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Venta de pinceles (o por fin una buena influencia de la publicidad)

Hoy más que nunca he sentido el poder de influencia de la publicidad en las redes sociales sobre mí. Afortunadamente no ha sido para convencerme de teorías de conspiración.

Como empecé a seguir en Instagram a un par de ilustradores, al algoritmo se le ocurrió enviarme un señuelo relacionado con materiales de dibujo: pinceles para recrear efectos de cómic viejo en Procreate —no pude evitar acordarme por un momento de las ilustraciones de Manuel Gómez Burns—. Mordí el anzuelo. Desde entonces, no hago sino ver publicidad de pinceles y más pinceles, cada uno más fascinante que el anterior. Yo, que llevo todo el año sin dibujar, y ahora me muero por conseguirme aunque sea un pincel de esos para ponerme a jugar, estoy que grito “¡gracias!” no sé a quién por esta dosis de presión inesperada que podría encaminarme de vuelta a otro de mis grandes hobbies. Este mes ha sido mágico en lo que respecta a redescubrir mis pasatiempos: se van rompiendo hechizos y yo me siento cada vez más yo en lo que quiero hacer en mi tiempo libre.

Ahora la gracia es pasar del impulso a la práctica.

Un regalo de Navidad

Mi familia decidió pasar la Navidad en Buenos Aires, en vista de que el paso de mi hermana por estas tierras está a punto de acabarse. Mi cuñado también vino desde Alemania. Si todo sale bien, en algún momento no muy lejano iremos a pasar las festividades allá en la nieve.

Mi cuñado me trajo un regalo, que me entregó a medianoche: un kit de dibujo con carboncillo, sanguina y grafito.

Para alguien que se siente tan mal de no haber seguido dibujando, este fue un mensaje contundente. Se me aguaron los ojos contemplando la caja.

Mañana iré a la papelería y me compraré el block que no quise comprar hace algunos días porque para qué si yo ya no dibujo.

¿En qué piensan mientras dibujan?

Llevo una semana haciendo un dibujo al día. No es gran cosa, pero es mejor que no hacer nada. Después de la crisis de pánico al dibujo por la que pasé hace poco, un dibujo diario es tremendo progreso.

Parte de la recuperación de la crisis incluyó una reflexión sobre qué es lo que hace que me atraiga el dibujo. ¿Puedo dejar de hacerlo por completo en vez de lamentarme por no hacerlo? No. ¿Por qué? Porque me gusta olvidarme de todo y concentrarme en la hoja y la tinta y cómo la hoja se va llenando de tinta con rayas que se parecen a algo que hay en mi mente. (Me gustaría haber podido convencerme de esto hace unos meses o años. De repente todo es tan obvio.)

No entiendo por qué quiero ver cosas en páginas de mi cuaderno que de otro modo estarían vacías. No sé por qué ando pensando en la ropa (de otros tiempos) y sus texturas: suéteres de lana, un abrigo acolchado, vestidos con mangas transparentes, pliegues y vuelos de una falda. Estoy segura de que este tipo de dibujos solo le interesan a mi hermana, que es diseñadora de indumentaria y textil. Pero siento que no puedo dejar de hacerlos. Por lo pronto será seguir, porque qué más.

Dibujos míos impresos

A principios del mes envié un cómic a una convocatoria para un fanzine. Luego creí que no había sido elegido y lo publiqué en Pájaro Mental.

O tal vez estoy contando mal esta historia y la estoy haciendo ver súper simple. Volvamos a empezar:

Yo, Olavia Kite, sufro el peor caso de indisciplina crónica que se haya visto en la historia. Si la falta de constancia fuera una patología, seguramente yo ilustraría la literatura médica. Incontables personajes inspiradores me han dicho una y otra vez que tengo que dibujar más, y yo siempre digo que sí y que sí y que sí y nada. Los decepciono a todos.

Un día recibí por Facebook una invitación a participar en un fanzine. Un fanzine, para los que no saben, es una publicación pequeña, independiente y de poca difusión. Los fanzines son una parte muy importante del mundo del cómic y, si uno se dedica a esto de los dibujitos, debería participar en ellos y/o hacer uno propio. Pues bien, ante el anuncio tuve un arranque de determinación: iba a hacerlo. Como muestra de la seriedad de mi propósito, les conté mi plan a unas cuantas personas para que pudieran regañarme sin parar si no llegaba a cumplir.

El día de cierre de la convocatoria terminé una traducción escrita, fui a almorzar con una funcionaria de la Embajada de Japón y tuve apenas el tiempo exacto para terminar el cómic y enviarlo antes de salir corriendo a interpretar una charla. Si no salía elegida, al menos podría sentirme orgullosa de que cumplí mi promesa y no puse el trabajo como excusa para autosabotearme.

Días después vi un anuncio sobre el lanzamiento del fanzine. Como no me habían contactado para decirme si me habían elegido o no, asumí que no y publiqué el cómic en Internet. Ese debería haber sido el fin de la historia. Pero no.

Ayer me encontré con Camilo Aguirre en un evento de Entreviñetas (el festival de cómic que me roba el corazón cada año) y él me entregó un librito. Le dije que gracias; es normal recibir fanzines en estos eventos. No recuerdo exactamente qué contestó pero fue algo como que yo sí estaba. ¿¡Qué!?

Abrí el librito y me encontré una página con una serie de dibujos hechos por mí. DIBUJOS. HECHOS POR MÍ. IMPRESOS. EN UN LIBRITO.

Sí me habían elegido.

Mi reacción de amateur descontrolada fue mostrarle el cómic a Arne Bellstorf (autor de Baby’s in Black), quien estaba parado ahí al lado. Primero me miró con sorpresa. “¿Tu cómic?” “Sí”. “¿Eso lo hiciste tú?” “Sí”. Así que la intérprete dibuja. Vaya. Me dijo que le gustaba el hecho de que fuera minimalista. ¡Aaaah! ¡Arne Bellstorf alabó lo que más me hacía sentir insegura respecto de mis dibujos! Soy una fan enamorada.

Hoy me desperté y lo primero que hice fue volver a mirar el fanzine, que tenía en la mesa de noche sobre mi copia firmada de Baby’s in Black. Me pregunto si algún día en vez de un fanzine será un libro lo que tenga en la mesa de noche con dibujos míos impresos. Eso depende enteramente de mí, en realidad.

La Vie Claire, l’esprit pas clair

Llevo lo que va de julio haciendo un dibujo diario. No he parado ni un solo día, lo cual es poco característico de mí y hasta me asusta. Sin embargo, toca aprovechar esta buena racha en vez de tratar de hallarle algún significado funesto.

Hoy, por recomendación de Cavorite, dibujé a Greg LeMond y Bernard Hinault, dos leyendas del ciclismo sobre las que aprendí hace poco. Después de terminar el dibujo y subirlo a las redes sociales (este mundo moderno exige mucho para dar a conocer lo que uno hace), me di cuenta de que no había coloreado bien una partecita de la camiseta de LeMond. Es claro que en general yo no coloreo bien —me lo han dicho desde la primaria—, pero este rincón me molestaba. ¿Qué hacer? ¿Bajar el dibujo y subir una nueva versión? ¿Dejarlo así?

Hice la prueba de colorear lo que faltaba y ver si me gustaba más. Luego lo deshice. Y lo rehice. Y lo deshice. Y lo rehice. Y lo deshice. Le pregunté a Cavorite su opinión. Me dijo que ni siquiera había encontrado el rincón faltante del que yo hablaba. Lo deshice. Miré al techo. Lo rehice. Y lo deshice de nuevo, ahora sí para siempre. Pero luego lo rehice. Al fin decidí dejarlo sin el ajuste, pero perdí mucho tiempo llegando a esta conclusión.

Una cosa mala de dibujar a computador es que da pie para estos ataques de indecisión. El papel no le permite a uno darse el lujo de dudar de lo ya hecho. Lo que fue, fue y listo. Tratar de corregir un error es arriesgarse a cometer uno aún más grande. En cambio en el computador uno puede deshacer un mal trazo y seguir como si nada. No obstante, eso implica que uno tiene que estar seguro de que ese era un mal trazo para poder continuar y no caer en un ciclo casi eterno de undo/redo. Y toca estar seguro de que algo está terminado y no se va a ajustar más. Dejar el perfeccionismo. Saber detenerse. Dejar ir. O si no cuándo duerme uno.

En últimas el dibujo quedó bonito y a Cavorite le encantó. Ya con eso es suficiente para darme por bien servida y no escrutarle hasta el último pixel. Mañana será otro día y habrá otro dibujo; solo espero que mi trazo decidido albergue menos dudas microscópicas.

Actividades extracurriculares (I)

De todas las circulares que me dieron en trece años de colegio, recuerdo una en particular: la de la apertura de inscripciones a las actividades extracurriculares. Cada año las daban, claro, pero la que está en mi mente es la del mejor año: primero de primaria. Digo “el mejor año” porque en ninguna otra ocasión hubo tantas opciones entre las cuales escoger. El horario estaba dividido en dos bloques pero las clases externas (equitación y natación, ¿entre otras?) ocupaban un solo bloque largo.

Las niñas de mi curso se metieron a equitación y sus papás les compraron sombreritos negros chistosos y fustas de colores fluorescentes. Yo, en cambio, me fui por artes plásticas y computadores. “Computadores” era un espacio donde uno pasaba hora y media haciendo lo que uno quisiera frente a un Macintosh Classic. Era una oportunidad preciosa para usar esos aparatos fascinantes para algo que no fuera LOGO. (Odiaba LOGO. Hasta le compuse una canción de odio en tercero de primaria.) Jugaba Shufflepuck Café (e invariablemente perdía a los pocos segundos), Lode Runner, el juego de memoria, Tetris y ahorcado. También jugaba a rellenar círculos con mi textura favorita en el programa de dibujar, esa que parecía un montón de aceitunas.

Tengo la impresión de que “Artes plásticas” estaba dirigido en realidad a niñas de bachillerato, pero en ningún lugar decía que yo no podía tomar esta clase. El profesor, René, un gafufo flaquito con pinta de nerd que manejaba un carro muy pero muy viejo, intentó enseñarme a tomar el lápiz adecuadamente para dibujar. Yo me resistí a aprender porque así no me salía nada bien —bien según yo— ni se podía sacar nada en pocas líneas largas, que ha sido mi estilo desde siempre. Entonces pasé a pintura al óleo. No sé cómo ocurrió eso; debió ser pura terquedad mía porque estaba fascinada con una bailarina de tutú lila que estaba haciendo una niña de bachillerato, o de pronto también porque mi abuela pintó al óleo por muchos años. René intentó ayudarme a hacer figuras humanas proporcionadas, pero mis ojos de infantil arrogancia insistieron en agrandar las cabezas exageradamente. De ahí en adelante el cuadro fue una labor de pa-cien-cia. Para una niñita acostumbrada a rayar cuadernos con esfero, el óleo es pura y física tortura. Terminé de emplastar el lienzo con mucha ayuda de René —les pintó a mis bailarinas deformes unas pestañas que odié— y me desentendí del óleo por el resto de mi vida. No obstante, nunca olvidé el tiempo que pasé pintando con los grandes mientras sonaba en una grabadora “Kingston Town” de UB40 o “Save Your Love” de Bad Boys Blue.

Creo que las clases de arte para niños son muy limitadas, o al menos lo eran en mi tiempo. Todo estaba encaminado a las manualidades con tijeras y plastilina y a la “estimulación de la creatividad”; nada de exploración de diferentes técnicas que podrían despertar el interés de un futuro artista. El colegio dejó de ofrecer computadores y artes plásticas en la jornada extracurricular y mi familia me metió a cursos de fin de semana en Cafam de La Floresta y la Academia Guerrero. En el de Cafam aprendí a hacer un muñeco articulado de cartón paja que este año apareció mágicamente en una bolsa y ahora tengo en mi escritorio. En la Academia no me aceptaron en una clase de acuarela para grandes (por ser chiquita), así que me tocó conformarme con estar en un grupo con otros niños con los que nunca hablaba y hacer actividades de recreación con papel que me aburrían enormemente. Años después mi padrino me regaló unas acuarelas con las que hice un par de chambonadas. Todavía puedo hacer chambonadas en acuarela, aunque la tinta china me gusta más.

La oferta de actividades para la tarde fue decayendo hasta que solo quedaron tres deportes, el galardonado escuadrón de porristas —cheerleaders, por favor, que este es un colegio del norte—, el coro, la banda de rock, las tutorías de matemáticas y los castigos de los jueves. Durante mucho tiempo eché de menos esas tardes, pero al menos tuve la oportunidad de aprovechar el entusiasmo inicial y gozar no solo de un rato de libertad en un colegio cada vez más represivo, sino también de la paciencia de un profesor a quien no le pareció descabellado enseñarle a una niña de siete años a pintar al óleo.

Reflexiones en DFW

Desperté a la 1:40am, angustiada sin saber por qué. Tenía la certeza de que no debía quedarme dormida pero al mismo tiempo esa idea carecía de sentido. La luna llena brillaba a través de las persianas. Segundos después caí en cuenta de que hoy me iba. Qué decepción.

Esta despedida fue muy diferente de las anteriores: como San Francisco queda en el futuro (así los husos horarios digan lo contrario), uno puede alquilar por Internet un auto parqueado cerca de donde uno está y la magia de la tecnología abre el carro cuando uno hace clic en un link en el celular. Cavorite escogió un Mini Cooper plateado de un parqueadero sobre la calle Dolores, pasó a recogerme frente al edificio y nos fuimos al aeropuerto. Debo decir que partir así duele muchísimo menos que subirse a una van que siempre llega veinte minutos antes de lo previsto y sentirse arrancado de repente de una vida a la que uno ya se había acostumbrado. Peor aún si es la vida que uno quisiera que fuera la de siempre.

Todavía no he llegado a Bogotá; estoy haciendo una escala larga en Dallas. Llevo horas viendo aviones partir frente a un horizonte inmeeeeeenso bajo el cielo azul claro. Cuando el primer avión despegó desde San Francisco, vi la ciudad cubierta de niebla y lo único que se me ocurrió fue que esa sería una buena foto para Instagram. Me sentí mal por pensar bobadas de redes sociales y decidí dibujar el recuerdo de aquella vista. Aún no lo he hecho. He ahí el problema.

He pensado mucho durante este viaje. He acumulado rabia. Rabia de la buena, supongo, de la que le hace a uno pensar que los cambios logrados hasta ahora no son suficientes y que hace falta algo más. O que el cambio no se limita al deseo del mismo sino a su ejecución, con todo y el terror que ello conlleva. Terror. Llevo años fortaleciendo fobias que han distorsionado mi mundo y estoy cansada de vivir así. Me devuelvo al apartamento si oigo que alguien viene subiendo las escaleras para no tener que cruzármelo y decir “hi”. Me invento actividades o lecturas supuestamente interesantes (léase “le doy clic a cualquier cosa”) para no empezar las cosas que quiero/debo hacer (como el dibujo del que hablé, por ejemplo). Mis blogs se mantienen a duras penas por esta razón. No obtengo muchas cosas que quiero por la combinación de mi fobia a empezar y mi fobia a hablar.

Hace poco me di cuenta de que muchas personas me están haciendo barra para que yo saque así sea un mísero dibujo al día. Cavorite lo intenta de todas las maneras posibles y yo sigo reticente a abandonarme al hábito. Hace poco conocí a Maria C., una amiga de la universidad de él, e incluso ella me manda mensajes preguntándome por el dibujo del día. Y no entiendo por qué lo hacen pero les agradezco desde el fondo de mi alma; hasta me dan ganas de llorar de pensar en esto porque cómo es posible que alguien se tome el trabajo de decirle a otra persona que dibuje, y peor aún viendo a los verdaderos dibujantes que no sueltan el cuaderno ni un solo instante. No me explico cómo puede ocurrir que una actividad que uno adora le puede dar a uno tanto miedo y uno se pueda dar el lujo de posponerla indefinidamente.

Pero no quiero que las cosas sean así por siempre. Tengo rabia y quiero que la rabia se acabe. Temo que esta sea otra declaración de lucidez temporal que tan solo acabará en otra semana sin dibujos ni ukulele ni posts, y otra y otra. No puedo seguir siendo así. No puedo seguir pensando que la cobardía me define.

Llegó la hora de abordar el último vuelo. Bogotá es otra de las cosas que me dan rabia y no quiero más, pero también tengo que dejar de verla como un destino inexorable. Una vez más, el deseo por sí solo no siempre lleva a la acción. A la rabia, en cambio, empiezo a tenerle un poco más de fe.

2014 (The Life of the Party)

En casa de mi tío (hermano de mi mamá) hubo una gran fiesta para celebrar Año Nuevo. Poco después de medianoche, tras los saludos y abrazos de rigor y después de negarme a recibirle a la ex esposa del cuñado de mi tío una rebanada de pan que había que comerse para la prosperidad o algo así (cómo me voy a embutir un pan con esta llenura), me acomodé en un sofá del estudio y me quedé dormida mientras en el salón contiguo todos bailaban.

Al otro día mi abuela paterna nos dio ajiaco y pasta (nota mental: nunca repetir esta hazaña estomacal) y por fin nos reveló la receta de su ponqué, mantecada y buñuelos dulces. Una de las tareas este año es prepararlos bajo su supervisión para contar con su visto bueno y mantener la tradición. La otra tarea importante es hacer un dibujo cada día en un cuaderno de tapas rosadas que compré el 31 de diciembre antes de zamparme aquel helado de mil sabores con Cavorite.

Fue un día bonito; hizo mucho sol, mis padres y yo le dimos una vuelta al barrio de infancia de mi papá, atravesamos las humaredas de varios asados y les tomamos una foto a unas flores moradas bonitas que había en un antejardín de esos que ya no existen en los edificios nuevos.

No tengo un plan ambiciosísimo para este año, apenas seguir haciendo lo que me gusta pero con más frecuencia. El asunto se torna ligeramente más complicado cuando “lo que me gusta” comprende todo un abanico de actividades, pero no importa. Es lo que me hace feliz, y si ser feliz es así de fácil, entonces qué estoy esperando.

2013 (Reprise)

El año se acaba y yo siento que hasta ahora estoy tomando impulso. El especial de la NHK de 2012-2013 decía “一歩でも前に” (adelante así sea un paso), pero el de ahora dice “一歩ずつ前へ” (paso a paso hacia adelante). Parece como si la NHK llevara las cuentas de mi progreso. El paso que di esta vez, ese único pero fundamental primer paso, fue volver a dibujar.

Lo único imperdonable es haber escrito tan poquito. Este blog estuvo casi que condenado al olvido la mayoría del tiempo y eso está muy mal. Es chistoso porque mi post de fin de 2012 habla de la resignación a mi condición de no escritora, pero la verdad es que yo soy la escritora de este blog y no puedo renunciar. Nota para 2014: escribir más.

Pasé buena parte de este año fuera de casa: Riohacha – Riohacha (otra vez) – Pereira – Pittsburgh – Mill Run – Buenos Aires – San Francisco – Honolulu – Hale’iwa – San Francisco – Mill Valley – Medellín – Santa Marta – Villa de Leyva. Queda claro que no hace falta estar en Japón para viajar mucho. Lo importante no es el punto inicial, soy yo.

A veces el tiempo aparte del que pasé en Hawaii se siente como no-tiempo. En mi mente sigo bajando la loma donde vivía, paso un carro cuya placa dice “ISLE”, me quedo mirando unas gallinas y gansos que andan por el jardín de una casa, veo las flores caídas de un tulipanero africano y no me decido a recoger una, atravieso un camino de plumerias hasta el Centro de Estudios Coreanos y subo a los saloncitos pequeños que quedan detrás. El tipo que nunca me saluda llega después que yo, y luego hay un silencio prolongado hasta que el salón se empieza a llenar de gente ávida de café. Finalmente llegan los que vienen de Waikiki, entre ellos Keita y su infinito conocimiento sobre música. Entonces caigo en cuenta de que mi corazón post-Japón por fin me dejó de doler.

Pero no es verdad que Hawaii sea lo único que vale la pena mencionar de este año. Trato de recopilar unos cuantos hechos destacados en mi cabeza y me llega toda una avalancha. Hay un taller de cómic con un artista de acento divertido. Medio año después, una tableta de dibujar causa una explosión dentro de mí. Enseguida me topo con un festival de cómic donde mis cosas desaparecen y reaparecen misteriosamente, y donde el artista de acento divertido también reaparece para pedirme que lo lleve a caminar por mi ciudad. Cuando menos lo espero, resulto con amigos dibujantes.

Sigue el inventario: conocí Fallingwater, compré mi segundo ukulele (un soprano), hice galletas, vendí una acuarela.

Por otro lado, mi abuelo ya no está. Es una ausencia extraña, ya que está presente en casi todas nuestras conversaciones. Me hace falta pero al mismo tiempo no, como si por sus dichos e historias no se hubiera ido en realidad.

El final finalísimo del año incluye un bonito reencuentro con los amigos que me dejó un ex novio hace años y un helado enorme de muchos sabores compartido con Cavorite. No me preocupo demasiado por el año que viene porque ya sé qué quiero hacer: más de lo mismo, mucho más.

Multitasking, multiblogging, multialgo

Mientras estaba en Hawaii encargué una tableta de dibujar para que llegara a San Francisco y me esperara allá. Yo siempre me había mostrado muy renuente a dibujar en algo que no fuera papel, pero como no puedo cargar un scanner para todo lado, pues tocó. ¿El resultado? El tiempo que pasé en San Francisco se me fue más que todo en la casa por quedarme aprendiendo a dibujar con la dichosa tableta. Es la maravilla de maravillas. Pero entonces se me olvidó el resto de cosas que solía hacer, como por ejemplo documentar mi vida en texto.

Ahora me siento rara escribiendo acá porque sé que tengo un montón de entradas atrasadas y no soy muy dada a seguir adelante cuando hay cosas represadas —lo cual suele acabar en bloqueo completo porque de la ansiedad no hago ni lo viejo ni lo nuevo—. Pero no quiero cerrar este blog. ¿Acaso qué voy a decir, que con motivo de los 10 años de Doblepensar he decidido que tengo mejores cosas que hacer con mi vida? ¿Que ya maduré y es hora de emprender nuevos rumbos? Nah.

Lo que sí necesito es distribuir mejor el tiempo para hacer un poco de cada cosa y no renunciar a nada del todo. Esa es la gracia de estar aquí en mi casa la mayoría del tiempo y no en una oficina. La avalancha de información basura de Internet sigue pareciéndome un enemigo fuerte que hay que combatir. El adormecimiento cerebral disfrazado de información importantísima me impresiona y asusta con su constante bombardeo. ¿Ya vieron este video del bebé que llora cuando la mamá le canta? ¿Por qué deberíamos verlo todos? ¿Soy una persona menos informada al elegir ignorarlo? Y si sí, ¿qué es eso tan importante de lo que no me estoy enterando? Creemos que nos estamos enterando de los últimos sucesos pero nos estamos llenando de puras burbujas de aire.

En fin, el resumen de todo es que por fin estoy dibujando tanto como quería —bueno, siempre podría ser más— pero no quiero que ello suponga el fin de mis otras aficiones, entre ellas la de escribir este blog.