Monthly Archive for January, 2013

Aceitunas

De las aceitunas me gusta todo, incluyendo la palabra. Aceituna. La sola palabra da hambre. En 2010, Yurika me llevó a Shodoshima, una islita en el Mar Interior donde las calles estaban bordeadas de olivos. Bajamos un par de aceitunas de un árbol y las probamos. Eran amargas. Es increíble cómo esas bolitas incomibles se convierten en el mejor manjar que un frasco pueda contener. Negras, kalamata, verdes. Rellenas de pimentón, de anchoa, de salmón, de queso, de pepas. En el Strip District de Pittsburgh hay una tienda de todoslosquesosdelmundo donde además tienen baldados de aceitunas de todo tipo para que uno se sirva las que quiera. Cavorite llena un recipiente de plástico con esas perlitas y luego se las echamos a la ensalada. Qué felicidad.

En estos días estoy trabajando para un vendedor de aceitunas californianas. Es un poco duro porque el señor llega a la reunión de negocios y de repente saca un montón de frascos y latas y yo quisiera abrirlos ahí mismo y comérmelo todo todo. Si pudiera acabaría hasta con las rodajitas negras, esas que los tacaños de Subway en Japón tenían la delicadeza de contar mentalmente cuando uno pedía. Hay un total de 4 rodajitas de aceitunas negras en cada sándwich de Subway pedido en sucursales japonesas, máximo 5.

Recuerdo que Yazan, el sirio de mi clase de japonés, me trajo una vez un frasco de aceitunas saladas del olivar de su casa. Fueron un tesoro maravilloso que perdí en la mudanza a Tsukuba. A veces no es bueno dosificar las viandas.

El señor con el que estoy trabajando está casado con una griega. Yo le cuento que mi mamá estuvo en Grecia dos veces y nos trajo un montón de aceitunas. Quisiera que volviera allá para que nos trajera más. Claro que podríamos ahorrarnos lo de los pasajes aéreos de mi madre si el señor me entrega ahora sus frascos. O podría, mientras el señor termina de concretar sus negocios con los dueños de las grandes superficies, bajarme de estos tacones que ya me tienen las piernas temblando de dolor y correr a un supermercado a premiarme con aceitunas, aceitunas, aceitunas. No serán tan ricas como las que compra Cavorite o las que me dio Yazan, pero algo es algo. De solo pensarlo ya siento la felicidad.

Get Out of Your Head, 2

A mi página de Facebook llegó un mensaje muy bonito el año pasado —es decir, hace casi un mes—. Hablaba de Amélie Nothomb, de “Un tal Lucas” y de mi problema de concentración. Tenía incluso fotos de los textos a los que hacía alusión. Conmovida, le respondí (un poco tarde), pero Facebook me dijo que el destinatario no existía. Por eso escribo este post.

Después de hablar de mi seria dificultad para enfocarme en una sola tarea recibí varios comentarios por distintos medios, algunos contándome su caso, otros sugiriendo métodos para sobreponerme a este mal. A todos les agradezco mucho, me dieron mucho que pensar y me ayudaron a analizarlo para darle solución. Además me invadió una sensación un poco cursi, algo como “oh, sería capaz de darles abrazos a todos por tomarse el tiempo de hablar conmigo de esto”.

Después de mucho cavilar, me di cuenta de que la respuesta estaba en mis narices —no literalmente: sobre mis narices solo hay un par de gafas que se resbalan si me agacho—. ¿Recuerdan mi consigna de año nuevo? Pues ahí está. Ir de a poquitos. Las cosas no se ven tan escalofriantes repartidas en porciones más pequeñas. Por otro lado, y respaldando la anterior afirmación, me encontré con el método de productividad de Jerry Seinfeld, que me pareció buenísimo. Se trata de ir marcando en un calendario una X por cada día en que uno hace sus tareas propuestas. Las X van formando una cadena en el calendario, y la gracia es no romper la cadena sino ir alargándola lo más que se pueda. No puedo creer que algo tan sencillo sea tan efectivo. Todavía no soy la máquina de la productividad, pero mi cuarto está más ordenado y he estado entregando mis trabajos más o menos a buen ritmo. Ahí vamos, ahí vamos.

Por cierto, guardé en un archivo la respuesta que iba a mandar por Facebook para cuando tenga adónde enviarla por otro medio.

Crónica de oootro adiós

Madrugué. Tenía los ojos lo suficientemente hinchados como para dificultarme la postura de los lentes. A las 5:30am llamé un taxi, a las 5:40 llegó, me fui sin despedirme de nadie y a las 5:50 ya estaba en el aeropuerto. Hice la fila —que no era mi fila— cinco veces. Había una raya en el piso tras la que siempre aparecía una auxiliar de gafas gruesas a preguntar “cuántas maletas” y que marcaba el punto donde yo debía devolverme a empezar la espera de nuevo porque no me gusta decirle a la gente “pase, pase, pase” durante quién sabe cuánto tiempo. Él llegó a las 6:20, justo a encontrarme tras la raya y con la señora lista para preguntarnos si registraría solo una maleta, que si él era residente y que si no era residente entonces qué hacía allá. Se miraron raro la señora y él hasta que interrumpí: “es estudiante”.

En la fila apareció una niña que estudió conmigo en el colegio y que ahora vive en otro país. Digo “niña” porque a las del colegio siempre las llamaré así, pero en realidad era una ejecutiva de mirada impaciente y paño negro sobre los jeans. Quise saludarla porque me caía muy bien pero recordé que la gente del colegio no suele reconocerme ahora. Me limité a mirarla hasta que terminó la espera del check-in.

Desayunamos en uno de los dos restaurantes que tiene el aeropuerto. Tres si contamos esa extraña tienda de lácteos. Nada tiene sentido en ese terminal. Parece un centro comercial de lujo sin ninguna tienda útil y del que coincidencialmente salen aviones. Después de comer nos despedimos con el beso breve de quien se va y vuelve ahorita.

Aquí —volviendo a la casa, diciendo otra vez adiós pero por teléfono, lagrimeando un poco al preguntarme mi mamá cómo me fue— debería hablar de la ausencia desgarradora, del vacío. Debería sentir todo eso, de hecho; incluso me preparé para ello. Me puse a ver Annie Hall como para sincronizarme con la pérdida de Alvy Singer, pero en la mitad de la película apareció él en forma de texto.

—¿Houston?— pregunté.
—Y no tenemos ningún problema—, respondió.

La verdad es que lo más apremiante era el sueño.

Ramen Girl

Vi una película —bueno, parte de una película— sobre una señora que aprende a hacer ramen en Tokio y se gana el corazón de sus senseis japoneses a pesar de su mal japonés (escucha pero no habla, tal como yo durante mi primer año de universidad). De repente me dieron ganas de comer ramen, aún a sabiendas de que en Japón esa siempre fue mi última opción en materia de fideos. Esa sopita… el premio de un huevo cocinado escondido por ahí… hmmmm.

Me acordé de cuando Chee Siang y yo fuimos a comer ramen picante en Yokohama. Extraño a Chee Siang. Debería teletransportarlo acá e invitarlo a comer para que me pida que ordene por él pero que sea algo sin carne de res. Es más, hoy con gusto retrocedería el tiempo y saldría con él a pedir algo para llevar en Sankichi, el chuzo de la esquina cerca de la estación Tama en nuestro pequeño rincón de Tokio. Toca retroceder porque el presente no es tan brillante: el chuzo se incendió el año pasado y yo aquí y si no me apuro en ahorrar el Chee Siang se me va a devolver a Malasia y visitarlo me va a costar más más caro.

Creo que lo mejor será escribirle de inmediato y figurarme luego cómo conseguir un buen plato de ramen en los próximos días.

2013 (primer paso)

一歩でも前に
(adelante así sea un paso)

Escuché esto en la transmisión de año nuevo de la NHK y me pareció una buena consigna para este año. Vamos con calma, pero vamos.