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Paralelo 38

Nunca he tenido mayor interés en conocer Corea del Norte. Las fotos de Kim Jong-Il mirando cosas son desconcertantes pero no ofrecen una ventana hacia algo que uno quisiera ver en persona, a no ser que uno sea una especie de ingeniero industrial y le interese mucho la supervisión del área de producción. Yo sé que en Pyonyang se esconden secretos fascinantes que solo son revelados tras entregar el pasaporte y cuidarse de no decapitar las estatuas de Kim Il-Sung en fotos, pero aún así… nah. No obstante, cuando uno se da cuenta de que está bastante cerca de la famosa zona desmilitarizada y es posible dar ese paso ya mismo, el nah se convierte en por qué no. Porque decir “estuve en Corea del Norte” suena más que bien, ¿no? Un español que trabajaba conmigo fue y al regreso nos mencionó ese detalle con la propiedad del aventurero que uno, humilde turista piscinero, desearía tener alguna vez. Esa mañana de mayo era mi oportunidad de impresionarlos a todos.

Ahora bien, esta suena como la introducción a una aventura sensacional por lugares prohibidos o un clásico ejemplo de chasco turístico con recuento de filas interminables, guías ininteligibles y comida mala. Sin embargo, la escena que nos disponemos a apreciar es completamente distinta. Le podríamos poner música de fondo, incluso, algo casi imperceptible para sacar de quicio al cinéfilo que esperaba persecuciones automovilísticas, metralletas o pena ajena. Aquí va:

Un hombre y una mujer llegan al primer piso de un hotel en Seúl, entran al restaurante y se sientan a esperar el desayuno —huevo frito, pan con mermelada, lechuga y maíz tierno—. A un costado del recinto hay una máquina de maíz pira y unos folletos grandes sobre una mesa. Tour a la zona desmilitarizada, anuncian. ¡Oh! ¿Se puede ir hasta Corea del Norte? ¿Así de fácil? Lleva la revistita a la mesa con una cara de “qué opina” para su acompañante. El solo decirlo ya suena emocionante: ir a Corea del Norte. El tour incluye almuerzo típico (¡además!).

Aquí es donde quiero que el tiempo pase más lentamente para dar la impresión de que algo importante está a punto de suceder. Dos extranjeros sentados en una mesita, como ya sabemos, esperando un suculento plato de huevo con lechuga, provocados de maíz pira, mirándose y mirando las fotos de matorrales en el folleto. El precio en won tiene varios ceros pero ellos no se acuerdan de la tasa de cambio ni a euros ni a yenes ni a nada. Suena caro, de todas maneras. Caro para ser un montón de pasto con un caminito atravesado por una raya. Aquí Corea del Sur, allá Corea del Norte. Tómense fotos y vuelvan al bus. Ah, y aquí tienen su bulgogi de medio pelo. Todo para tener derecho a una frase que deje perplejos a los interlocutores de cuanta reunión se atraviese en el futuro. Los viajantes se miran una vez más.

Los minutos recobran velocidad cuando se paran de la mesa con la decisión tomada. Es lamentable cómo los momentos más lentos de la vida comprenden situaciones que se olvidan al instante de terminar: una fila en el banco, el rellenar de casillas en un formulario, el primer desayuno en una capital asiática. Los viajantes cogen sus cosas y salen a Noryangjin, el mercado de pescado. Noryangjin, un nombre desconocido que nadie recomendó, un lugar donde los locales los miran perplejos, donde piden pescado tajado crudo a punta de señas y seguramente se los ofrezcan recién sacado del acuario del puesto contiguo. Nadie dará muestras de admiración cuando el tema venga a colación en conversaciones futuras con terceros, aunque también es posible que nunca lo lleguen a mencionar. A juzgar por la rapidez con que transcurre todo, la probabilidad de que uno de los dos no lo haya olvidado es bastante alta.

2010 (Reprise)

El año del ukulele. El año de los dibujitos. El año de la bisutería. El año de Sia. El año de Tsukuba – Guam – Kioto – Nara – Tokio – Ginebra – Lyon – Montreux – Aigle – Lausanne – París – Amsterdam – Lisse – Seúl – Bogotá – La Dorada – Pandi – Buenos Aires – Nueva York – Naoshima. El año de la tesis. El año de la mudanza de los blogs. El año del hikikomorismo.

Un año que prometía ser el más feliz de mi vida pero al final resultó un timo total. Uno en el que aprendí que si bien el amor todo lo puede y todos lo buscan, el mío es una cosa estorbosa de poder nulo.

Un año compuesto de millones de instantes. Las conversaciones cantadas con Cavorite. La noticia del matrimonio de Minori. Mi abuelo en cuidados intensivos hablándome de aritmética. Los desayunos con Yurika en el parque. El mejor helado del mundo en cama con mi hermana. Hazuki en mi casa, en ruana. María Lucía y Ueo a la vera del río. Una flor roja en el pelo de Amber. El peor cólico del mundo en una banca rodeada de venados, al lado de j. El milagro navideño del pollo frito de combini con Azuma. Mer y Santiago tiñendo de felicidad el subway. El CERN. El KEK. La JAXA. “Vous êtes jolie”. Cada uno de los cuatro mil sánduches que elaboramos o compramos con Cavorite. El pescado más gracioso del planeta en compañía de Yin y Azuma. “Wonderwall” a dúo para un público ribereño. El reencuentro con Alicia. El museo Chichu, la antesala del cielo. Un vuelo NYC-Tokio pasado por agua. Aquella persona que quise tanto conocer y no pude. La gran película de acción que fue la entrega de la tesis. Los traboules. Las postales. Los lápices de colores. Las torres de libros.

Ahora estoy enferma y no puedo levantarme a darle un final decente a este año de telenovela, pero bueh. De todas maneras el final final, el definitivo, inexorable e impajaritable, vendrá en marzo. Este es solo un cambio de fecha en el frío del invierno. Bah, bah, bah y recontra bah.

Palitos y bolitas

Todos mis amigos en Tsukuba me preguntan por qué anduve perdida la semana pasada. Yo sé que la rumba no es lo mismo sin mí, pero a veces hay que alejarse del ruido y las luces para reconectarse con el centro de uno mismo. Ustedes saben, para ser más zen y escuchar la inner voice. Yo los quiero mucho y amo emborracharme con ustedes pero estoy en un país oriental y aquí se vino fue a meditar, y como hasta ahora no lo estaba logrando pues me fui a Corea. Corea, el Japón chiviado de Asia, el Siete de Agosto del Extremo Oriente. Me fui sin saber nada ni esperar nada más que un reencuentro conmigo misma; el resto vendría por añadidura (Google search: “Seoul nightlife”). Con la espiritualidad por el cielo llegué a Incheon y cuál no sería mi sorpresa cuando veo una camisa color yema de huevo demasiado familiar para mi gusto en Arribos. Me le acerqué porque me pilló mirándolo y me sonrió y ya no tenía escapatoria.
—¿Usté qué hace aquí?—, le dije.
—No, más bien usté qué hace aquí.
—Hey, yo vivo en este continente. Y aquí no piden visa.
—Técnicamente usté no vive en este continente, usté está en una isla.
—Ay, en fin.
El pisco este venía dizque a una de sus cosas matemáticas que, imagino, consistirán en pararse frente a un tablero y llenarlo de matachos y luego ponerse la mano con el dedo índice y el pulgar en L bajo el mentón y decir “hmmm”. Y al lado habrá muchos tipos de todas partes del mundo mirando el mismo tablero y diciendo “hmmm” también.

Pero bueno, en vista de que ninguno de los dos sabía leer palitos y bolitas nos fuimos juntos en el tren como para ofrecernos apoyo moral. Tampoco era que nos habláramos de a mucho durante el trayecto, así que mi plan de aislamiento hasta ahora funcionaba a medias tirando a bien. Sin embargo, él en su buena fe quiso bajarse en la misma estación de metro que yo dizque para ayudarme a encontrar mi hotel y resultamos cogiendo taxi para llegar quién sabe cómo a un lugar completamente inconexo de todo que no se parecía a nada visto ni antes ni después. Ahí se hizo evidente que tendríamos que pasar los siguientes días juntos si queríamos sobrevivir. Al hotel llegamos al fin después de ver un río gigantesco y luego volverlo a ver, la rabia convertida en miedo convertido en estoicismo nervioso convertido en genuino agradecimiento.

Desde entonces creo que nos hicimos amigos, como esos policías de las películas que viven un montón de aventuras juntos y vuelan (literalmente) en un Chevy Impala café con el Gran Cañón de fondo o algo así. Viendo el periplo en retrospectiva lo imagino despidiéndose de mí con cabestrillo después de ese episodio donde coge al jefe de la mafia con las manos en la masa y yo llego a último momento a dispararle cuando le está apuntando a la cara pero está dando su discurso final de cómo los policías son —somos— tan tontos. “¡Aguanta, Johnny!”, grito yo mientras él se agarra el hombro ensangrentado, porque a todos los policías veteranos les disparan es en ese punto entre el pecho y el hombro donde a uno le gustaría recostarse si no fuéramos policías ni amigos de aventuras internacionales sino otras cosas más bonitas. Eso u oficinistas borrachos en el metro. Le estrecho la mano buena, le doy un abrazo pero suelta un “ughhh” gutural que nos da risa y le prometo que nos volveremos a ver algún día.

Así que eso estuve haciendo. O no, pero a quién le importan las caminatas sin rumbo y los festivales de luces y las comidas picantes que dejan los labios adoloridos. No me encontré ni nada por el estilo. No creo siquiera haber tenido tiempo de buscarme. Fui a Seúl, volví y ahora he vuelto con ustedes a continuar la fiesta.

[ Ride the Tiger — Jefferson Starship ]