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La FIL (donde no estoy)

El año pasado, en junio, decidí de repente que quería visitar Lima durante la Feria del Libro, que era el siguiente mes. Fue un paseo muy bonito. Comí cosas muy ricas, me enfermé del estómago, me reuní con mis amigos dibujantes, alimenté a una pareja de gatos, caminé por el malecón de día y de noche, y me pregunté en repetidas ocasiones si lo que estaba viendo por la ventana era el cielo o una pared. Esa semana la pasé tan bien que me prometí que volvería para la próxima feria.

Julio de 2016. La FIL empezó hace poco y yo estoy acá en Bogotá, sin maletas ni reservas ni intenciones de nada. Con mis amigos peruanos no me hablo desde hace rato. Se me acabó la crema de ají amarillo y me resigné a su ausencia. Ni siquiera he vuelto a dibujar. Ayer me compré un tiquete aéreo pero hacia el norte en vez del sur. Creo que me entristece un poco darme cuenta de que ese país se me está desvaneciendo del corazón.

O no sé, tal vez exagero y en algún momento me volverá a dar un arranque, volveré a caminar por el malecón, me volverán a regañar porque no he hecho un fanzine y por fin probaré la ocopa arequipeña.

Dibujando manos

No he vuelto a poner nada en Pájaro Mental. Antes estaba enfocada en sacar lo que fuera, pero luego fui a Lima y recibí un montón de lecciones importantes sobre todo lo que me falta.

Ahora me la paso dibujando manos.

Cargo un cuaderno de dibujos a todas partes. En el cuaderno hay cosas locas, luego una serie de dibujos de mis amigos peruanos, y luego manos y manos y manos. Todavía me salen feísimas.

Creo que en realidad no he vuelto de Lima.

Lima, día 4: Tragedia breve

Esta es la historia de dos amigos que deciden ir a un bar de Barranco para tomar pisco sour y comer algo después de un evento en la Feria del Libro. Llegan al sitio. Están contentos: el local es muy bonito y ella tenía muchas ganas de tomar el famoso coctel desde hacía rato. Se sientan. Conversan un rato. Ella se pone de pie y va al baño. Al regreso lo divisa a través de la multitud. Le sonríe de lejos. Él ya no está sonriendo. Le han robado el celular. Fin de la velada.

Lima, día 3: El hombre que no se hacía dramas

A principios de 2013 tomé un taller de cómic en Bogotá con un artista peruano. El artista, Jesús Cossio, volvió a Colombia en septiembre del mismo año para el Festival Entreviñetas. Me lo encontré en Medellín y empezamos a hablar. Nos reencontramos en Bogotá para la conclusión del festival y seguimos hablando. Fuimos a comer sushi y al Museo del Oro y al Museo Nacional. Meses después nos pusimos cita en Cartagena para entrevistar a Joe Sacco en el Hay Festival. Incluso hicimos un cómic juntos. En fin, lo apreciaba mucho. Pero un día nos dejamos de hablar —ya vamos viendo que “el peruano con el que dejé de hablar” es un tema recurrente en esta historia—.

En el ocaso de nuestra amistad, Jesús estaba empezando una tira sobre relaciones amorosas. Después me desentendí de él. Luego me enteré de que se había hecho muy famoso gracias a esa tira. Ahora, en la FIL, Jesús iba a tener el lanzamiento del libro de esa serie. Quise ir a ver y de paso a saludar a Manuel, que tenía un evento donde varios artistas iban a pintar unos cubos gigantes al aire libre.

El salón donde Jesús estaba presentando su libro estaba repleto. Había una señora haciendo alguna especie de análisis literario aburridísimo de la tira. Desde la puerta tomé un par de fotos. No sé si me vio. Lo dudo.

Salí a mirar los cubos un rato. Luego quise ir a saludar a Jesús mientras firmaba libros, así que volví a entrar al recinto, en busca del stand donde debía encontrarlo. Entonces encontré el final de una fila. Alguien sostenía una copia de su libro. Supuse que estaba cerca. Error. Seguí caminando a lo largo de la fila, que se extendía frente a stand tras stand. Finalmente llegué a una mesita donde un personaje firmaba libro tras libro y se tomaba foto tras foto con fans emocionadísimos. Me quedé ahí parada un rato, esperando un buen momento para decirle hola. Terminé saliendo en un video como parte de la multitud. No se ve mi cara pero sí mi joroba característica.

La conversación fue breve. Al fin y al cabo, había como ochocientos millones de personas esperando turno para pedirle un autógrafo. Vaya, el hombre lo había logrado. Qué bien.

En la noche fui a encontrarme con un viejo compañero de Gaidai que ahora vivía en Suecia y estaba de vacaciones en Perú. Me invitó al apartamento de su amigo, quien me dio a probar panetón con mantequilla artesanal de Cajamarca. Fue una revelación absoluta. Yo que siempre creí que el panetón era una cosa reseca horrible con fruta cristalizada, resultó que no estaba comiéndolo como debía ser. Así que ya saben: la próxima vez que los encarten con un panetón, combínenlo con la mejor mantequilla que conozcan y verán la diferencia.

Lima, día 2: Gracias a las intérpretes

Desperté en un lugar hermoso. El apartamento adonde había llegado era amplio, luminoso, con muebles bonitos y utensilios de cocina impresionantes. Era el hogar de Ana, una amiga a quien le había escrito para encontrarnos un día pero me propuso que más bien me quedara en su casa y alimentara a sus gatas cada mañana mientras ella volvía de Colombia. Así que lo primero que hice fue buscar el comedero. Me sentí un poco rara de no poder comunicarme con las gatas para que me guiaran al sitio. Me di cuenta de que yo hablo perro pero no hablo gato.

Hacia el mediodía, Manuel (personaje importante de esta serie, ver día 1) me hizo el favor de recogerme y llevarme a la FIL.

La Feria Internacional del Libro de Lima es como un gran laberinto, pero en comparación con la de Bogotá es apenas un pabellón. Igual uno se pierde. Entramos al final de una charla de Matthias Rozes, de L’Association (la editorial de cómic francés). La charla era en francés con interpretación simultánea. Como llegamos tarde, no se nos ocurrió pedir audífonos, pero igual yo entiendo un poco. O al menos eso quisiera creer.

Cuando llegó la hora de las intervenciones del público, un joven de chaqueta de pana que estaba sentado justo al frente nuestro hizo una pregunta larguísima sobre cómo ganar mucha plata haciendo cómics o algo así. No le puse mucho cuidado, la verdad. Matthias se bajó los audífonos y procedió a responder. Era una explicación larguísima. Seguía y seguía y seguía. Y seguía. En francés. Mientras tanto, el pobre preguntador empezó a hacer señas de que no tenía audífonos y no entendía. Miraba a todas partes señalándose las orejas, clamando la misericordia de los organizadores del evento. Matthias seguía hablando. El tipo seguía sin entender ni jota. Finalmente un técnico de sonido se apiadó del joven y le puso unos audífonos en la cabeza. En el preciso momento en que el aparato se posó sobre sus oídos, una voz dijo en español: “gracias a todos por su participación y gracias a las intérpretes”. Y la presentación se acabó.

Estaba que me reventaba de la risa.

De repente, Manuel señala a alguien al otro lado del auditorio y me dice: “¿Esa no es Francesca?”

Flashback (suena uauuuauuuauuua, como en Kung Fu, la leyenda continúa):

En 2011, Olavia Kite llega a Lima por primera vez, en el último trayecto de un tour Argentina-Chile-Perú. El objetivo: visitar a Francisco, uno de sus primeros amigos de Internet. Pronto surge un malentendido y Olavia y Francisco no se vuelven a dirigir la palabra. El problema: Olavia sigue en casa de Francisco y todavía le quedan muchos días en la ciudad. Ya se imaginarán lo divertido de la situación. Entonces aparece Francesca, amiga de Francisco de quien Olavia había oído hablar. Rescata a Olavia. Pasan muchas cosas absurdas y divertidas. Hay pisco sour. El paseo se ha salvado.

(uauuuauuuauuua de vuelta al presente)

¡Era Francesca! Manuel la reconocía porque también es ilustradora. Le hice señas. Menuda sorpresa se llevó de verme ahí.

Apenas se disipó la multitud me acerqué a hablarle. Me hizo muchas preguntas. Alguien de las que iban con ella preguntó si yo dibujaba. Dije que no. “No le hagan caso”, repuso ella. Fue bonito saber que, a pesar del paso del tiempo, todavía nos reíamos como descosidas cuando estábamos juntas. Me presentó a Deborah, su socia, de quien también había oído hablar mucho hacía tiempo. Me contaron que a las intérpretes se les olvidó apagar el micrófono un momento y todo el auditorio las oyó ofrecerse comida.

Salimos de la FIL y Manuel me invitó a almorzar ceviche. Luego me acompañó a un supermercado a comprar una SIM card para mi celular porque este es el siglo XXI y vivir incomunicado ya no es opción. O porque soy una adicta irredenta.

Volví al apartamento y dejé que el día gris se agotara.

Lima, día 1: Man lebt nur einmal!

Debo empezar este diario de viaje con una confesión: yo no quería venir a Lima. Acepté porque me hablaron de Guy Delisle, porque encontré una tarifa buenísima para las fechas propuestas y porque cuando le expuse mi indecisión a mi primo Juanfran, me respondió “YOLO”. Entonces bueh, Lima, cómic, tiquete barato, YOLO.

Un par de semanas antes del viaje me enteré de que había comprado el tiquete en la fecha equivocada si quería ver a Delisle. No podía cambiarlo ni me devolverían el dinero si lo cancelaba, así que seguí aferrada a la filosofía de mi primo. Algo se me ocurriría para hacer allá. Al fin y al cabo, un viaje no le sobra a nadie. Mucho menos a mí.

Podría decirse que he viajado bastante a lo largo de mi vida. No obstante, todavía me sorprende mucho el hecho de que uno se meta en una sala de espera un poco incómoda durante un par de horas y salga para encontrarse un letrero de “Bienvenidos a [otro país]”. ¡Otro país! ¡Así de fácil!

En esta ocasión la sala de espera tenía vista a uno de los atardeceres más bonitos que he visto en mi vida. Se adivinaban picos nevados debajo de un mar de ámbar enceguecedor. Descendimos lenta, muy lentamente y nos sumergimos en remolinos de espuma que se extendían hasta el infinito. Bajo esa superficie, la oscuridad. Lima y su clima.

“Bienvenidos a Perú”. Mágico, les digo.

Lo primero que me pasó en el país fue que el señor de Inmigración me llamó “Señorita Laura” con toda seriedad. Crucé el duty free riéndome bajito. Luego salí del control de aduanas y me topé con una congregación multitudinaria, abrumadora, de personas expectantes. Decenas de letreros con nombres en busca de caras. Uno de esos era para mí.

Poco tiempo después de instalarme en mi cuarto, pasó a recogerme Manuel Gómez Burns. Manuel es un ilustrador peruano a quien al parecer miré mal en Entreviñetas 2013. La verdad es que en ese momento yo me sentía como mosca en leche rodeada de tantos artistas (yo no estaba dibujando en ese momento; la tableta de hacer rayones estaba nuevecita) y no sabía por qué este —que no tenía pinta de artista— me estaba hablando si yo no tenía nada que ofrecer en cuanto al único tema que los oía tratar: su obra y la obra de los demás. Ah, yo y mi ansiedad social. Terminamos haciéndonos amigos por chat de Facebook tiempo después gracias a otro artista peruano que también conocí en el festival. Entonces supongo que le estaba debiendo algo de amabilidad en persona.

Mi primera cena en Perú fue pollo. El restaurante quedaba un poco lejos, así que caminamos y caminamos y caminamos. Ya en la mesa, Manuel anunció que tenía una sorpresa para mí: ¡un libro de Guy Delisle! ¡Firmado por el autor! ¡Y un muñequito de Playmobil! Luego me mostró su cuaderno de dibujos y, mientras yo rayaba una de sus páginas, me dijo que debería practicar más con tinta y pincel en vez de la tableta de dibujar. Supongo que ya va siendo hora de salir de la zona de confort que supone el comando undo. Me queda la tarea para cuando regrese a Bogotá.

Volvimos sobre nuestros pasos. Ahora yo iba cargando un libro, un Elvis en miniatura y las sobras del pollo. Nos quedamos hablando un rato más frente a la entrada del edificio. Había un carro de la policía parqueado cerca. Las luces me molestaban los ojos. Escuché la palabra “serenazgo”. Finalmente, nos despedimos. Llegué a pensar que me iba a quedar por fuera del edificio porque no sabía timbrarle al vigilante y no tenía cómo comunicarme con nadie. Eso habría sido un giro interesante.

Mi heroína: La Tigresa del Oriente

Les voy a contar por qué La Tigresa del Oriente es mi heroína. No, no se trata de un gustico irónico para animar fiestas de apartamento. Lo digo en serio.

Judith Bustos tenía un trabajo perfectamente aceptable como maquilladora, y no estoy hablando de una vida hojeando revistas mientras llega la clientela del barrio, no: los grandes imitadores de Frecuencia Latina le deben mucho a su destreza, y hasta Raffaella Carrà pasó por sus manos. Sin embargo, ella tenía un sueño: ser cantante. Aquí es donde entrarían los líos de talento, belleza y demás que desaniman a cualquiera, pero ¿ustedes creen que le importó algo de eso? La respuesta es obvia. Cuando el video de “Nuevo amanecer” salió, en 2006, ella ya tenía 62 años, una voz desagradable, nulo sentido del ritmo y las blandas carnes amarradas a como diera lugar. Y triunfó, fíjense.

Yo también me burlé mucho aquella semana de 2007 en la que pasé una inoportuna convalecencia viendo todos y cada uno de sus videos. Pero luego recapacité. Ustedes podrán decir que el fenómeno es apenas un accidente morboso de YouTube, pero tengan en cuenta que todo empezó con varios videos de bajo presupuesto en el Amazonas peruano, de los cuales uno terminó pegando. Es decir, esto no fue una casualidad, no fue “Friday”: ella se esforzó y repitió el ejercicio hasta que dio resultado. El morbo y las críticas están de más porque el éxito es incuestionable.

Una persona que no olvida lo que realmente quiere en la vida pese a que ya ha logrado hacer algo bueno, ignorando los obstáculos de edad y talento, del deber ser, merece toda mi admiración. Quiero seguir su ejemplo y ponerles disciplina a las cosas que me gustan, hacerlas sin pensar que no sé del asunto. No sé a quién le pueda gustar genuinamente la música de Judith Bustos; seguro hay alguien, si para todo hay público. El punto es que ella es la prueba fehaciente de que todo es cuestión de perseverancia.

2011

Nara – Osaka – Tokio – Bangkok – Saipán – Nagasaki – Kobe – Kioto – Tsukuba – Bogotá – La Dorada – Buenos Aires – Nueva York – Bogotá – Buenos Aires – Valparaíso – Viña del Mar – Santiago – Lima – Bogotá.

En general no fue un año muy feliz que digamos. Ahora me falta un abuelo, y encima se me acabó Japón y no me pude despedir. Pero bueno, también tuvo sus partes rescatables. Me gradué —sin ceremonia pero con hakama—, viajé, viajé, viajé, viajé y viajé, lloré con Madama Butterfly —y su tierra me acogió en el peor momento de mis cinco años de vida nipona—, hice realidad mi sueño adolescente de conocer una isla casi inalcanzable (¡donde los niños tocan ukulele en el colegio!), tuve encuentros bonitos y pasé una temporada más o menos larga conociendo Chapinero con Cavorite. Ahí hay buenos recuerdos para compensar, al menos, aunque la tristeza no halla una manera de desaparecer del todo. Ahora no veo nada en el futuro, entonces qué más da que llegue el año nuevo.

Peruanadas

En Twitter todo se olvida, así que anotaré aquí un par de intercambios graciosos que tuve en Lima para futuras referencias.

1. Oficina de correos

Tendera (después de una breve conversación acerca de unas postales viejísimas tituladas “Miraflores moderna”): ¿Usted es peruana?
Yo: No, colombiana.
Tendera: Ah, ¡muy cerca!
Yo: Parece cerca, pero Bogotá está a tres horas de aquí en avión.
Tendera: Pero tres horas se pasan volando.
Yo: Literalmente.

2. Taxi al centro de Lima

Taxista: En Colombia todas las mujeres son bonitas. Allá matan a las feas.

3. Aeropuerto de Lima

Inspector: ¿A qué ha venido a Perú?
Yo: A visitar a un amigo.
Inspector: Amigo… ¿Amiga?
Yo: No, amigo.
Inspector: ¿No sería su enamorado?
Yo: NO.

Bruma

Lima me confunde.

No empieza, no acaba, no se ve; es igual a Bogotá y de golpe ya no. El polvo en el aire dibuja montañas y mares como barreras repentinas. La neblina asciende al atardecer, borra los edificios y revela el cielo que podría ser pero no es. Los microbuses —énfasis en el “micro”— se atraviesan salvajemente. Lejos de la costanera, solo los nombres de las calles —¿Los Literatos? ¿Kon Tiki? ¿Doña Marcela?— me recuerdan que no estoy en casa. La comida es otro indicativo. “Poio” por todas partes y a todas horas. La gente se escandaliza por mi falta de apetito.

No obstante, esta es la ciudad-espejismo donde lo vimos todo claramente después de seis años. Vimos el pasado; lo que, como el cielo limeño, pudo ser pero no fue. Tardamos mucho persiguiendo (y evadiendo) las flechas azules que pretendían unirnos, pero al fin encontramos el final y nos hallamos paralelos. Nos sentamos en una banca al borde del acantilado y reflexionamos sin mirarnos. El mar parece estar hecho de metal y los surfistas se deslizan sobre las arrugas que el viento le esculpe. Él se pregunta por qué todos nos sentimos rotos. ¿Tú no te sientes rota? No, yo tengo mi música. Desafío la incompletitud con mi soledad y las cosas que saco de ella.

Nunca nos tendremos, pero siempre nos hemos tenido.

El sol desaparece y Lima se convierte en un nuevo laberinto. Mi guía lo sorteará con agilidad mientras yo intento darle sentido poniendo el río Sumida sobre una hilera de canchas de tenis iluminadas entre filas de edificios. No funciona. Lima es Lima es Lima. Y sin embargo es tantos otros lugares a la vez.