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2017 (Invocando el poder de Bobby McFerrin)

Mi objetivo para 2017 es ser como mi mamá y alcanzar la paz interior inquebrantable. Quiero que en mi cabeza suene “Don’t Worry, Be Happy” cuando lo normal sería explotar. Es un objetivo muy difícil de lograr, pero ahí está.

Pasé la medianoche en la terraza de la casa de mi hermana. Estábamos ella, mi cuñado, una amiga, la roommate holandesa, los invitados de la roommate y yo. Los vecinos de al lado también estaban en su propia terraza poniendo música a todo volumen, así que fue una especie de fiesta doble. La dueña de casa tenía un micrófono con el que animaba a sus invitados y también nos hacía complacencias. Todos coincidimos en que sonaba muy profesional. Bailamos cumbia argentina, reggaetón y salsa, a pesar de que estábamos cocinándonos en el aire irrespirable del verano. Mientras tanto, los relámpagos de la tormenta que se avecinaba exacerbaban los estallidos de la pólvora alrededor nuestro. Me parece genial haber empezado el año bailando, especialmente porque ese es el tipo de cosas que yo jamás pensaría hacer.

Esta madrugada mi hermana y mi cuñado salieron para El Calafate. Yo también estoy a punto de irme, pero a Bogotá. La idea del regreso me aburre enormemente, pero al menos descansaré al fin de esta humedad exasperante.

Un regalo de Navidad

Mi familia decidió pasar la Navidad en Buenos Aires, en vista de que el paso de mi hermana por estas tierras está a punto de acabarse. Mi cuñado también vino desde Alemania. Si todo sale bien, en algún momento no muy lejano iremos a pasar las festividades allá en la nieve.

Mi cuñado me trajo un regalo, que me entregó a medianoche: un kit de dibujo con carboncillo, sanguina y grafito.

Para alguien que se siente tan mal de no haber seguido dibujando, este fue un mensaje contundente. Se me aguaron los ojos contemplando la caja.

Mañana iré a la papelería y me compraré el block que no quise comprar hace algunos días porque para qué si yo ya no dibujo.

Cómo volver a leer: una reflexión

Ayer volví de Argentina, donde estuve alrededor de nueve días. Tengo una aventura que contar pero es larga y no tengo mucho tiempo para dar detalles ahora. El resumen es que me fui para Córdoba a visitar a Azuma pero terminé en Rosario y luego de vuelta en Buenos Aires y luego sí por fin en Córdoba. Tuve que esperar muchísimo: en aviones volando, en aviones parqueados, en salas de espera. El tiempo pasaba y pasaba y pasaba. La gente estaba desesperada. Pero yo no. Al fin y al cabo, ¿qué podía hacer? ¿Salir corriendo? ¿Adónde, acaso? Claro, me estoy haciendo ver como una santa súper paciente, y sí, yo puedo ser muy paciente con las esperas. Sin embargo, esta vez tuve una ayuda extra.

Por cosas de la vida —específicamente, un bug en el sistema operativo de mi celular—, estuve incomunicada gran parte del tiempo que pasé esperando. Eso tuvo a Azuma al borde de un ataque de nervios porque en el aeropuerto de Córdoba no había noticia alguna del avión. Bien podría decirse que el nuestro era un avión desaparecido. Pero ese no es el punto. El punto es que, sin Internet en el celular y sin adaptador de enchufe para recargar mi computador y meterme a Internet por ahí, me vi obligada a recurrir al libro que había traído en mi morral. Hace rato no leía tanto de un solo tajo. El libro estaba buenísimo, además (era Middlesex, de Jeffrey Eugenides). La señora al lado mío maldecía de ese modo tan visceral y florido que tienen los argentinos, invocando partos y parientes con errrrrrrres de rabia pura. Yo leía. El piloto prometía un descenso que nunca llegaba a ocurrir. Yo pensaba “hm, estos 20 minutos están bastante lentos” y seguía leyendo. El avión se zambullía entre las nubes y volvía a emerger sobre ellas cual pelícano en el mar. Yo alternaba la lectura con la observación casual del paisaje (nubes rosadas – nada gris – nubes rosadas). Aunque me considero una persona muy paciente, no sé qué habría sido de mí si hubiera tenido que aguantar todo eso sin libro.

En el vuelo de regreso a Bogotá, en vez de seguir mi rutina usual (mirar fijamente la silla de enfrente, dormir, mirar por la ventana, mirar fijamente la silla de enfrente), saqué el libro y me entretuve un buen rato. Vaya. Esto no ocurría desde mis primeros años en Tsukuba. No sé por qué me había alejado de la lectura si es tan divertida.

O de pronto sí lo sé. Ahora que estoy de vuelta en la casa y tengo todo el Internet que quiera en mil pantallas, me doy cuenta de que otra vez se me está olvidando que tengo el libro a la mano. Aquí es donde entra el problema de siempre, las redes sociales, el déficit de atención, los clics por reflejo, blablabla. El aislamiento forzoso en el viaje a Córdoba me hizo recordar la época en la que yo me despertaba a leer y me acostaba a leer. Y ahora vengo a decir que no tengo tiempo, que el trabajo, que nosequé. Mentira. Tengo todo el tiempo del mundo y lo gasto en mirar pequeñeces por Internet.

Pero bueno, no es para ponerse dramáticos. La solución, en realidad, es súper fácil: cerrar el computador y ponerme a leer antes de dormir. Empezaré ya mismo.

Cosas que olvidé mencionar de 2013

  • Me reencontré en Buenos Aires con Masayasu, mi amigo de Tsukuba
  • Me salió un lunar nuevo en la palma de la mano (durante varios días creí que era una mancha de tinta, ya que su aparición coincidió con los primeros días de clase en la Universidad de Hawaii)
  • Vi a Les Luthiers en vivo
  • Visité Fallingwater
  • Conocí la sede central de Twitter (y probé su exquisito café helado)
  • Vi flamencos aprendiendo a volar
  • Me corté un dedo con mi propio pelo
  • Me hice dejar de un vuelo a lo Before Sunset
  • Fui un personaje de cómic
  • Me metí a un gimnasio (con variados grados de disciplina)
  • Volví a un karaoke japonés después de muchos años (aunque no en Japón)
  • Conocí a uno de los intérpretes de los Juicios de Núremberg
  • Le compré a Cavorite un tajabananos
  • Recibí libros con bonitas dedicatorias
  • Me robaron la maleta (y luego me la devolvieron)
  • Me desmayé

Distant Radio

Masayasu llegó de Japón con una bolsa llena de postales. Las examiné aprisa. Como un satélite que se aleja de la Tierra y va captando ondas de radio de otras épocas, las postales me llevaron cada vez más lejos en mi propia historia. Las antiguas promesas, la cotidianidad perdida, lo que iba a ser y ya no fue; todo estaba ahí congelado en la vigencia de la tinta. El satélite recibe transmisiones que dicen “hoy”, pero basta un vistazo en dirección al planeta de origen —¿aún se alcanza a ver desde este punto?— para constatar que ese hoy no tiene ya nada que ver con este momento. Seguí pasando las hojas hasta que de pronto llegué a la frontera, a un amor viejísimo al principio de todo. Sentí ruido blanco en mi cabeza. Por un momento entendí la felicidad de los astrofísicos.

Addio alla redattrice

Un día fui a una entrevista de trabajo y dije que lo que más me gustaba hacer en la vida era escribir. No creo haber mentido, aunque mi categoría “lo que más me gusta hacer en la vida” es un poco más amplia que eso. Sin embargo, no puedo ganarme la vida cantando ni haciendo dibujitos, y aún si pudiera, aprendería la misma lección que aprendí en esta ocasión:

No es lo mismo escribir que ganarse la vida escribiendo.

Sé que puedo escribir cualquier cosa sobre lo que sea, pero la tortura mental que me supone hacer algo que no me interesa en lo más mínimo se lleva consigo el tiempo que necesito para todo el resto de actividades de mi vida. ¿Quiero dibujar? Tengo que escribir. ¿Quiero practicar ukulele? Tengo que escribir. ¿Quiero escribir en mi propio blog que tanto me gusta? No, primero el trabajo. Entonces resulto no haciendo nada y me siento miserable.

Así pues, en aras de desbloquearme y dedicarle más tiempo a lo que realmente quiero construir para mí misma, he renunciado a mi trabajo de redacción. En conmemoración de tan importante decisión —o solo por coincidencia—, me voy a Argentina a aguantar frío y pensar en otras cosas.

2011

Nara – Osaka – Tokio – Bangkok – Saipán – Nagasaki – Kobe – Kioto – Tsukuba – Bogotá – La Dorada – Buenos Aires – Nueva York – Bogotá – Buenos Aires – Valparaíso – Viña del Mar – Santiago – Lima – Bogotá.

En general no fue un año muy feliz que digamos. Ahora me falta un abuelo, y encima se me acabó Japón y no me pude despedir. Pero bueno, también tuvo sus partes rescatables. Me gradué —sin ceremonia pero con hakama—, viajé, viajé, viajé, viajé y viajé, lloré con Madama Butterfly —y su tierra me acogió en el peor momento de mis cinco años de vida nipona—, hice realidad mi sueño adolescente de conocer una isla casi inalcanzable (¡donde los niños tocan ukulele en el colegio!), tuve encuentros bonitos y pasé una temporada más o menos larga conociendo Chapinero con Cavorite. Ahí hay buenos recuerdos para compensar, al menos, aunque la tristeza no halla una manera de desaparecer del todo. Ahora no veo nada en el futuro, entonces qué más da que llegue el año nuevo.

Casa

Mi hermana vive en una casa preciosa en Palermo. La casa tiene dos patios, una terraza, tres gatas, un baño con libros —de repente encuentra uno el Atlas de Borges sobre el bidé— y un espejo enorme en la sala. Entre otras cosas. Es como un anticuario muy cómodo.

La casera de mi hermana es actriz de teatro. El fin de semana fuimos a ver su última obra, que era sobre el bombardeo a la Plaza de Mayo que hicieron en 1955. Antonia, que es como se llama, está toda hecha de marfil con cabellos de lino y ojos de glaciar. Se acuesta en el piso cuando habla por teléfono y parece amar locamente a todos sus interlocutores. El piso tiene huecos de madera desmigajada. Hace un par de meses el moho amenazó con comerse entera la habitación de mi hermana.

La otra vez salí a dar un paseo y me encontré a Antonia en la calle al regreso. Estaba inspeccionando las otras casas de la cuadra porque se había ido la luz y quería saber si era una situación generalizada. Terminó de anochecer. Toqué ukulele un rato. Luego pasamos a cantar a capella las tres. Antonia nos contó que de joven fue a un concierto de Queen y a uno de Santana. Y también vio a Freddie Mercury de cerquita en otra ocasión.

En la casa también hay dos italianos. Cuando uno los escucha hablar de lejos es difícil saber si están hablando italiano o español porque la entonación suena igual. Ahí es cuando uno se da cuenta del origen del acento argentino.

Mi hermana vive contenta aquí. Yo también estoy contenta, pero ya me tengo que ir. Antonia se puso triste al saber que no me quedaría más tiempo, pero espera que vuelva pronto. No es descabellado pensar que así será, si la primera vez que vine a Buenos Aires escribí que la ciudad ameritaba segunda y tercera visita, y esta ya es la cuarta. Ay, Buenos Aires, te dejo algunos de mis amores pero aquí me tendrás de nuevo.

Mataderos y macarrones

Mi hermana y yo tomamos un colectivo a Mataderos para ver la feria dominical. Ella seguía atenta los nombres de las calles para ubicarlos en el mapa y así saber bien por dónde íbamos. El bus nos llevó a ver el incendio de una fábrica y luego nos dejó en una senda tapizada de flores de jacarandá. En la calle estaban haciendo corridas de sortija. Las boinas se les volaban de la cabeza a los jinetes mientras se pasaban el puntero de la boca a la mano y lo blandían como un lápiz corrector de un gran error que al final no lograban pescar.

Comimos empanadas —increíble la de choclo— y salimos a ver los bailes. Cualquiera se podía unir, y daba la impresión de que todo el mundo se sabía los pasos. Nosotras no, claro. Algunos llevaban traje típico, pero la mayoría no. Había un señor especialmente hábil que le daba besos a su pareja al final de cada pieza. El movimiento de su cabeza lo delataba como bailarín profesional.

En medio del festejo, casi imperceptible apareció entre la multitud un viejito vestido de gaucho —con todo y espuelas— caminando bien despacito. Lo observamos avanzar detrás de los bailarines. Su andar de caracol nos permitía concentrarnos a ratos en una pareja de vestido elegante y la pareja del profesional. El viejito llegó a una barrera y se apostó allí. Después de mucho titubear le pedimos el favor de que se dejara tomar unas fotos con nosotras. Asintió. “Yo te voy a hacer un regalo”, me dijo cuando me paré a su lado. El anciano tenía una conjuntivitis tremenda en un ojo. Sacó una tarjeta con su dirección y me pidió que le enviara las fotos allí. “Si querés te doy la plata del envío”. Ni más faltaba. Ahora debo imprimir las fotos y confiar en que al correo argentino se le dé por funcionar al menos esta vez.

Al regreso —una vez más, tocar con el dedo un hilo arbitrario en un tejido de nombres— pasamos por una confitería donde vendían macarrones. Mi hermana se había referido a ellos como alfajores exquisitos que a simple vista no parecían nada provocativos, y pronto supe de qué hablaba. Los vi mil y una veces en las vitrinas de los almacenes caros en Tokio, los observé dentro de sus cajas preciosas en una vitrina de la Presqu’île en Lyon, llevo uno de plástico colgado de mi morral desde hace años… y nunca se me había ocurrido llevarme uno a la boca. Si no era ahora el momento, ¿entonces cuándo? Sobra decir que estaba delicioso. Habré de volver a Lyon algún día, supongo. Y a Tokio. Pero por ahora sigo saboreando Buenos Aires.

Nueve de mayo

Esta es la historia de un recién egresado de literatura que se creía demasiado exquisito para la sociedad por haber cursado un pregrado en humanidades. Un día entró a trabajar a una oficina, vaya usted a saber por qué, y se indignó porque tenía que recalentar su almuerzo en un microondas rodeado de señoras bajitas y flacas con el pelo teñido de rubio cenizo excesivamente alisado y blusa blanca embutida dentro del pantalón ajustado. Muchas cosas pasaban por la cabeza del joven mientras miraba su recipiente de plástico dar vueltas entre la caja iluminada. Pensaba en el libro que estaba en mora de escribir, en los cafetines de Buenos Aires que no estaba frecuentando para empaparse de verdadera cultura y escribir dicho libro, en el asco que le daban todos aquellos que ni por un instante habían contemplado las bondades de the life of the mind. Valdría la pena preguntarse, empero, por qué este artista en ciernes no empleaba sus horas libres en hacer el manuscrito que lo llevaría a la gloria si tanto lo desvelaba el asunto. El microondas pitó. Mientras tanto, en Buenos Aires, un señor llegaba a un cafetín, pedía una porción de queso roquefort y leía las noticias deportivas bajo el rostro luminoso y cuadrado de Susana Giménez.