Archive for the 'sakaguchi' Category

Viernes: tragicomedia en 7 actos

***1***

Desperté a las 4:40am. Estaba convencida de que ya estaba amaneciendo, pero pronto me di cuenta de que había dejado prendida una lámpara toda la noche. Tras las ventanas todo seguía aletargado y turquí.

***2***

Hacia el mediodía cogí la bicicleta y partí hacia la universidad con un poco de preocupación pues no había preparado la traducción del día. En el camino recordé que una noche, hace no mucho, había estado hablando con el señor Sakaguchi sobre mi tardanza al enviar un texto a la revista del Centro de Lenguas Extranjeras de la universidad. “Soy la mejor escritora que tienen ustedes”, había dicho desafiante, creyéndome quizás Howard Roark. Con este recuerdo llegué a mi facultad cuando la escasez de bicicletas en el campus me reveló lo obvio: no había clases a partir de la hora de almuerzo gracias al festival universitario de este fin de semana.

***3***

Tomé una vía diferente a la habitual para regresar a casa. A lo lejos vi una camisa de cuadros verdes y naranja haciéndome señas con los brazos: era el señor Sakaguchi. Arrugas al lado de los ojos, sonrisa de diez kilómetros de largo. Me contó que los del comité editorial de la revista estaban bastante complacidos con mi cuento. “A mí también me gustó”, agregó con un gesto humilde que parecía anticipar mi rostro iluminado por la sorpresa.
“¿¡Tú también lo leíste!?”

***4***

En la tarde les avisé a los bautistas que no iría a su reunión mensual a pesar de la promesa de oden casero, pero a cambio llegaron los testigos de Jehová a mi puerta. Les dije que mi inglés es malo, mi japonés nulo, soy venezolana pero no hablo ninguno de los idiomas de la lista que me dieron y además soy musulmana. Y que estoy-ocupada-no-me-molesten-más-gracias-adiós.

***5***

Logré hacer funcionar mi nueva conexión a Internet y con Arhuaco esperamos a que diera la hora de conocer al ganador del Premio Nobel de Paz. Obama. ¿Qué es lo que ha hecho Obama?

***6***

Me dio sed. No quise preparar té. No quise preparar café. No quise preparar aromática de frutas. No quise preparar esa bebida de vitamina C que compré en la droguería. No quise tomar leche. No quise bajar a comprar una gaseosa en la máquina expendedora. En la nevera había un coctel de naranja y grosella. Menos de 2% de alcohol. Pequeño detalle que pasé por alto: no había tomado más que una gaseosa rara de jengibre en todo el día.

***7***

Empecé a hablar con Naam07, pero de pronto él no supo más de mí. Había ido al baño a quitarme los lentes y cepillarme los dientes, mas no regresé. Perdí el conocimiento con la boca llena de crema dental. Todavía estoy tratando de hacer un recuento de cómo fue, pero creo que si la máquina de recordar no estaba funcionando al momento la labor será difícil, si no imposible.

[ Si — Gigliola Cinquetti ]

金曜はどう?

Pese a que aborrezco la rigidez de la vida social japonesa, he aprendido a apreciar ciertos rituales que la componen. Uno de ellos es la planeación anticipada de encuentros.

Japón es un país pionero en tecnología, pero existe cierto apego inexplicable hacia lo análogo. Los gráficos computarizados son impecables, pero los programas de televisión usan modelos de cartulina e icopor para ilustrar la información que presentan. Así pues, pese a que todos los teléfonos celulares traen calendario y alarmas, la agenda de papel es una posesión imprescindible.

Hacia el final de cada encuentro, las partes que hasta entonces venían llenando vaso tras vaso de té se inclinan hacia un lado y esculcan el fondo de sus carteras. Entonces se concentran en sus respectivas libretas y llevan a cabo un ping-pong de disponibilidad.
—¿Qué tal la próxima semana?
—La próxima semana me queda un poco difícil. ¿La siguiente está bien?
—¿Qué día?
—¿El lunes?
—Hm, el lunes estoy ocupada. ¿El miércoles?
—¿Miércoles por la noche?
—Sí.
—Sí, tengo tiempo.
—¿No hay problema?
—No.
—¿Segura?
—Segura.
Entonces la visita se da por terminada y las partes no establecen comunicación alguna sino hasta la siguiente cita, a no ser que hayan quedado de discutir algún otro detalle por mensajes de texto. La excepción son las buenas amistades, que según me dicen, se envían mensajes en una continua y lenta conversación. Creo que Alicia intentó eso conmigo cuando estudiábamos alemán juntas, pero en ese entonces yo no entendía las curiosas dinámicas de la amistad japonesa y di por terminadas muchas charlas escritas. Finalmente dejé de estudiar alemán y se acabaron las excusas para decirnos algo que no fuera “hola”.

Algunas personas me dicen que no es tan difícil hacerse amigo de los japoneses, que en estadías cortas se han hecho a un corrillo de curiosos sonrientes con los que han compartido ratos agradables. Sin embargo, vale la pena anotar que la actitud de la mayoría cambia en cuanto se enteran que uno no vino acá de intercambio sino para quedarse un buen rato (por “un buen rato” me refiero a más de un año). Entonces, tarde o temprano, la novedad se acaba y la sonrisa de bienvenida se desgasta. Habiéndose agotado el repertorio de preguntas estándar para extranjeros, la relación se erosiona y muere.

En parte no los culpo: en una sociedad donde el respeto excesivo de los límites personales ha erigido auténticas fortalezas alrededor de cada uno, establecer un vínculo amistoso es toda una proeza, aún entre ellos. La espontaneidad no existe, quedando en su reemplazo una estela de excusas tras cada reunión. No obstante, sigue irritándome que por tener uno las piernas más largas y los ojos más redondos merezca uno un trato completamente distinto. A más de uno le he escuchado eso de “no saber cómo hablarles a los extranjeros” como excusa para excluirlo a uno de toda interacción posible. Como si todos fuéramos a reaccionar igual, con nuestros tentáculos asesinos que no perdonan las intrusiones incorrectas. Nos imitan con su pelo ondulado a la fuerza y los ojos redondos de sus personajes, pero el día que se topan con nosotros frente a frente hacen corto circuito. Empero, pese a todo, no me rindo.

Probablemente el aprecio que le tengo a este ritual pese a que destila acartonamiento se debe simplemente a que presenciar la apertura de aquel librillo significa que quien tengo al frente pretende volver a verme. Armada de una cuchara y mis uñas abro agujeros en las paredes. Al otro lado una persona me sonríe, y es uno de esos rarísimos casos en los que puedo estar segura de que la sonrisa es sincera.

[ Listen — Collective Soul ]

Purge

Creo que no puedo volver a hablar con el señor Sakaguchi. Creo que no puedo volver a mirarlo a la cara. No quiero que se aparezca en mi clase de teoría literaria. No quiero topármelo en el camino ni coincidir con él en ningún evento. No quiero saber más de su japonesa existencia.

Espero que finalmente haya entendido lo que había querido decirle desde esa noche en que sus palabras me obligaron a verlo bajo una luz distinta, desde siempre. Tal vez en esa ocasión había mentido y solo probaba el alcance de su recién adquirido don de labia, souvenir de Alemania. Después el efecto se desvaneció y él retornó a su condición de nipón desdeñoso de las palabras. Pero yo seguí caminando con el dardo clavado al cuello.

Anoche fue hora de sacármelo de un solo tirón—después de múltiples intentos infructuosos de atenderlo lenta y sutilmente, como si de un caso de elefantiasis se tratara.

—No estoy pidiéndote que aprecies lo que hago, sino que sepas que eres lo suficientemente importante en mi vida como para inspirarme a escribir—, declaré después de revelar la proveniencia del primer cuento que escribiera en años y estrellarme estrepitosamente contra el muro de su indiferencia.
—Gracias, pero suena extraño si lo mencionas. Deberías guardarte esas cosas.

Debe ser por eso que los habitantes de este archipiélago al final se desesperan y se tiran a las vías férreas. Yo podré seguir con mi vida después de purgar este veneno, pero ¿qué hay de todas esas personas a las que las palabras se les pudren en la garganta? Los gusanos se les subirán al cerebro y enloquecerán, engrosando las estadísticas y la fama de cada edificio alto que se cruce en el camino.

[ I Ran (So Far Away) — A Flock of Seagulls ]

Das orange Foulard und die blaue Luft

1.
El problema de escribir es que si no lo hago al instante, la idea se va. No he tenido sino ideas e ideas e ideas, pero cuando las pospongo (o sea, siempre) se hacen trizas como alas viejas de mariposa y resulto mirando al vacío dulcemente, cual vaca rumiando aire. Por eso nadie daría dos pesos por la publicación de mi inexistente obra. Porque es inexistente y yo no he hecho nada por materializarla.

2.
Ayer amanecí con el pelo liso. Para mi feliz sorpresa, me bañé y seguía liso. Ahora me parezco un poco más a como era yo antes de venir a Japón, sólo que después de Hiroshima he perdido el apetito inexplicablemente y he adelgazado. Esto me ha traído ciertos inconvenientes, como que la ropa se me escurre y mi busto ya no existe. Cuando vuelva la humedad al ambiente volverán las ondas que últimamente han decorado mi cabeza y han hecho que no me reconozca cuando me veo al espejo.

3.
Fui a cenar con el señor Sakaguchi a un restaurante mexicano. Me contó cómo es el museo que no quise visitar en Hiroshima. Hablamos en alemán un rato. A él le fluye, a mí no. Le enseñé un poco de español. Deseó que pudiéramos conversar fluidamente en algún idioma que no fuera inglés ni japonés para que nadie nos entendiera. Me compró un helado de yuzu. Lo abracé. Me apretó con fuerza durante el más breve de los instantes.

4.
Anoche soñé con vestidos de colores vivos, hermosos pero carísimos. Me los medía y me quedaban a la maravilla, pero no podía comprarlos todos. Recuerdo particularmente una bufanda anaranjada drapeada especialmente costosa. El instante en que abrí los ojos vi a través de la ventana el cielo más azul que mañana alguna pudiera ofrecer. Fue un contraste de colores refrescante para complementar un sueño absolutamente reparador.

Hace frío, mi pelo es liso, mi pecho plano y no puedo escribir. También le tengo miedo a la tinta china.

[ Down in Mexico — The Coasters ]

Go Ask Alice

El optimismo se había apoderado de todos nosotros ese día. Azuma y yo habíamos descubierto un claro en el bosque tras encontrarnos con el repentino cambio que había sufrido el paisaje a la salida del barrio. Ahora había agua chispeante frente al radiotelescopio, en algunas partes cubierta de una espesa lama verde cuya textura nos quedamos mirando durante un buen rato.

A la hora en que nuestros rostros se tornaron oscuros y anaranjados y una mariquita se posó en una larga brizna de hierba violácea, el señor Sakaguchi aceptó nuestra invitación a comer sushi junto a Yin y dos estudiantes de intercambio norteamericanas. De repente era de noche, y seis personas apretadas cerca de la banda transportadora llenaban una mesa de torres de platos y conversaciones conectadas como piezas de rompecabezas que no encajan pero igual se mantienen pegadas. Feliz no cumpleaños para todos, ¿más té verde? Prawns, prawns, prawns.

El señor Sakaguchi llevó a Azuma en la parte de atrás de su bicicleta hacia nuestra siguiente parada: el karaoke del barrio. Nos desgañitamos hasta que el cielo se volvió un tapiz azul verdoso salpicado de planetas y nos mandaron para nuestras casas. Nadie tenía sueño, ni siquiera estábamos cansados. “Nights in White Satin” no tenía por qué ser mi última canción. Podríamos haber seguido—todo el pueblo parecía continuar, había luces prendidas por toda la calle.

Mi logro personal de la velada fue haber cantado “White Rabbit” de Jefferson Airplane sin reventar mis cuerdas vocales ni los tímpanos de la audiencia. Viene bien sentirse Grace Slick de cuando en cuando, en especial cuando los días andan tan surreales.

[ Crown of Creation — Jefferson Airplane ]

The Team

The Team

The Team

The Team

[ Crazy — Aerosmith ]

Songino Khairkhan

Me han transferido a Ulán Bator. Estoy segura de que se trata de un error, pero la carta del Ministerio de Educación es clara y tiene mi nombre completo. Al parecer, por cuestiones de la crisis económica han decidido endilgarle el bulto estudiantil a países con más espacio y pensiones más baratas. Así pues, una vez obtenga la visa de Mongolia, procederé a repartir mis cachivaches, darme mis últimos paseos por Tokio y pedir mi último sushi de anguila. Ya estoy resignada.

Apenas me enteré de la noticia intenté obtener ayuda de mis padres por vía telefónica, pero la comunicación se cortaba misteriosamente en cuanto hacía mención del tema. Llamé entonces a Himura para pedirle en clave que me sacara de este entuerto, pero me dijo que soy una obsesa y estoy loca, y procedió a ignorar el timbre del celular como si no vibrara sobre su muslo. “Es una alarma”, les explicó fríamente a quienes le preguntaron si no iba a contestar.

El señor Sakaguchi, quien ante la inminencia de mi partida aceptó salir a comer conmigo, dice que no tengo de qué preocuparme, ya que Ulán Bator es una ciudad grande y respetable como cualquier capital. Pero la verdad es que él es un insensible y no le ha echado un vistazo a la desmoralizadora Wikipedia. Detrás de su amplia sonrisa se esconde el hecho de que el momento en que me suba al bus que me lleve al aeropuerto será el momento en que él borre mi existencia de su cabeza. Se preguntará entonces de dónde rayos salió aquel pequeño retrato de él hecho en tinta.

Tal vez no sea tan malo, después de todo. Los mongoles hablan como si en su lengua se vivieran reventando dulces efervescentes—¡siempre hay algo nuevo que aprender! Además los lácteos me encantan y la changua hizo parte de mi dieta durante toda mi época de colegio. Al frío sabré acostumbrarme tarde o temprano. La montaña de cebollas no puede ser un lugar tan terrible para vivir, si todavía hay gente que reside allí.

Dos años después, creo, retornaré a Colombia con el rostro ajado y el sabor del té con leche y sal en la boca. Habrá demasiada gente en la calle, demasiadas palabras inteligibles condensadas. La yo de hoy sabe que tendrá un impulso de soplar suavemente sobre las cenizas del amor perdido. Sin embargo, la yo de ese entonces habrá aprendido que los humanos no somos más que nombres en listas infinitas. Hemos inventado de todo para recordarnos, pero lo único que hemos logrado es mantener frescas las palabras. Más allá de eso, las cicatrices se desvanecen y renuevan orondas ante nuestra impotente vista miope que no puede trascender los océanos.

Había llamado a Himura con desespero, como si él hubiera podido hacer algo desde allá. Pero la verdad es que desde nuestro último beso nos habíamos convertido tan solo en aquello que nos permitieran las máquinas: voces entrecortadas, abreviaciones, pixeles. Da lo mismo que me vaya a Ulán Bator ya mismo: es pasar de un olvido a otro olvido.

[ I Get Along Without You Very Well — Chet Baker ]

味彩

Ajisai es un restaurante pequeñito recientemente abierto en Kasuga, un barrio de Tsukuba ubicado entre la universidad y un radiotelescopio. Es un espacio con apenas dos mesas cubiertas con manteles de caucho, manejado por una señora con fuerte acento de Ibaraki que abre cuando se le viene en gana. Por un precio bastante razonable, la señora sirve comida casera de tamaño decente y encima café o té con derecho a repetición hasta que muera la conversación entre todos los comensales y ella. Esta noche una de las mesas es ocupada por un estudiante de educación física, beisbolista, y uno de cultura comparada que no cesa de rascarse el pecho bajo la camisa. No vienen juntos, pero eso no impide que fluya la conversación.

En la otra mesa hay una pareja que conversa en inglés. El hombre, tal vez malayo, habla el idioma con elegante acento británico pero su japonés es sorprendentemente bueno. La mujer podría ser de cualquier parte. Su inglés americano brota a borbotones, inundando el vaso de agua y luego la bandeja con sopa de miso, arroz, omelette con salsa de tomate y trocitos de calamar. El deportista, exhortado por la patrona tras admitir que no entiende nada de lo que dicen, dirige una pregunta a la joven. Ella no se da por aludida y sigue hablando rapidísimo, gesticulando sin parar. Él insiste hasta que ella se da cuenta. Al principio no entiende la pregunta, su cabeza confundida con un idioma que lleva semanas sin usar.

—¿De qué país viene?—repite el deportista, seguido de un eco de ayuda por parte del interlocutor original.
—Ah, sí. De Colombia.
—Colombia…
—Suramérica—, ayuda ella.
—¿Y usted?
Esta vez la pregunta va dirigida al presunto malayo.
—Yo soy de la prefectura de Nara.
—Oh, su inglés es demasiado bueno para ser japonés.
—¿Verdad que sí?— la extranjera dice, sonriente. Es la única frase que emite sin titubear. Durante el resto de la conversación ella procura limitarse a reír y hacer comentarios cortos. No tiene mucha confianza en su dominio del japonés y lo vive olvidando. Además, le avergüenza hablar esta lengua frente al hombre que hasta hace dos minutos la escuchaba atentamente. No obstante, el estudiante de educación física y la dueña la bombardean con preguntas: ¿Qué le parecen los hombres japoneses? (“Demasiado tímidos”.) ¿Cuál es su celebridad japonesa favorita? (“Creo que los japoneses del común son más guapos”.) ¿Por qué vino a Japón? (“Me empezó a interesar la cultura japonesa por Dekirukana, pero llegué más que todo por suerte”.)

Un par de horas, dos tazas de té verde y muchos temas después, el beisbolista se abriga, paga y parte. Pide perdón por haber interrumpido la conversación de la pareja, gesto al que no se une la patrona; es obvio que lo que no se paga con dinero se hace manteniéndola entretenida. “Hasta una próxima ocasión”, se despide. Inmediatamente después, el malayo que resultó siendo japonés y la extranjera cuyo país de origen da lo mismo abandonan el recinto también.

—Me habías dicho que este era un restaurante casero, pero no sabía que lo sería tanto—, observa él desde un escalón al otro lado de la puerta corrediza. Ella aún le debe un recuento de sus vacaciones de invierno. Alcanzarán la medianoche en un restaurante familiar de cadena sorbiendo té y cocoa caliente. A su alrededor habrá mucha más gente, pero nadie los incluirá en sus conversaciones.

[ All My Friends — LCD Soundsystem ]

If You Buy, I Give You Good Price

Un día mi sempai me preguntó si quería ir a Vietnam. Como yo no tenía idea de lo que allí había por ver salvo platanales como los que adornaban los escenarios de Forrest Gump y Playa infernal, accedí. Pagué el tiquete de vuelo, compré un libro de vocabulario inglés-vietnamita y pasé una tarde en Tokio sacando la respectiva visa en una embajada donde lo mandaban a uno a almorzar “o algo” mientras la solicitud era procesada.

La noche anterior al viaje descubrí las aptitudes musicales del señor Sakaguchi en un karaoke, y creo que incluso me enamoré de su rendición de “Somewhere Over the Rainbow”. Para ese entonces no tenía la maleta hecha y no creía que al día siguiente estaría sintiendo calor en la capital mundial de las motos. Aún durante la escala en Taiwan fue difícil creerlo.

El viaje en sí transcurrió de manera un poco reminiscente de los documentales de Discovery Travel & Adventure. Probamos platos exquisitos, comimos frutas de nombres desconocidos, pasamos días y noches enteros en buses húmedos y apretados, paramos en baños con letrina, nos dejamos estafar, nos intentamos defender de las estafas y aún así nos siguieron estafando, tomamos muchísimo café con leche condensada e ignoramos como pudimos los incesantes llamados de “hello motorbike”, “hello cyclo”, “hello pineapple rambutan”, “hello, ma’am” y un largo etcétera coronado con una cínica promesa: “if you buy, I give you good price”.

El itinerario era bastante apresurado, un recorrido por el país entero de sur a norte en tan solo diez días, empezando en Ho Chi Minh (antigua Saigón) y terminando en Hanoi. A medida que avanzábamos hacia el reino del Viet Minh el ambiente se iba tornando más confuso, el clima más frío y la gente más dispuesta a liberarnos de nuestro dinero a cambio de baratijas, pan francés o servicios mal prestados. Sin embargo, por alguna extraña razón yo iba armada de paciencia tipo monje budista y sólo exploté en dos ocasiones:

  1. En una sastrería en Hoi An, donde me hicieron un adefesio por vestido (me pidieron una segunda oportunidad; cuando fingí satisfacción ante la casi imperceptible mejoría las modistas se pusieron contentas y me abrazaron).
  2. En el aeropuerto de Hanoi, cuando una mesera se inventó una treta compleja para cobrarnos un ojo de la cara por dos jugos y un huevo frito en aceite requemado. Al fin exclamé airada que no teníamos más plata y nos fuimos.

No nos hicimos amigos de ningún local, como suele suceder en los documentales. Sin embargo, el recepcionista del hostal en Hanoi me pidió el favor de ayudarle a mejorar su pronunciación del inglés. Mientras lo hacíamos repetir las palabras de su libro de vocabulario, descubrimos que el hombre confundía la l con la n y le daba lo mismo decir “light” o “night”. Entonces el hombre llegó a un vocablo extraño que pronunció correctamente mientras me señalaba: “Miss World”. Al otro día, todo su conocimiento del inglés había desaparecido.

Abandonamos Vietnam como emprendiendo la retirada de un campo de batalla indeseado y caótico. La promesa de calma y orden que se escuchaba en la voz automática de las rampas eléctricas nos hizo suspirar aliviadas, dichosas de regresar a este imperio frío y despojado de vida. No obstante, cuando recuerdo el sabor del cha ca (pescado frito típico de Hanoi) o las dunas de Mui Ne que apenas pude atisbar tras la ventana del bus pienso que no estaría mal darle otra oportunidad a aquel país inescrutable. Tal vez, algún día.

[ Marcia baila — Les Rita Mitsouko ]

Patchwork

Arrebatar una bolita de caucho de las manos de alguien. Forcejear con sus dedos hasta que cedan y la masa colorida afloje por algún lado para ondearla en lo alto y cantar victoria. Concentrarse en la empresa y caer sobre el enemigo sin pensar que la cabeza propia bien podría reposar sobre su pecho de no ser porque lo que en este momento une parcialmente a ese par de cuerpos es una forma primitiva de violencia. Una vez concluida la batalla volver a tomar distancia y retomar la conversación.

Sostuve un dedo de aquella persona, lo halé, escarbé entre una red de muchos de ellos para llegar a mi premio. Me aferré a él y las fuerzas me fallaron, arrastrándome hacia el torso del contendor mientras me negaba a soltar lo que me pertenecía. Entonces, con la pelota y los dedos hechos una única masa que iba y venía como una boya en un mar embravecido, tomé conciencia de aquella inesperada cercanía. No había tiempo de memorizar sus formas, ni tan siquiera la textura de su mano; lo único que importaba era aquella bola blanda. No obstante, sabía que en la lucha estaba contenido el único contacto físico que tendría en meses, tal vez años.

A veces me detesto por atesorar momentos tan nimios y prescindibles, pero no puedo evitarlo. En mi memoria voy guardando centímetros de piel ajena que se han quedado pegados a mis yemas y mi ropa, cosiéndolos pacientemente en una colcha de retazos accidentales. Así, dentro de una década o dos completaré una cobija sobre la cual dejaré correr mi mano y recordaré de manera muy precaria lo que se siente otro ser humano.

[ ひかる・かいがら — 元ちとせ ]