga Lynn nos invitó a una clase que ella estaba tomando en un sitio en Usaquén. Me dio mucha vergüenza la manera como me temblaba todo al levantar las piernas. En otra ocasión, mi primer profesor de japonés, que también es instructor de yoga y pintor y biólogo y muchas cosas más, nos invitó a Himura (mi ex) y a mí a una de sus clases en el centro. Creo que yo no tenía ni la ropa apropiada, y una vez más, me dio mucha vergüenza no poder hacer nada de una manera que no fuera súper torpe. Además había un ejercicio en específico que me hacía doler la espalda terriblemente. Después supe que todo era por culpa de la escoliosis.

Podría haber desechado el yoga por siempre jamás, pero como me metí a una cosa de hacer ejercicio en diferentes lugares de Bogotá y mi rodilla no está para ponerme a saltar (y mucho menos hacer crossfit o algo así), pues decidí ver cómo me iba una vez más con el yoga. Elegí un sitio que ofrecía una clase de “yoga suave”.

Llegué temprano. La instructora me dijo que yo era la única en el estudio ese día. Le conté que yo hasta ahora estaba intentando empezar a hacer ejercicio. Lo que recordaba del yoga es que me había sentido en el infierno al intentarlo, pero esta vez no fue así. Claro que dolió y claro que no pude estirar nada bien, pero la instructora me tranquilizó varias veces: “eso es normal”. Salí relajada y contenta, y la instructora me dijo que esperaba que volviera. Yo sé que eso le deben decir los instructores a todo el mundo, pero a mí me pareció bonito sentirme bienvenida. Los espacios de hacer ejercicio me dan nervios.

Dos mujeres, dos caminos

En 2008, mi novio terminó conmigo. Ya veníamos mal desde hacía rato, pero yo estaba totalmente obcecada por el poder del amor (o la dependencia emocional) y reaccioné de manera poco decorosa. Poco después el hombre empezó a aparecer en Facebook con su nueva novia: una bombshell total que le gustaba a todo el mundo, según me contaban por ahí. Mientras tanto, yo era… bueno, lo que ya se sabe: carenerd, narigona, gafufa, mente random y cuerpo de nevera. Es vergonzoso escribir las burradas que se me pasaban por la cabeza en ese entonces, pero yo sabía que en estas condiciones no tenía cómo competir.

Anoche estaba tomando café con unos amigos cuando apareció un conocido de ellos y nos saludó. Iba acompañado de una mujer vestida de negro con el pelo teñido de rojo arreglado en una especie de victory rolls que me parecieron muy bonitos. Solo al final del breve encuentro la presentó y nos despedimos. De repente tuve un destello de lucidez y la reconocí.

Era ella.

Al darme cuenta de quién era la persona que acababa de ver, también noté que en ningún momento había sentido que hubiera estado en presencia del Nacimiento de Afrodita ni nada por el estilo. No estoy tratando de decir que ella era fea o que yo era más bonita que ella. Lo que quiero decir es que durante años yo estuve alimentando el mito de que un hombre había dejado a Amy Farrah Fowler por Jessica Rabbit y resulta que ninguna de las dos era tal. Éramos dos mujeres y ya. La atracción de mi ex se había marchitado en un lado y había florecido en otro, pero la competencia que yo estaba perdiendo nunca había existido.

Sintiéndome mucho mejor conmigo misma, seguí charlando animadamente con mis amigos.

Nota final: Después del terremoto de 2011, el ex en cuestión me llamó sorpresivamente para saber cómo estaba y darme apoyo moral. Después de la discusión obligada sobre el pánico y la incertidumbre, me preguntó por mi vida después de él. Le conté. Entonces se le ocurrió decir que tenía muchos puntos porque había estado con la más más (sic) de los geeks del anime y la más más de los geeks de la computación. ¿Así que ambas éramos ganadoras en diferentes categorías? En fin, ya lo saben: soy la más más.

El baile random

Nadie nos ve cuando hacemos el baile random. Es nuestro pequeño baile de victoria y lo hemos hecho en cada rincón del mundo donde nos hemos encontrado porque en todos lados nos ha pasado algo digno de celebrarse así. Siempre es diferente (después de todo, es random) y por ende no lo voy a describir.

El baile random no es algo que nos inventamos juntos: yo tenía el mío propio antes de conocerlo a él —mi ex lo detestaba—, y hay indicios de que él también tenía uno. Creo que la primera vez que salió a flote entre nosotros fue cuando entramos al cuarto que habíamos alquilado por Airbnb en Amsterdam y era mucho más bonito de lo que habíamos imaginado.

A veces me pongo a pensar en cómo algo que mi ex detestaba, y que tal vez hubiera sido mejor reprimir en pos de la conservación de nuestros afectos, resultó ser un aspecto natural de mi relación con otra persona. Es como verse empujando una pieza de rompecabezas entre otra donde las líneas de la imagen parecen corresponder pero uno no entiende por qué hay que hacer un poquito de fuerza para que encajen —”¿estarán mal cortadas?” se pregunta uno, tozudo que es—, y además desde donde uno está sentado no alcanza a ver que quedan espacios minúsculos entre pieza y pieza. Aparecen otras piezas alrededor y de pronto la diferencia imperceptible se hace patente: esa no era. Toca resignarse a despegarlas con la desilusión de no estar avanzando donde se creía tener terreno ganado.

Pero entonces uno saca otra pieza distraídamente de entre la caja y no sé cuál es la onomatopeya para la sensación y el sonido imperceptible del roce de dos pedazos de cartón recortado ubicándose perfectamente en su lugar, pero eso es lo que pasa cuando se encuentran dos personas que hacen el baile random cuando las cosas salen muy bien.

Primeros acercamientos a los cerros de Bogotá

La primera vez que subí una montaña en Bogotá fue en 2008. Subí por las razones equivocadas: porque Himura lo había hecho antes con la estudiante de intercambio alemana que le gustaba y yo quería hacer todo lo que ellos habían hecho en mi ausencia en aras de convertirme en un ser más deseable para él. En ese entonces yo encontraba imposible el que alguien pudiera quererme a mí por ser yo y no alguien más dechado de virtudes —es decir, con más belleza, mayor disposición a la actividad física y mejores inclinaciones académicas—, así que sentí que tal vez por vía de imitación podría alcanzar algún grado de aceptabilidad. Sobra decir que el asunto empezó mal y terminó peor. Yo quería morirme en la subida gracias a mi nulo estado físico, él me regañaba, el agua de la cascada que finalmente alcanzamos me heló hasta el tuétano y él solo gruñó “tú te lo buscaste”.

Apenas regresé a Japón, al final de las vacaciones, me terminó. Obvio, cómo más iba a acabar esta historia.

Pienso en esto porque he vuelto a subir una montaña en Bogotá. En noviembre del año pasado me metí en una conversación ajena en Twitter y gracias a eso terminé visitando la Quebrada La Vieja con Alejandro Martín. Este no es el mismo cerro de antes (aquella vez fue el Pico del Águila) pero sentí que la ocasión podría servirme para reescribir el recuerdo amargo, así que me puse la misma ropa que llevé la vez anterior.

Himura y yo en 2008
2008

Yo en 2013
2013

No tengo idea de cómo mejoró mi resistencia de 2008 para acá, tal vez fue por virtud de haber atravesado arrozales en bicicleta durante cuatro años, pero el caso es que esta vez no quise morirme en la subida y más bien quedé encantada. Tanto así que ayer repetí el paseo con mi mejor amiga del colegio y una amiga de ella. Lo emocionante del asunto no se limita a haber hecho una especie de acto de psicomagia para exorcizar un mal recuerdo sino que me llevó a darme cuenta de que en poco más de cinco años he cambiado un montón, no solo en lo que a mi estado físico respecta. Ya no estoy pensando en llenar requisitos para agradarle a alguien porque el ser yo está bien, y si sé menos que otras personas o corro menos o deslumbro menos con mis atributos, eso también está bien.

Es raro pensar en los cerros de Bogotá como lugares que se pueden visitar y no un simple telón de fondo que cambia de color según el clima. La Quebrada La Vieja es un tesoro oculto al final de la calle 72 (¡la mismísima calle 72!) que se puede visitar temprano en las mañanas de lunes a sábado. Al adentrarse en el bosque, el ruido de la ciudad desaparece por completo y es reemplazado por sonidos de pájaros, agua y ramas meciéndose al viento. Cuesta creer que hay avenidas llenas de buses ahí al lado y que esto sigue siendo Bogotá. A medida que se avanza, el paisaje va cambiando de tal manera que uno se siente pasando mundos en un juego de correr y trepar. Mi parte favorita es un bosque de pinos donde las agujas caídas absorben el ruido de los pasos y el silencio da la impresión de no estar andando de verdad.

Ahora espero seguir volviendo a la montaña y conocer más montañas. Estoy segura de que hace unos años no habría dicho esto ni en sueños, por lo cual sigo sorprendida.

Envueltos de mazorca

Acaba de pasar por mi calle un vendedor de envueltos de mazorca. Su pregón me hace recordar a Himura, que lo imitaba de manera muy graciosa. No a este preciso vendedor, que probablemente nunca escuchamos cuando él venía a la casa, sino a otro en su barrio, o en un barrio anterior. Al parecer, todos los vendedores de envueltos de mazorca utilizan la misma voz nasal y énfasis en la z de “mazorca” porque una vez a Cavorite le dio por decir “envueltosdemazzzzorca” así de la nada y sonaba exactamente igual. Es extraño ver algo que uno creía único de una persona que uno alguna vez quiso en otra persona. O de pronto la venta callejera de envueltos de mazorca es mucho más común y uniforme de lo que yo creía y la ciudad está llena de gente que tiene esa frase con esa entonación grabada en la memoria y en algún momento estallará a repetirla.

Encuentro de dos yos en una biblioteca

—Su última afiliación se venció en 2006.

Todos esos años habían pasado desde la última vez que estuve en la Biblioteca Luis Ángel Arango. El paso del tiempo era de cierto modo obvio: salvo por la entrada y la salida, yo no reconocía absolutamente nada en el edificio. La zona de afiliación quedaba en otro lado, los computadores eran distintos, había un café al final del primer piso. Sin embargo, durante mi breve estancia en el recinto fueron aflorando otros detalles que me confirmaron que este año era este año y no otro año, que ahí estaba esta yo y no la yo de antes. Y que entre las dos había un abismo enorme.

Mi papá me afilió a la BLAA para evitar el enorme gasto en libros que me traería el estudiar literatura. Me compró el libro de introducción a la teoría literaria, que fue el primero que me pidieron, y hasta ahí llegó. Mi pobreza de estudiante me obligaba a aceptar el hecho de que en cuatro años leería mucho, pero ningún libro sería mío. La única excepción es una copia defectuosa de la edición de la RAE de Don Quijote de La Mancha que compré con mis ahorros en preparación para una clase dedicada exclusivamente a este libro, clase que no llegué a tomar porque en vacaciones llamé al Icetex y me dijeron que había pasado la primera ronda del proceso de selección para una beca del Ministerio de Educación japonés.

(Nota al margen: detesto mi Don Quijote desde el día que lo compré porque tiene una arruga en el lomo. Me parece un descuido de mi parte haber elegido un libro con un desperfecto tan obvio, aunque también pudo haber sido un accidente posterior a la compra. Ahora que lo pienso, pobre libro. Merece cariño con su cicatriz y todo.)

La BLAA me vio llegar una tarde con un hombre alto y calvo que me había regalado medio melocotón tras encontrarme leyendo a Maquiavelo en una banca. El sujeto, un estudiante de física de otra universidad, había aparecido para poner a tambalear el orden de mi vida: la relación a distancia que venía manteniendo hasta ese momento se me antojó insulsa de repente en comparación con sus anécdotas anacrónicas. Entonces lo dejé tomarme de la mano en un café, lo dejé mirarme como me miraba, le reproché el haberlo arruinado todo. La biblioteca se convertiría en uno de nuestros destinos habituales en las tantas caminatas por el centro que constituirían la cotidianidad de nuestro amor.

Pero esta vez, este año, no estaba con él. Ya ni recuerdo cómo se siente besar a alguien más alto que yo. El pasado se hizo tangible en esa ausencia, en el subir una rampa de un salón a otro sin parar a leer el tablero de quejas y sugerencias. Entre ese él y la yo de ahora había mares de distancia, pero la biblioteca no los había alcanzado a ver. Aquí se entendía como un corte abrupto, una cinta rota y vuelta a pegar con escenas faltantes.

Tras hacer efectiva mi nueva afiliación, pasé por una mesa de libros en descuento. No sabía bien cómo llegar al otro extremo de la edificación para salir, así que me detuve un momento antes de buscar un letrero de ayuda. La yo de antes se limitaba a pasar saliva frente a las carátulas de Anthony Browne, consciente de que la mesada no daba para tantos lujos y los incentivos para volver a dibujar tendrían que esperar. Esta vez intenté mirar los libros con la misma cautela de antaño, pero esa ya no era yo. Quiero este y este y este y este y este otro. Y dibujar no se pone en duda. Bolsa en mano, recordé de repente cómo llegar a la puerta de salida. Ya me ubicaba perfectamente en mi viejo mapa interno del edificio, aunque sabía que ni este ni yo éramos los mismos. Fue como trazar las mismas líneas de un esbozo antiguo para dar con figuras completamente nuevas.

Me fui de la biblioteca pensando en lo que vendría ahora. Más viajes al centro, aunque sin caminatas románticas. Más lecturas, ojalá, pero todas radicalmente distintas de las obligaciones que me habían llevado allí años atrás. Compré una bolsa de bolitas de tamarindo en la tienda donde siempre solía parar y seguí mi camino.

Feynman

El mundo de los que tratan de entender me es más bien ajeno. Si bien soy una persona curiosa, los descubrimientos solo me sirven para deformarlos en mi cabeza. Supongo que eso se veía venir desde que decidí que no tenía caso volverme astrónoma si podía escribir para inventarme el universo.

Me traje de Pittsburgh toda una torre de libros, entre ellos Feynman, de Jim Ottaviani y Leland Myrick. Esta biografía en forma de cómic es una muy bonita introducción a un personaje que lo quiere entender todo y explicárselo a los demás. (Cuando hablo de todo, es TODO. ¿El arte? ¿Los candados? ¿Los platos que giran? ¿El universo? Sí, ese tipo de todo.) La historia incluye algunas de sus explicaciones, las cuales —he de admitir —me costaron trabajo y me tocó repasar y repasar. Me gustó el proceso de ir conociendo a este señor, sus locuras, su arrogancia, y de repente tener que enfrentarme directamente a las cosas que salían de su cerebro. Un cerebro en el que no se refleja ni un ápice del mío pero en el que sí reconozco a algunas personas que han pasado por mi vida.

Supongo que parte de mi agrado viene del hecho de que este encuentro fue una especie de “at last we meet, Mr. Feynman”, dado que pasé alrededor de tres años yendo y viniendo con uno de sus más fervientes fans. Hasta el amor me lo había planteado en términos feynmanianos. La lectura fue entonces, además de todo, un “ajá, con que esto era”.

Ahora me da risa haber mencionado reflejos en esto que acabo de escribir. Tal vez en últimas sí entendí un poquito.

El regreso de Butterfly Boucher

Desconozco la utilidad real de recomendar música al público de Internet. Sin embargo, hoy quiero dármelas de reportera de la vanguardia musical y contarles que Butterfly Boucher, cantante australiana de la que hablé con mucho entusiasmo hace años, está sacando un nuevo disco este mes. (Fe de erratas: lo que sale ahorita es el sencillo, pero el disco sale en abril. Así de aguda ando cazando noticias.) Su nuevo sencillo, “5678!”, se puede escuchar aquí. También, para el que no sabe por qué me gusta tanto: un par de muestras de sus trabajos anteriores. No sé cómo continuar este post. Sé cantar pero no sé cómo convencer a nadie de que tal cosa es digna de probar. Yo por lo general no escucho nada de lo que ponen por ahí, todos esos nombres tan deliberadamente clever y los arreglos tan iguales y las gafas grandotas con barbas colgando en cuerpos enjutos forrados a cuadros con cara de estar llevando la guitarra a hacer fila en un banco. A Butterfly no recuerdo cómo la conocí, pero supe que me pertenecía desde siempre. Un ex novio que la había escuchado me repetía a modo de recriminación en plena ruptura “never leave your heart alone“, y yo escuchaba la canción y no entendía, no entendía a qué venía esa línea. Butterfly era solo mía, no podía traducirse en la tristeza de otros. Eso me gusta de su música, el egoísmo con el que puedo asimilarla. Pero ahora, adelantándome a todos —aunque dudo que haya muchos codazos alrededor— me dispongo a compartirla tímidamente. O eso acabo de hacer.

Dibujar

Cepillarse los dientes

Niña cepillándose los dientes.
Posible autorretrato, circa 1989.

Esta es una historia larga.

Cuando era muy, muy, muy chiquita, empecé a dibujar. Mi mamá me entregaba una agenda y un esfero en cada sala de espera y eso ya era suficiente para tenerme juiciosa por horas. Empecé emulando los dibujos detallados que me hacían mis papás, pero ya para los 5 años la finalidad principal del ejercicio era deshacerme de lo que veía en mi cabeza. Todo lo que no existía yo podía hacerlo realidad en el papel. Como Saturno era mi planeta favorito, iba a dibujarlo como un personaje. Como me gustaba tanto Tiro Loco McGraw, él sería mi amigo por páginas. De ahí salieron historias, pero me negué a escribirlas. Toda la infancia la pasé diciéndome a mí misma que escribir tomaba demasiado tiempo.

En primero de primaria nos dejaron una tarea de ciencias que consistía en dibujar living things y non-living things. Yo hice la tarea, normal. Cuando la profesora llegó a mi pupitre a revisar, me dijo que por esta vez me lo pasaba, pero que no volvía a aceptarme una tarea hecha por mis papás. Si uno mira el dibujo —el cuaderno sigue en mi poder—, es obvio que no fue hecho por un adulto. Sin embargo, la señora supo inflarme el ego poniéndome en ese nivel. Las niñas del curso saltaron a defenderme. Esa fue la primera y última vez que me defendieron mis compañeras.

Llegó la adolescencia y, con ella, la impopularidad. Si bien había pasado buena parte de la vida escolar gozando del estatus de estrella de la ilustración de tareas, la falta de amistades hacia el final de bachillerato me despojó del honor de dibujar en el tablero lo que los profesores no podían. Las nuevas ilustradoras tenían un estilo más de no saber dibujar ni un par de manos —de verdad, eran mangas sin manos— pero igual arrancaban un “ay, diviiiiiino” de las demás estudiantes. Como buena adolescente, pensé que la vida era irremediablemente así y la gente siempre preferiría un adefesio sin manos si lo hacía una persona popular. Es obvio que la vida es así pero eso no debería detener a nadie. Yo caí en el error de desanimarme y relegué mi actividad a la clandestinidad de los márgenes en las hojas de notas. No quise estudiar arte porque no quería que me forzaran a adoptar un estilo que no fuera el mío. Entenderán que le tengo cariño a la manera como dibujo así sea de lo más simplón y lleve como veinte años poniéndoles dedos puntudos a las personas —odiaba como me quedaban las manos cuando las hacía como las del dibujo que acompaña este post—. Un ex novio sí me dijo que debía aprender a dibujar, pero no le hice caso.

Mi regreso al dibujo —lo digo como si fuera una persona muy importante que se retira y deja a los fans aburridos y sin autógrafo— ha sido lento, tal vez demasiado lento. El tedio y el dolor de 2010 me llevaron a sacar del olvido uno de los mil proyectos anti-depresión que tenía con Azuma, pero no fui constante. Me escudé en muchas cosas para evitarlo. Tengo que confesar que me da miedo y no sé por qué. Creo que era más fácil cuando no creía en esa parte de mí en absoluto y solo lo hacía para llenar márgenes y vacíos insoportables de tiempo en clase. Ahora que me arriesgo a sacar eso mismo a la luz —claro, por ahora en un blog, no es gran cosa pero igual—, me lleno de un terror irracional que es como terror a enfrentarme, a tener que convencerme de una buena vez de que esto es lo que he hecho toda la vida y no puedo seguir evadiéndolo. Yo quería ser una de esas personas profundas y analíticas que se codean con los grandes pensadores, pero soy una persona que hace dibujos. Para bien o para mal, eso es lo que soy.

También canto, pero esa es otra historia.