Archive for the 'autopalo' Category

Lecciones de vida de una roommate temporal

Seguramente ahora escribo muy mal. Todo es cuestión de práctica y yo no he practicado desde hace millones de años. Siempre me da sueño cuando intento escribir. Es la reacción de mi cuerpo ante lo difícil. Hace poco tuve un trabajo de un tema duro y estaba tan nerviosa que no podía del sueño. Pero llevo doce años con este blog y no puedo abandonarlo así como así. No después de doce años. No tiene sentido.

Alguna vez mi ex novio me dijo, para insultarme, que yo no era más que una simple escritora de blog. Muchos años después pienso que eso es precisamente lo que quisiera ser. No aspiro a sacar ningún libro. Soy el ser menos literario del mundo. Sin embargo, me gusta documentar mi vida.

Ya me dio sueño. Aquí es donde se marca la diferencia entre el hacer y el no hacer. Llevo mucho tiempo prefiriendo lo segundo. Esta vez me sobrepondré. No dormiré hasta no terminar.

En estos días he estado compartiendo una habitación de hotel con Gloria, quien fuera compañera mía de la universidad hace muchísimo tiempo. Gloria y yo éramos estudiantes de literatura y ahora ella es periodista/escritora y yo soy intérprete/dibujante. Me voy a dar el lujo de hacerme llamar dibujante porque probablemente ya es hora. Le hicimos el quite a una fiesta y nos quedamos charlando un largo rato. Hablamos de Nueva York, de Tsukuba, de La Tigresa del Oriente y de cómo la constancia la llevó al éxito en un ámbito en el que carecía por completo de talento. También hablamos de cómo hay que tomar la firme decisión de tomarse en serio las cosas que uno hace. Si uno escribe, y quiere escribir, tiene que escribir de verdad. Constante y metódicamente. La diferencia entre la gente que lo logra y uno es que esa gente está haciendo y uno no.

Es una decisión difícil, hacer de verdad. Decidir dejar de ser un “bum” como Rocky, empezar un proyecto y culminarlo. Me siento un poco loser de no haber hecho nada. (Digo esto después de haber enviado por primera vez un cómic a una convocatoria, así que soy la reina del autopalo y mejor me callo.)

También es inspirador y de gran ayuda tener acceso a ciertas esferas (anoto todo esto para que no se me olvide). No me doy cuenta pero estoy acá en un festival de cómic codeándome con gente que admiro mucho. En otro país no podría ni imaginarme llegar a algo así. Estoy en la escena y hasta ahora he desaprovechado mi presencia.

Me pregunto si el destino me puso en este cuarto con Gloria para que yo aprendiera un par de lecciones de vida y retomara el blog de una vez por todas y planeara ahora sí de verdad hacer un fanzine. Estoy que me duermo pero quedo muy inquieta. ¿Qué es lo que quiero hacer de verdad?

(Obvio que lo sé, obvio que lo sé, obvio que lo sé.)

Arqueología de los papeles II: El misterio de la carrera equivocada

Se ha manifestado insistentemente un folleto en las cajas que estoy desocupando: “Lenguajes y estudios socioculturales”. Recordemos que antes de irme a Japón yo era la más miserable de las estudiantes de literatura en la Universidad de Los Andes. OK, estoy exagerando. Sé que estoy exagerando. Quiero creer que estoy exagerando, pero recuerdo que cada fin de semestre llegaba un momento en que me ponía a llorar de desesperación por estar haciendo trabajos sobre algo que no me interesaba en absoluto. Mi mamá decía que era la saturación típica de los finales, cuando uno ya solo quiere salir a vacaciones, pero poco a poco se fue haciendo evidente que no se trataba solo de eso. Digo “poco a poco” pese a que recuerdo que, en la primerísima semana de universidad, la única clase que me llamó la atención fue lingüística. Desde el puro principio yo sabía que estaba en el lugar equivocado.

Me estuve sintiendo mal un buen rato mientras me detenía en cada fotocopia y examen que iba botando. Por qué no seguí mi verdadera vocación (“La fonética”), por qué avancé tanto en una carrera que no me interesaba y en la que muchas veces me sentí adivinando las respuestas (“¿Cómo se concibe el tiempo en ‘El contemplado’?”), de dónde saqué la idea de que algún día sería escritora (“Hamartia”). No ayudó el hecho de encontrar algunos borradores de cuentos desastrosos en el camino. Y pensar que este blog todavía tiene el descaro de existir.

La racha de autopalo ocurrió a pesar de que acababa de ver unos formularios que indicaban que, para cuando solicité la beca de Japón, yo ya me encontraba en proceso de iniciar la doble carrera con lenguajes y estudios socioculturales. ¡O sea que no me estaba condenando a la desdicha total por siempre! No obstante, queda la incógnita de por qué elegí el mismo camino que me hacía infeliz cuando tuve la oportunidad de volver a empezar. Creo que en esa época pensaba que mi carrera era lo único que sabía hacer y que me serviría para convertirme en una gran traductora de textos en japonés. Eso no sucedió al fin, pero estudiar literatura en Tsukuba fue una experiencia completamente distinta a la de Bogotá y en cuanto a lo académico fui muy pero muy feliz.

(Incidentalmente, los muebles de mi apartamento se los compré a la traductora de Haruki Murakami al rumano.)

Cuando pienso en las cosas que me gustaban de Los Andes, siempre me remito a mis clases de japonés, francés, chino y latín. Seguro la habría pasado fenomenal en lenguajes y estudios socioculturales, pero si es solo cuestión de aprender idiomas, puedo hacer eso en cualquier momento y en cualquier lugar. Es más, debería dedicarme a eso ahora.

Veintinueve

Jesús Cossio dice que a los veintinueve años la gente toma decisiones radicales. Enfrentadas a la inminencia de los treinta, las personas abandonan cosas, emprenden cambios drásticos, corrigen el rumbo en un último intento de verse bien encarriladas a la hora de cumplir edades más serias. Revisando las notas de este blog, me doy cuenta de que este comentario no dista mucho de lo que me dijo j. cuando cumplí años este año. En ese momento no le creí de a mucho, ya que veintinueve es apenas un número primo con dos enes, dos ves y dos tonos de azul. No suena importante; si acaso transicional, un largo letrero de “no se pierda después del corte”. Sin embargo, haciendo un recuento de todo lo que ha pasado en el breve lapso que llevo en esta edad, puedo confirmar que es tan revolucionaria como me prometieron.

Hoy es un día bastante aburrido. Tengo textos por traducir y dibujos por hacer. Pienso en mi breve agenda como si fuera cualquier cosa, pero hasta hace apenas unos meses la parte del dibujo no figuraba en mi vida cotidiana sino en una lista de remordimientos por abandono. Con nostalgia me veía a mí misma a los catorce años, sin amigos ni belleza pero con una guitarra a la cual recurrir, una novela que escribir y dibujos por hacer. Una tríada perfecta que me mantenía en pie y protegida del mundo externo. Con el tiempo, la guitarra fue reemplazada por el ukulele y las aspiraciones literarias por este blog, pero el dibujo se había esfumado en un abismo de inseguridad alimentado por el hecho de que yo nunca había tenido un entrenamiento artístico formal y lo que salía de mi mano era muy simplón. Y todos estos años, ese hueco me pesó.

Ahora hago un breve repaso por todo lo que, después del colegio, dije que era sin ser del todo con el fin de agradar a alguien más. De repente le gusto a otro ser humano —oh sorpresa, se acabó la adolescencia, ya puedo emerger de mi cueva— y tomo vestigios de recuerdos y preferencias para intentar formar un todo que se amolde al todo de esa persona. Y en el proceso no hago lo mío. No estoy dibujando porque no sé dibujar como los que hacen cómics de superhéroes, que en todo caso no me interesan pero igual dejo que los que admiro me hablen largas horas de Batman, así como dejo que me hablen largas horas de cómo entender el universo y sus fenómenos. Escucho. Es cómoda esa pose de fan de los científicos. Quiero ponerle un rótulo a mi aislamiento en términos de los otros pero eso solo me convierte en seguidora de mundos paralelos.

Es solo cuando dejo de mirar a los demás, cuando dejo de buscar afinidades, que comprendo finalmente que el dibujo no es lo que los demás piensen de él sino el ejercicio de intentar proyectar lo que se ve en mi cabeza. Tocar ukulele también es un ejercicio. Cuando las cosas que uno ama pierden su objetivo final es que uno las vuelve a disfrutar plenamente.

Ahora estoy acá, sola en la casa, con un cúmulo de cosas que aún cuando sean aburridas son exactamente lo que quiero hacer, y con la serena certeza de que nada de lo que yo sepa o haga me hace elegible para pertenecer a ningún círculo ni ser merecedora del cariño de nadie. Y eso está bien. No estoy intentando anunciar con esto que me creo muy especial e intocable, sino que en años pasados me sentía un poco perdida pero creo que ya me voy encontrando.

Dicen que los hombres en crisis de la mediana edad compran motos y carros para darle sentido a sus vidas. Yo llegué a los veintinueve y me hice a un curso de interpretación, una tableta de dibujar y un ukulele soprano.

Get Out of Your Head

Necesito cambiar mi noción del tiempo. Necesito dejar de congelarme a la hora de hacer algo y simplemente hacerlo. Sé que este es un tema recurrente en este blog, pero qué le hacemos si uno de mis grandes defectos es la procrastinación crónica. Siempre creo que podría hacer las cosas más tarde porque… No sé por qué. Veo el tiempo como un mar bravísimo y helado que toca cruzar en la débil barquita de las labores y me da miedo. O no sé si miedo sea la palabra adecuada, pero es algo parecido al miedo. Aversión a concentrarme sería un mejor término.

Me acabo de acordar de repente de cuando Minori y yo íbamos a Chicago a pasar el día y pasábamos frente a un restaurante llamado “Medieval Times” al que nunca entramos.

¿Ven? No me concentro en una sola cosa. Sacarme de mis meditaciones inútiles y dedicarle cerebro a un agente externo es algo sumamente difícil para mí; me horroriza la idea de interrumpir mi monólogo interno. Sin embargo, como todos los aspectos del ser funcional requieren bajarme de la nube un rato, lo que hago es posponer el dolor lo más posible. Me pongo entonces a pensar en lo que tengo que hacer, le doy vueltas y me imagino que lo hago, incapaz de traducir esa idea a la acción porque me da la inexplicable sensación de que voy a perder tiempo en ello. De esta manera es que termino no contestando e-mails ni dibujando lo que había dicho que iba a dibujar ni ordenando mi cuarto ni haciendo nada de lo que tengo que hacer a tiempo. Si a ello le sumamos el tremendo miedo a mí misma que cargo, olvídense de que algún barco vaya a zarpar desde este puerto.

Escribo esto para tratar de entenderlo a ver si puedo hacer algo al respecto el año que viene. (La elección de palabras es delatora: “el año que viene” implica que planeo abordar el problema pero la idea de empezar ahora mismo me da algo en el estómago.) Debería más bien dejar de distraerme y ponerme a trabajar ya, pero eso requiere un cambio de mentalidad y no es tan fácil. Dejar el miedo, aceptar la concentración como algo bueno, superar la adicción a pensar ociosidades. Necesito aprender a pasar tiempo fuera de mi propia cabeza.

いちご

Hace un año regresé de Bangkok a Tsukuba. Estaba muy enferma. La noche anterior me había comido el único pad thai de lo que quería ser un viaje gastronómico pero resultó en un camarote frente a un intoxicado austríaco. Pero creo que de esto ya he hablado; nunca sé qué le he contado a quién y mis amigos se arman tener paciencia y me dicen “sí, eso ya me lo contaste”. Cada vez que oigo eso me siento como de noventa y seis años. “Sí, abuela”.

Debe estar haciendo frío en Japón. Pienso en eso todo el tiempo. Pienso en los ciruelos florecidos que ya no puedo ver. Y en las fresas. Debe haber fresas de todos los tamaños y precios en los supermercados. Los ponen en cajitas transparentes encima de cajas grandes de cartón, blancas con letras rojas: いちご (“ichigo”). Era rico comer fresas con leche condensada. Mi mamá habla de las fresas como si fueran cualquier cosa; están ahí en la tienda y ya. Pero en Japón son especiales. Son frutas de invierno, de invierno nada más. Uno ve las fresas y sabe que hace frío afuera. Y entonces las chocolatinas vienen con sabor a fresa, y la leche y el mochi con fríjol. Chocolatina Meiji 70% fresa. Todavía me quedan algunas que traje y dejé olvidadas por ahí. Ahora deben saber a plastilina.

“Ichigo” también se escribe en kanji: 苺. Es un kanji peculiar, me parece a mí, porque contiene el radical de hierba (la rayita cruzada dos veces de arriba) y el caracter de “madre” (母). ¿Será la fresa la madre de las frutas?

Odio lo que escribo.

Dibujar

Cepillarse los dientes

Niña cepillándose los dientes.
Posible autorretrato, circa 1989.

Esta es una historia larga.

Cuando era muy, muy, muy chiquita, empecé a dibujar. Mi mamá me entregaba una agenda y un esfero en cada sala de espera y eso ya era suficiente para tenerme juiciosa por horas. Empecé emulando los dibujos detallados que me hacían mis papás, pero ya para los 5 años la finalidad principal del ejercicio era deshacerme de lo que veía en mi cabeza. Todo lo que no existía yo podía hacerlo realidad en el papel. Como Saturno era mi planeta favorito, iba a dibujarlo como un personaje. Como me gustaba tanto Tiro Loco McGraw, él sería mi amigo por páginas. De ahí salieron historias, pero me negué a escribirlas. Toda la infancia la pasé diciéndome a mí misma que escribir tomaba demasiado tiempo.

En primero de primaria nos dejaron una tarea de ciencias que consistía en dibujar living things y non-living things. Yo hice la tarea, normal. Cuando la profesora llegó a mi pupitre a revisar, me dijo que por esta vez me lo pasaba, pero que no volvía a aceptarme una tarea hecha por mis papás. Si uno mira el dibujo —el cuaderno sigue en mi poder—, es obvio que no fue hecho por un adulto. Sin embargo, la señora supo inflarme el ego poniéndome en ese nivel. Las niñas del curso saltaron a defenderme. Esa fue la primera y última vez que me defendieron mis compañeras.

Llegó la adolescencia y, con ella, la impopularidad. Si bien había pasado buena parte de la vida escolar gozando del estatus de estrella de la ilustración de tareas, la falta de amistades hacia el final de bachillerato me despojó del honor de dibujar en el tablero lo que los profesores no podían. Las nuevas ilustradoras tenían un estilo más de no saber dibujar ni un par de manos —de verdad, eran mangas sin manos— pero igual arrancaban un “ay, diviiiiiino” de las demás estudiantes. Como buena adolescente, pensé que la vida era irremediablemente así y la gente siempre preferiría un adefesio sin manos si lo hacía una persona popular. Es obvio que la vida es así pero eso no debería detener a nadie. Yo caí en el error de desanimarme y relegué mi actividad a la clandestinidad de los márgenes en las hojas de notas. No quise estudiar arte porque no quería que me forzaran a adoptar un estilo que no fuera el mío. Entenderán que le tengo cariño a la manera como dibujo así sea de lo más simplón y lleve como veinte años poniéndoles dedos puntudos a las personas —odiaba como me quedaban las manos cuando las hacía como las del dibujo que acompaña este post—. Un ex novio sí me dijo que debía aprender a dibujar, pero no le hice caso.

Mi regreso al dibujo —lo digo como si fuera una persona muy importante que se retira y deja a los fans aburridos y sin autógrafo— ha sido lento, tal vez demasiado lento. El tedio y el dolor de 2010 me llevaron a sacar del olvido uno de los mil proyectos anti-depresión que tenía con Azuma, pero no fui constante. Me escudé en muchas cosas para evitarlo. Tengo que confesar que me da miedo y no sé por qué. Creo que era más fácil cuando no creía en esa parte de mí en absoluto y solo lo hacía para llenar márgenes y vacíos insoportables de tiempo en clase. Ahora que me arriesgo a sacar eso mismo a la luz —claro, por ahora en un blog, no es gran cosa pero igual—, me lleno de un terror irracional que es como terror a enfrentarme, a tener que convencerme de una buena vez de que esto es lo que he hecho toda la vida y no puedo seguir evadiéndolo. Yo quería ser una de esas personas profundas y analíticas que se codean con los grandes pensadores, pero soy una persona que hace dibujos. Para bien o para mal, eso es lo que soy.

También canto, pero esa es otra historia.

Once de abril, 2

Sin embargo, también hay que pensar en qué cosas se sienten como disciplina y qué cosas no. Yo dejo pasar un día sin escribir aquí y empiezo a sentirme culpable porque era algo que tocaba hacer, pero igual me da pereza porque le huyo al dolor. Sin embargo, pese a que el ukulelepodría representar dolor físico real —y sé muy bien lo que se siente un Dm7 mal puesto— yo no tengo ningún reparo en aguantármelo en pos del sonido bonito. Y eso que el sonido bonito tarda en llegar. Creo, pues, que lo que estoy buscando por medio de esto es que el dolor de escribir me deje de importar así como el dolor de tocar nunca me ha importado. Tal vez podría lograrlo bajándole al autopalo.