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Mi heroína: La Tigresa del Oriente

Les voy a contar por qué La Tigresa del Oriente es mi heroína. No, no se trata de un gustico irónico para animar fiestas de apartamento. Lo digo en serio.

Judith Bustos tenía un trabajo perfectamente aceptable como maquilladora, y no estoy hablando de una vida hojeando revistas mientras llega la clientela del barrio, no: los grandes imitadores de Frecuencia Latina le deben mucho a su destreza, y hasta Raffaella Carrà pasó por sus manos. Sin embargo, ella tenía un sueño: ser cantante. Aquí es donde entrarían los líos de talento, belleza y demás que desaniman a cualquiera, pero ¿ustedes creen que le importó algo de eso? La respuesta es obvia. Cuando el video de “Nuevo amanecer” salió, en 2006, ella ya tenía 62 años, una voz desagradable, nulo sentido del ritmo y las blandas carnes amarradas a como diera lugar. Y triunfó, fíjense.

Yo también me burlé mucho aquella semana de 2007 en la que pasé una inoportuna convalecencia viendo todos y cada uno de sus videos. Pero luego recapacité. Ustedes podrán decir que el fenómeno es apenas un accidente morboso de YouTube, pero tengan en cuenta que todo empezó con varios videos de bajo presupuesto en el Amazonas peruano, de los cuales uno terminó pegando. Es decir, esto no fue una casualidad, no fue “Friday”: ella se esforzó y repitió el ejercicio hasta que dio resultado. El morbo y las críticas están de más porque el éxito es incuestionable.

Una persona que no olvida lo que realmente quiere en la vida pese a que ya ha logrado hacer algo bueno, ignorando los obstáculos de edad y talento, del deber ser, merece toda mi admiración. Quiero seguir su ejemplo y ponerles disciplina a las cosas que me gustan, hacerlas sin pensar que no sé del asunto. No sé a quién le pueda gustar genuinamente la música de Judith Bustos; seguro hay alguien, si para todo hay público. El punto es que ella es la prueba fehaciente de que todo es cuestión de perseverancia.

The Ides of March

Hace un año cogí un tren bala a Kioto. Allí me despediría de María Lucía, tomaría un tren a Kobe y ahí un avión a Nagasaki. El plan era escribir sobre ese último viaje en solitario antes de graduarme y volver a casa. Algo alcancé a hacer. Primer capítulo de una serie que no tuvo más entregas.

Ya dio vuelta la espiral. Estoy en el mismo punto de partida pero un paso más alejada de todos los lugares que este mes ha contenido en calendarios pasados. Una playa. Un tren. Un túnel. Ciruelos en flor.

Qué diferencias tan grandes entre 2009, 2010 y 2011. Y entre estos tres años y el aburrimiento de 2012. No me gusta que todo se desvanezca así. Me entristece saber que estoy cada vez más lejos de allá, de todos los allás que he tenido. Me veo anclada en este escritorio y me aterra imaginarme así de quieta por siempre.

Necesito un plan de escape.

一人旅 (2)

Antes de salir de Kioto, Ueo me dio desayuno y estuvimos charlando un rato. Hablamos de cómo se siente vivir en Tsukuba y de los letreros en inglés en Japón. Ueo es una gran persona y me alegra que María Lucía haya dado con alguien así, no solo por ella sino también por nosotros que tuvimos la oportunidad de conocerlo. Cuando nos despedimos me dijo, haciendo alusión a la conversación anterior, “enjoy your happy life”.

El trayecto Kioto-Kobe-Nagasaki fue silencioso y azul. Tanto mar y cielo y letreros.

NaCl

Después de pasar un par de horas mirando libros en el Maruzen de Nihonbashi, Azuma y yo nos fuimos a Shinjuku y tomamos el bus que nos llevaría a Kobe a las once de la noche. El vehículo, uno de tantos que cubren las rutas nocturnas en las que a uno lo obligan a dormir* (apagan las luces y piden silencio tan pronto arrancan), se detuvo a eso de la una de la mañana en una de esas estaciones de carretera donde hay baños por montones y venden comida y souvenirs. Nada digno de ser comprado, salvo un pececito rojo de peluche que Azuma TE-NÍ-A que llevarse.

Cerca de la salida de la tienda nos encontramos una pequeña estantería donde se exhibía una gran roca rosada rodeada de muchos guijarros rosados, blancos y negros desperdigados, además de frascos y más frascos llenos de estas raras piedrecillas. “Sal de Ankara”, “Sal de Pakistán”, “Sal del Antártico”, decían sus respectivas etiquetas.

Sin ningún tipo de aprehensión, probé una piedra rosa.

Sal.

Sal.

Lástima. Era tan bonita.

Suponiendo que las negras tendrían el mismo decepcionante efecto, tomé una y me la llevé a la boca.

Sal.

Azufre.

El sabor se expandió desde mi lengua hasta obligarme a intentar eructar algo que jamás había tocado mi estómago. Fue como si el sabor a huevo cocinado hubiera provocado la generación de una serie infinita de huevos invisibles que tarde o temprano dejaban de caber en mi boca y debían ser liberados.

Ahora tengo la desagradable sensación de haberme comido un gas intestinal.

[ No More “I Love You’s” — Annie Lennox** ]

*Y sí, dormí, pero los sueños que alcancé a tener estaban relacionados con el dolor*** y entumecimiento de mis piernas que estaba sufriendo al tenerlas estrujadas contra el puesto de enfrente a falta de espacio. Cosas de los buses japoneses.
**Idea para un posible grupo de Facebook: “Yo también creí que Annie Lennox era un travesti”. Por favor, hagan caso omiso de esta idea. De millones de grupos que existen en Facebook, sólo unos pocos representan un esfuerzo válido.
***Y ahora el dolor es de garganta, pues durante el trayecto Tsukuba-Tokio-Kobe perdí la voz por completo.